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Ayer por la tarde, conducía plácidamente sumido en mis pensamientos, intentando encontrar la manera de inaugurar mi participación en este blog que se concibió bicéfalo pero que se ha sostenido hasta ahora exclusivamente gracias al esfuerzo de mi querido different is mine. Dudaba de si escribir sobre catástrofes naturales, villaratos, lionesas o rebeliones contra el IVA, pero un griterío en la calle me hizo dar con la tecla.
Un grupo de unas treinta personas, la mayoría ataviadas con un polar de color rojo, respondían al unísono un "¡Bien!" cada vez que una de ellas pronunciaba a voz en grito el nombre de su falla. Lo hacían así dos veces, y a la tercera entonaban un "¡Bien, bien, bien, a la bim, a la bam, a la bim bom bam...!" que concluía como todos sabéis. En este grito espontáneo y enérgico participaba gente de todas las edades y condiciones, unidas por un solo cántico de guerra.
Ante esta situación, mi mente se puso a divagar. A ello contribuyó el hecho de que identifiqué como leit motiv de esos gritos el nombre de la que fue mi Falla en mi infancia, y a la que pertenecí -con cierto orgullo infantil- durante algunos años. Me dio por pensar entonces que, por mucho que les duela a los artistas del Romanticismo (tan dados a retratar la soledad de personas ante tempestades, océanos inmensos o abismos infranqueables), las personas estamos diseñadas para vivir en sociedad. O, más que en sociedad, estamos diseñadas para pertenecer a grupos de toda clase, más o menos grandes y más o menos influyentes, pero con un denominador común: fomentar el sentimiento de pertenencia.
El sentimiento de pertenencia es algo que cala en nosotros desde una edad muy temprana. Desde pequeños, nos separan en clase según los apellidos (al menos era así en mi época), y se forman dos o tres grupos según la cantidad de alumnos, que suelen ser representados con las letras A, B o C. Pues bien, si en tu primer curso eres del A, siempre serás del A, y los del B o C serán alguien totalmente distinto a ti, casi como Los Otros de la serie Lost. Lo mismo pasa cuando nos vamos haciendo mayores y empezamos a pertenecer a otro tipo de grupos, ya sea al equipo de fútbol del barrio o a una falla.
En realidad, no se trata de otra cosa que de sentirse partícipe de algo que está por encima de nosotros. Aunque lo neguemos, a nadie le gusta el aislamiento, o al menos hay una parte de nosotros que disfruta al camuflar su propia identidad entre la masa, sacrificando el yo individual en pos de una consigna con la que comulgamos más o menos pero que al fin y al cabo no podemos hacer nada para cambiarla. El peligro viene cuando uno se deja llevar, y el sacrificio del propio yo llega tan lejos que es imposible rescatarlo. Porque además siempre hay gente muy avispada con una capacidad asombrosa de "captar" nuestras debilidades y aprovecharlas para adherirnos a una causa que muchas veces no entendemos, pero que nos sobrepasa. En muchos casos es así como se forman los sentimientos de racismo y patriotismo mal entendido, al dejarse llevar por la marea de las consignas y los sectarismos, abandonando cualquier atisbo de pensamiento crítico.
Tampoco quiero ponerme catastrofista, al menos en mi primer artículo en este blog. Ya vendrán tiempos peores, como dicen algunos. A fin de cuentas, el sentimiento de pertenencia a una falla -que no es más que la expresión catártica de saberte rodeado de amigos y vecinos, es decir, de gente ante la que no te da demasiada vergüenza mostrar tu lado más primario- es mucho menos "peligroso" que el de pertenencia a un partido político o, mucho peor, a una nacionalidad o una raza, cuando ello implica el desprecio hacia lo no semejante. Y en un estadio (nunca mejor dicho) intermedio estaría el sentimiento de pertenencia a un equipo de fútbol, por mucho que algún hooligan (y no hay que irse al Reino Unido para encontrarlos) se empeñe en convertir esto en un peligro para el que sienta unos colores distintos.
Hablando de fútbol, haré una pequeña confesión. La gente que me conoce sabe bien que de lo último de lo que puedo ser sospechoso es de simpatizar con el partido que gobierna los designios de nuestra Comunidad desde hace años. Sin embargo, me considero seguidor -casi diría acérrimo- del Valencia CF, por mucho que sepa por activa y por pasiva de las relaciones entre este club y el PP valenciano, que ha recalificado a discreción los terrenos del viejo Mestalla y la (aún inédita) ciudad deportiva de Porxinos, con muchas menos trabas que las que puso al otro equipo de la ciudad, el Levante UD, identificado más con la "clase trabajadora" y por tanto más cercana a la ideología de izquierdas. También me mantengo impávido al saber que Bancaja es la principal fuente de crédito de un Valencia CF en ruinas, y que el presidente de Bancaja no es otro que José Luis Olivas, ex presidente de la Generalitat Valenciana por el Partido Popular. La expresión "el equipo del gobierno" me repugna cuando pienso en el Real Madrid del franquismo, pero no parece importarme demasiado cuando se trata del Valencia CF.
Podría ponerme digno y decir que esto se debe a que tengo un criterio tan desarrollado que soy capaz de separar lo deportivo de lo político, de discernir entre el sentiment y una ideología tan volátil como los cambios de gobierno. Pero mucho me temo que no es así, aunque me gustaría. Si me mantengo fiel a unos colores (y se me hace casi imposible pensar en cambiarlos) debe ser porque, como ser humano que soy, no puedo escapar a ese sentimiento de pertenencia que arraiga en nosotros sin darnos cuenta. Mi único consuelo ahora mismo para no sentirme como un pelele sin personalidad es pensar en que al menos he tenido el suficiente arrojo como para planteármelo.
Ah, por cierto. Sed todos bienvenidos, y desde aquí os vuelvo a animar a participar en este espacio. ¡Nos leemos!
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