Rajoy me deprime. No puedo luchar contra este sentimiento y sucumbo primero con incredulidad (útil para prevenir patas de gallo cuando va acompañada de levantamiento de cejas), luego con estupor (el efecto lifting se intensifica) y, más tarde, con la citada tristeza ya calando en los huesos (relajación de los músculos faciales y leve bajada de las comisuras). Y es que Rajoy es un hombre triste, y también o precisamente por eso odiado, (o viceversa ya que no se sabe si va o viene). Es un lío, un ir y venir aunque se parapete tras sus ministros y portavoces y hable desde la otra punta del globo terráqueo. El desarrollo de las nuevas tecnologías nos ha traído, entre otras cosas, a un Rajoy que, aunque esté en México, en Polonia o en el mismísimo Pekín, se coloca junto a nuestra almohada y nos susurra al oído los nuevos recortes y nos pide más esfuerzo y unos euros al mes. Siguiendo su condición de triste, y como no podría ser de otra manera, hace cosas tristes, como pedir: Es triste pedir… Pero, como continúa el dicho popular, más triste es robar y, llegados a este punto, ni todos los ríos van a dar a parar a la mar ni ese robo nos iguala en la misma manera y cuantía. Así que mi tristeza lo inunda todo, sobre todo cuando le veo con un birrete investido doctor honoris causa mientras pide a los universitarios que sus padres costeen sus estudios. Y si sus padres no pueden, que se queden en casa porque la madre patria no quiere gastarse el dinero en ellos. Porque si limpiar las alfombras y tapices del Congreso va a costar 660.000 euros para alegrar su aspecto con vistas al verano, el retrato de Bono otros tantos 82.000 euros y todo lo que se esconde bajo las alfombras, va a resultar que como no se esfuercen quienes ahora se esfuerzan sólo en defraudar a Hacienda, no va a ser una década como dice el FMI, sino una generación y media la que va a quedar en entredicho. Y va a parecer que se va, pero en realidad se vuelve. No sería la primera vez.