Esta fenomenal película pasa habitualmente de largo por la memoria cinéfila habitual porque se encuentra cronológicamente entre las que son probablemente las dos mejores películas de su director, el irlandés Jim Sheridan, en concreto Mi pie izquierdo (My left foot, 1989) y En el nombre del padre (In the name of the father, 1993), mucho más a menudo glosadas, presentes en los comercios de cine doméstico y programadas por los responsables de los canales televisivos que esta pequeña joya, algo inferior a las otras dos en conjunto, pero igualmente excepcional. El prado (The field, 1990) puede funcionar asimismo como un negativo de otra obra mayor, El hombre tranquilo (The quiet man, John Ford, 1952), con la que comparte escenario, tema, elementos narrativos y guiños estéticos, pero teñidos de un aire sombrío, trágico, amargo.
Y es que en El prado, como en la película de Ford, nos encontramos con una pequeña localidad rural irlandesa, rodeada por una parte de acantilados y un mar embravecido, y por otra de bosques frondosos, llanuras verdes, muros de piedra, rocas grises y, de manera íntima, personal, espiritual, ecos de un pasado remoto, murmullos de otra era que susurran en gaélico la memoria del antiguo esplendor celta. Pero en este caso no nos encontramos con una especie de Brigadoon irlandés congelado en el tiempo, conservado como una postal soleada de un costumbrismo irlandés de cuento de hadas, una armónica colección de tipos humanos que beben, ríen, cantan, pelean, pugnan y se encuentran en una taberna cerveza o whisky en mano o cargando la pipa de tabaco al amor del fuego. Este pueblo irlandés es sombrío, triste, demacrado. Sus habitantes no son estereotipos, sino esforzados supervivientes que arrancan, cuando pueden, la vida de la tierra, que han luchado contra la dominación inglesa y han salido triunfantes (estamos en 1930), pero que han pagado un precio altísimo, prácticamente irreversible, primero a costa de las distintas etapas de la hambruna de la patata desde mediados del siglo XIX, y después como resultado de sus empeños bélicos (muertes, encarcelamientos, deportaciones, desapariciones…). Al igual que en Ford, encontramos un personaje de carácter, brusco, arisco, fuerte, corpulento, todo un exponente de tenacidad, orgullo y ambición; “Toro” McCabe (Richard Harris, nominado al Oscar por su excelsa labor de caracterización de un personaje sólido, grandioso, que incluso ha dado nombre a alguna que otra taberna irlandesa a lo largo del planeta), es una suerte de Victor McLaglen-Will Danaher, igual de cazurro y de paleto, teñido, eso sí, de resentimiento hacia la vida a causa del dolor que le produce el recuerdo de su hijo perdido, y también de decepción ante las debilidades del hijo que le queda (Sean Bean) y en cuyo futuro piensa constantemente, maniobrando sin cesar, ya sea en el campo de los matrimonios concertados, ya en las continuas insinuaciones que deja caer a la viuda del pueblo para que le venda el dichoso prado, fuente de sustento para su ganado, orgullo de su labor como granjero ejemplar, porción de fertilidad y futuro arrancada por su esfuerzo a las piedras, los matojos y las raíces que reinan por doquier en los alrededores. Al igual que Ford, Sheridan cuenta por tanto con una viuda (Frances Tomelty) como eje central de la rumorología del pueblo, si bien en este caso no se trata de una solterona soñadora y frustrada finalmente incorporada a regañadientes al ambiente feliz dominante, sino una amargada que, por rencor, incluso odio, pondrá en la picota el futuro de los McCabe con su decisión de obviar el derecho de tanteo de su jornalero y poner a la venta el prado al mejor postor mediante subasta pública. El prado cuenta también con su borracho oficial, aunque no es el simpático taxista-alcahuete-rebelde de Ford (Barry Fitzgerald), sino un mezquino egoísta (excepcional, igualmente, John Hurt), que solo piensa en su propio provecho, ya sea una invitación esporádica a un trago, ya a un bocado de comida soltado como una migaja compasiva. Por contar, la película de Sheridan cuenta incluso con una joven pelirroja de piel blanca que levante las pasiones a su alrededor, si bien en este caso no se trata de una Maureen O’Hara-Mary Kate Danaher, heroína orgullosa, altiva y feminista -a su manera, o a la manera en que esto era posible en la indeterminada, en lo temporal, Irlanda de Ford-, sino de una gitana que vive en el campamento cercano al pueblo, un grupo de nómadas, casi todos jornaleros ambulantes, que se ganan la vida como pueden, pero que levantan sin cesar las suspicacias de los habitantes del lugar, celosos de sus tradiciones, de su moral católica, y de la conveniencia de cuidar a los más jóvenes evitándoles caer en la tentación de la carne, especialmente cuando muchachas libidinosas y desinhibidas se ofrecen con descaro y aire retador. El paralelismo de la cinta de Sheridan con la de Ford no estaría completo, desde luego, sin la figura del cura (Sean McGinley), que no es aquí narrador amable de las aventuras costumbristas de los habitantes de Innisfree, sino un sacerdote recién llegado que busca desesperadamente la forma de conectar con sus nuevos feligreses, y que se erige en detonante del drama y en implacable castigo final a los pecadores sin posibilidad de redención. Y, de manera más imprescindible todavía, sin la presencia del americano (Tom Berenger), el descendiente de emigrados que regresa al antiguo hogar familiar, no para trabajar la tierra en armonía con sus vecinos, haciéndose partícipe de los ritmos y las vivencias locales, creando un hogar y regando la tierra con su sudor, sino para especular, crear un imperio económico donde ahora reina la naturaleza, y, en lo que a McCabe afecta, convertir el fértil prado donde pastan sus vacas en una pista asfaltada aneja al complejo industrial que pretende montar para explotar las reservas de piedra caliza de los montes que circundan el pueblo: el verde de la vida muerto a manos del gris del cemento, de la ceniza, del olvido.
Pero El prado, además de construirse en paralelo respecto a la inmortal obra de Ford, ofrece una disección diáfana de cierta sociedad irlandesa, de sus estructuras, sus maneras de sentir, su forma de aferrarse a una tradición pagana vestida de cristianismo, de su tenacidad y capacidad para luchar contra la adversidad, de su reciente historia de ocupación, rebelión, lucha y victoria, de su compleja y contradictoria composición interna, de sus intentos por progresar y salir adelante sin dejar de lado las raíces reconocidas como propias, irrenunciables, inextinguibles. Esta complejidad se pone de manifiesto en la caracterización de unos personajes que, sin excepción, no pueden catalogarse de arquetipos, que resultan sólidos, creíbles, repletos de matices ambivalentes que testimonian en sus comportamientos tan encomiables a veces como poco edificantes en la mayoría de los casos. Creados sobre la complejidad y la duplicidad, todos ellos resultan cercanos, humanos, verosímiles, precisamente por su capacidad de resultar al mismo tiempo entrañables y crueles, generosos y mezquinos, amables y violentos, orgullosos y egoístas, de manera que el espectador los comprende y los censura a un tiempo, por razones distintas, pero igualmente válidas y reconocibles. Esta complejidad en la construcción de personajes viene complementada excelentemente por el uso de los simbolismos visuales ya desde el principio,con el establecimiento de la difícil relación entre los McCabe (el padre y el hijo yendo a la playa para recoger algas con las que abonar los pastos del prado, caracterizados ya de inicio por la fortaleza y la contundencia del padre, que arrastra su carga sin detenerse apenas únicamente para rezar de rodillas ante una cruz celta, y por la debilidad y las dudas del hijo, que lleva su cesto como puede, flaqueándole las piernas, tropezando y viéndose superado por un hombre mayor, más fuerte, con mayor determinación), ya sea planteándolo sobre la dupla vida rural-avance industrial, y lo que de muerte para la primera tiene el triunfo sin límites de lo segundo (la llegada del coche del americano frente al carromato de los McCabe, la irrupción de la máquina excavadora frente al prado poblado de vacas y a la fuerza de su letal estampida), ya con el importante papel otorgado al agua durante toda la cinta, desde el principio, como fuente de vida para el puñetero prado, hasta el final, con el clímax al borde del acantilado, sin dejar pasar la determinante secuencia junto al salto de agua en el río en una noche de lluvia, cuando la película se tiñe definitivamente del negro lúgubre de la muerte, de la imposibilidad de salvación y redención para todos, todos culpables de ambición desmedida, de inflexibilidad, de falta de cintura para comprender, valorar y aceptar las razones del otro.
Esta radiografía irlandesa, otra más, de Jim Sheridan, fenomenalmente acompañada por la partitura, obviamente con no pocos adornos celtas, del gran Elmer Bernstein, se asienta como en cualquiera de sus otras películas en una excepcional labor de los intérpretes: Harris está absolutamente magistral, pero también lo está su esposa (Brenda Fricker), la resentida mujer con la que lleva años sin hablarse por un desencuentro del pasado, que asiste muda a todas sus peripecias vitales, y que eclosiona finalmente adquiriendo un protagonismo apabullante; Sean Bean, lejos de sus posteriores caracterizaciones como malvado o antagonista violento, caracteriza con oficio al joven pusilánime y dubitativo; John Hurt aparece soberbio como borrachín sin escrúpulos, interesado y ladino; el resto del elenco cumple a la perfección, con excepción, quizá, de Tom Berenger, que casi siempre, salvo contadas excepciones, notables eso sí, deja bastante por hacer. Y además están presentes los paisajes de esa joya verde y gris que es Irlanda, sus cielos, sus mares, sus costas escarpadas, sus bosques cubiertos de hojas y sus prados verdes bañados por la escarcha, tierra de guerreros celtas, de druidas, hadas y duendes, convertida aquí, simbolizada en un prado fertilizado por algas y excrementos de vaca, en pilar fundamental de un futuro tan verde como gris, un porvenir divergente por el que se entabla una pelea egoísta y ruin que solo puede tener un final violento, triste, criminal, a raíz del cual no queda futuro para nadie.