Juan Diego Mora (@Juandi_mora)
Cómo un nombre impronunciable, Haile Gebreselassie, puede estar en boca de todo aquel aficionado al deporte. Cómo un hombre bajito, con una sonrisa eterna puede levantar los brazos y moverlos a ritmo de aplausos de un estadio a rebosar tras 42 kilómetros y ciento noventa y cinco metros.
Combate la guerra del maratón, como antes hizo en pequeñas escaramuzas y peleas en 5.000 y 10.000 metros, con un vaivén de cadera a ritmo de unas piernas delgadas pero fibrosas como cuerdas de acero. Resistencia, no solo física sino también mental. Un objetivo: la meta. Una necesidad: llegar el primero.Es uno de los pocos atletas que añaden a la maratón 400 metros y dos pasos más. Los que tiene la pista al dar la vuelta de honor y los dos escalones para laurearse como el mejor del prueba en el podio. Es de los pocos que prefieren arroparse antes que hidratarse o mojarse la cabeza. Lo hace con la bandera de su país. Una nación orgullosa de su atleta. Donde es un mito, un símbolo.
Ha dejado huella. Una marca de un pie pequeño que pisaba casi sin querer, pero que lo hacía a un ritmo constante que tal solo él podía mantener. Ha dejado fotos para la historia, sin necesidad de focos o el flash , tan sólo el resplandor de una estrella propia que iluminaba con sus éxitos y su sonrisa las fotografías lanzadas desde las gradas.
Ha dejado a un deporte con una calle vacía, la primera, desde la entrada al estadio hasta la meta. Un kilómetro final huérfano de arrancadas cuando no queda aliento. Donde el etiope era imparable.