Artículo Narrativo No.002 – 01 de diembre de 2020
Por Kominsky*
Armar un viaje suele convertirse en una experiencia tan absorbente como la consecuente realización.
Sumando argumentos a este alegato, llevarlo a cabo por carretera valiéndose de propios medios y las equivocaciones intuitivas de un torpe al volante, añaden grado de dificultad a la errática tarea.
En esta oportunidad el punto de partida era “Antigua Guatemala”, atravesando el sur de México por Chiapas, Oaxaca y finalmente Zihuatanejo-Ixtapa en el estado de Guerrero. Una suma de horas y kilómetros justificados en el ansia de conocimiento y la acumulación de lectura inductiva.
En aquella época y desde hacía un buen tiempo, había orientado mi saber hacia una figura central de la cultura Maya, Itzanmá, Dios de la sabiduría que animaba al caos para que haya creación y a quien la historia reconoce como el hacedor de los primeros caracteres de escritura.
El trayecto nos llevaría por esas constelaciones y también al conocimiento de otros niveles espirituales.
Atravesamos la frontera con el atraso insidioso de un oficial fundamentalista y aburrido en su puesto de mando, pero nada que alterara nuestra secuencia ni eje de equilibrio.
Muchas horas, escasas pausas, pueblos de densa cultura, noches largas y otras más cortas, cuadernos de apuntes que se iban acumulando tanto como el cansancio.
Así transitamos los primeros días hasta llegar a la playa La Ropa, en Zihuatanejo, donde ciertamente el interés por su costa era lo último que nos movía hacia allí.
Transcurrió el primer día y al siguiente iniciamos nuestra provocación al destino en busca de toparnos con el pretendido objetivo.
Alquilamos una moto cada uno, escogí una Indian 741 destartalada que aun rodaba con dignidad y partimos al atardecer. Recalamos en una cantina de aspecto comparable al de la moto y llamo nuestra atención del bar que en lugar de música tradicional sonaba Grateful Dead. Más interesante aun era el interior, la imagen se correspondía con el sonido, la bruma espesa, el espacio vibrante y bullicioso con mayor población que metros cuadrados, nos trasponía al Hampton Coliseum de 1989.
Logramos dar con la barra y nos inclinamos por la opción dominante: mezcal. La botella parecía adherida al cantinero quien mecánicamente desbordaba con líquido los diminutos vasos de los presentes sin siquiera hacer contacto visual.
Caíamos en cuenta del paso de las horas a medida que el bullicio se iba apagando y el cantinero comenzaba a entablar conversaciones cada vez más personales.
En una de esas rondas y luego de indagar nuestro árbol genealógico, reanudó acerca del motivo que nos ubicaba en este recóndito paraje.
– La exploración de la inteligencia y los límites de la conciencia – respondí.
– Pues están en el lugar correcto, “Turn on, Tune in, Drop out” (enchúfate, sintoniza, fluye),
“El Hombre más peligroso” según Nixon pasó por aquí – respondió el cantinero congelando sus movimientos y esta vez mirándonos a los ojos.
Simulando un revólver con el dedo pulgar hacia arriba y el índice hacia el frente, el cantinero y yo nos apuntamos y haciendo una pausa cómplice dijimos al mismo tiempo seguido de eufórica carcajada:
– Timothy Leary!
Jaque mate. Jugada magistral. Lo habíamos logrado.
Timothy Francis Leary fue un psicólogo norteamericano difícil de definir en pocas palabras pero muy fácil de asociar a una, transgresión.
Renunció a su puesto como Director de Investigación Psicológica en Oakland (California), luego de un análisis personal donde concluía que los tratamientos puestos en práctica no lograban un resultado diferente a no efectuarlo. No había un método predecible que contribuyera al cambio de la conducta y precisamente no era esa la trascendencia que Leary ideaba para la psicología.
Este periodo en su vida profesional coincide con el suicidio de su esposa, día en que Leary cumplía 35 años. Quedaba viudo, a cargo de dos niños y abducido por ese golpe que correría en línea paralela a lo largo de su longeva existencia.
En la primavera de 1957 viaja a Florencia (Italia), un exilio auto impuesto sin razones profesionales de trascendencia, tampoco la exigua beca de investigación que lo ocupaba por lo que esa huida tenia mas ribetes de ruptura que de continuidad.
En esa ciudad, a través de su colega David McClelland, recibe la invitación a unirse al grupo de investigadores de la Universidad de Harvard.
Eran los tiempos de Castro en Cuba y la huida del Tibet del Dalai Lama bajo la invasión China, ya los beatniks estaban asentados en la cultura e intelecto estadounidense al igual que los movimientos por los derechos civiles. Un nuevo aire soplaba desde la juventud construyendo los cimientos del movimiento hippie, que se apoyaba en los principios contraculturales de la anarquía no violenta, el pacifismo, el amor libre, la vida simple y desprendida, entre otros valores existenciales.
Toda esta evolución social y cultural, los hechos políticos disruptivos (sin profundizar en los motivos o fines sino en la acción y coraje), fertilizaron el entorno de manera conspirativa para su espíritu inquisidor.
Esta era una ínfima parte de la cosmogonía Leary que llamaba nuestro interés, fundamentalmente lo que sobrevino a su regreso, su construcción y aporte de allí en adelante, hacían de este personaje fascinante el motivo de nuestra estancia.
Éramos consientes que estábamos en el lugar correcto. El cantinero ávido a ejercer su talento de escuchar, razonar y actuar, encajaba desde todo punto de vista en el prototipo de confabulador cognitivo que estábamos buscando.
Comenzamos a hablar de Leary, se sucedían intercambios cada vez más profundos, en ocasiones de carácter intelectual (sin juicios de valor), e íbamos transitando momentos puntuales que nos ayudaban a reconstruir la dirección de sus acciones y motivaciones.
Ya en Harvard, en el Centro de Investigación de la Personalidad, imparte el seminario superior del postgrado de psicoterapia. En verano, animado por otro de sus colegas (Frank Barron), viaja a Cuernavaca y precisamente allí daría lugar una vivencia que alteraría el hilo motivacional de Leary, una experiencia de orden sensorial conocida como los hongos sagrados de México.
Desde los tiempos de Moctezuma, esta región habitada por sabios, adivinos y magos, era también tierra fecunda del hongo psilocibio, de propiedades alucinógenas de excitación extrema asociadas más tarde al término creado por el psiquiatra británico Humphry Osmond, la psicodelia.
Posterior a esta ingesta, direccionaría todo su potencial investigativo alrededor de estos hongos, basado en que nuestro cerebro es un ordenador biológico infrautilizado, contenido de miles de millones de neuronas a las que no tenemos acceso. Salvo, que probemos los hongos.
Vuelve a Harvard, se interioriza en literatura relacionada a estados alterados de la consciencia,
William James, Morton Prince, Henry Murray y en especial Aldous Huxley, quien sería determinante en su posterior teoría y práctica.
Convence a superiores, crea junto a sus colegas Frank Barron y Richard Alpert (con los años mutaría a Baba Ram Dass, líder espiritual) el Centro de Investigaciones de Drogas Psicodélicas de Harvard.
Toma conocimiento que el laboratorio Sandoz había logrado sintetizar el principio activo de los hongos (psilocibina) y a través de permisos para experimentación científica y uso terapéutico, se asegura el suministro.
Comienzan las sesiones, inicialmente con grupos reducidos, luego se extiende a estudiantes de postgrado que se sumaban de manera voluntaria, mas tarde la prisión de Concord, llegan las experiencias e ingestas con los iconos de la cultura beat, Ginsberg, Kerouac, Cassady, Burroughs, se expande al ámbito de Hollywood y al exclusivista de políticos de Washington.
Todo lo que aceptamos es una invención social y producto de esas afirmaciones, surge la idea que daba motivo a nuestra presencia en aquel lugar.
En 1962, mientras trabajaba en su traducción de “El Libro Tibetano de los Muertos” del inglés búdico al inglés psicodélico, Leary viaja a Zihuatanejo junto a Ralph Metzner, Richard Alpert y Gunther Weil, liderando un grupo de treinta personas para instalar el Campamento de Verano Psicodélico en las colinas de este pueblo de pescadores. Un espacio propicio para desarrollar el proyecto y su teoría del ambiente, donde el hábitat define a la especie y la forma en que serian ingeridos los hongos posibilitaría una experiencia aun más amplia que la obtenida en las ciudades.
Leary adoptó como un mantra los razonamientos de Huxley en sus charlas, adentrarse a estas experiencias no era simplemente ingerir, debía coexistir a esta práctica un manejo consciente del ambiente y atmósfera, un grupo de guía, un grupo de ingesta y un grupo que se mantenía al margen tomando notas y analizando los comportamientos manifiestos.
En estas sesiones solían reproducir cintas de Bach, tambores africanos, cánticos indios o ragas de Ravi Shankar, para lograr abstraerse de su identidad terrenal y desprenderse de su ego social.
Los ejercicios en Zihuatanejo desarrollaron una nueva dimensión espiritual, sostenía que el universo es una prueba de inteligencia, “piensa por ti mismo y cuestiona la autoridad”.
Yo había leído mucho sobre Leary, no solamente su creación literaria sino también mucho sobre su vida, había formado mi propia creencia y todo lo que conversábamos esa noche se aproximaba a límites entre lo objetivo y lo subjetivo, en lo personal, lo más importante era comprender desde otra perspectiva (en lo posible que desafiara), si todo ese camino humano que había recorrido este filósofo, lo había conducido hacia algún lugar que todos en el presente intimo ignorábamos.
Inmersos en aquel bar, nunca logre identificar quien manipulaba la música, pero tenía todo el merito de hacer fluir nuestra conversación. Ahora sonaba Mody Blues.
Hoy estábamos allí, pero el peregrinaje de Leary transfirió mucho mas al género humano, fue despedido de Harvard (su versión asegura renuncia), en múltiples ocasiones deportado, otras encarcelado con posterior fuga, crea su propia religión “Liga para el Descubrimiento Espiritual”, fue parte del “Bed-In for Peace” en Montreal invitado por Lennon y Ono, deambula por Europa y África, deportado y encarcelado nuevamente recala en la prisión de Folsom en celda contigua a Charles Manson, pretende la criogenización de su cerebro para el momento de su muerte pero finalmente es cremado y sus cenizas enviadas al espacio exterior, entre otros hitos en su vida.
Nos hubiese tomado noches recorrer aquel legado y de ambas partes no creo que hubiese sido necesario para darnos cuenta lo cautivo que nos mantenía. Forzando un ínfimo silencio, nuestro ya anfitrión sumó un diminuto vaso y sirvió una vuelta mayor, esta vez terciando la suya y excusándose que era por el goce de invocar un alma que aun seguía levitando en Zihuatanejo.
– Es mas – dijo antes del sorbo – si aún les queda electricidad en el cuerpo, puedo organizar y enchufarlos en una congregación subrepticia que se reúne cada tanto y veneran el sagrado hongo.
Nos quedamos suspendidos en una mirada profunda. No hizo falta respuesta.
*Kominsky, nacido en Uruguay lector, articulista y narrador de raices profundas en lo etérico. Ecléctico como pocos, comparte su punto de vista con nuestros contenidos.
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