Revista Ciencia

El hombre y su ángel

Publicado el 06 julio 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

“Shahāb ad-Dīn” Yahya ibn Habash as-Suhrawardī, Sohravardî para los amigos, fue un filósofo sufí del siglo XII que ha pasado a la historia del pensamiento por fundar una escuela de misticismo en que se fundían las tradiciones iranias del zoroastrismo con las griegas del platonismo.

El islamólogo Henry Corbin lo dio a conocer en una conferencia pronunciada en el Círculo Eranos –una reunión de pensadores con intenciones ecuménicas— en 1949 y que se recoge, junto a otros ensayos, en El hombre y su ángel. Sohravardî fue, junto a Avicena, figura clave en el desarrollo de la filosofía irania.

Pero mientras el nombre de Avicena, que se benefició de la labor de los traductores latinos de la Edad Media y que fue conocido como médico no menos que como filósofo, mantuvo su celebridad en los anales filosóficos de Occidente, la obra de Sohravardî, compartiendo el destino de tantos pensadores orientales, permaneció durante mucho tiempo más o menos ignorada. […] En torno a su nombre y al de Avicena (Ibn Sîna) se agrupan las dos grandes corrientes especulativas que se denominan recíprocamente “peripatéticos” e ishrâquîyûn o “iluminativos”, según se traduce en ocasiones, atendiendo tan sólo a uno de los sentidos que incluye el concepto de Ishrâq”.

Corbin sitúa a Sohravardî en la corriente hermética que cruza la los diferentes tiempos y lugares que conforman una historia secundaria y discreta, por no asumida, de la humanidad:

Una tradición de la que, a través de los siglos, jamás han dejado de ser testigos nostálgicos e indómitos los miembros de una familia espiritual que no han abdicado ni ante los sarcasmos y denuncias de los doctores oficiales, ni ante las persecuciones del poder.

Explica el autor que la doctrina hermética se dividió en dos grandes tradiciones, la griega y la persa, “hasta que ambas vuelven finalmente a unirse en la orden de los hishrâqîyûn”; una orden de iniciados cuyo conocimiento puede ser entendido como teosofía oriental: teosofía, porque va más allá de una religión particular y una comprensión intelectual, pues se trata de una experiencia directa de conocimiento; y oriental, porque es “el Oriente del Conocimiento”, donde el término “Ishrâq” se refiere al resplandor de las primeras luces de la aurora, a la dirección por donde el sol aparece en el horizonte, en línea con la tradición de vincular los lugares físicos con un simbolismo asociado a la “vía” del iniciado. La aurora es la primera luz, la entrada a una sabiduría efectiva.

Ningún texto didáctico, por muy claro que pueda ser, consigue provocar ese movimiento inicial por el solo poder de la demostración. Es preciso, pues, que se presente de otro modo, con su auténtico sentido recubierto por una apariencia exterior que, en virtud de su extrañeza y su irracionalidad, comience por chocar violentamente con la facultad de comprender. Ese choque debe tener como resultado una total conmoción del alma que opere una elevación en su comprensión, una anáfora, traducible ciertamente en una exégesis esotérica del sentido oculto, pero exégesis que, a su vez, se mantendrá como tal en el nivel de la mera evidencia intelectual. El acontecimiento real, el acto de ponerse en camino –del que Sohravardî escribe: “Pobre de ti, si cuando se te dice “¡regresa!” te imaginas que se trata de Damasco, Bagdad o cualquier otra ciudad del mundo”—, en suma, la peregrinación interior hacia Oriente, escapa en su realidad a esta traducción exegética”.

Los relatos de iniciación de Sohravardî recurren a la “imaginación activa”, gracias a la cual es posible atravesar, mediante la narración, las diferentes etapas del proceso iniciático hasta llegar al “lugar de Retorno” u Origen. Y es esa narración la que, más allá de las figuras y lugares concretos, alcanza un nivel más profundo de sentido que la conecta con la llamada tradición perenne.

El país de Occidente designa el universo material. Es ésa una identificación ya realizada por la gnosis maniquea, cuando se dice por ejemplo que Mani, al morir, dejó Egipto. La ciudad más extrema de este Occidente, la que marca la máxima decadencia vespertina del ser de Luz surgido del mundo celestial y que se sitúa pues en las antípodas del Ishrâq, de la illuminatio matutina, es Qairawân. Es a la vez el propio cuerpo material en el que es arrojada el alma, y todo el universo de los cuerpos, universo de oposiciones, de guerras y tiranías, que convierten en opresores a las gentes de este mundo.

[…]

Arabia del Sur, Yemen y el país de Saba, juegan un importante papel en este simbolismo místico. De hecho, como lo subraya el comentador, “Yemen”, que significa el “lado derecho”, tipifica la vertiente derecha del valle donde la voz divina interpeló a Moisés desde el interior de la zarza en llamas. Equivale incluso con frecuencia al término Ishrâq. Por eso mismo, Mîr Dâmâd, el gran maestro de filosofía de Ispahán bajo Shâh ´Abbâs, opondrá a la filosofía peripatética o helénica, la “filosofía yemenita”. Y no está de más poner de relieve que el biógrafo de Christian Rosenkreutz condujera a su héroe, en la “búsqueda del Conocimiento”, hasta los sabios del Yemen”.

La referencia a Christian Rosenkreutz no es gratuita, pues Corbin busca las conexiones del pensamiento sohravardiano con la Alquimia y las tradiciones adyacentes que impregnarán, durante siglos, los subsuelos de Occidente y de Oriente.

Las historias de los peregrinos y sus aventuras se convierten, así, en la historia de viaje interior al encuentro de la psique. Tales viajes conducen al encuentro con un “sabio luminoso” o “ángel”.

De este modo, al término del Relato del exilio occidental, se realiza la unio mystica entre el alma humana y un ser de luz que no es el Dios absoluto y trascendente de la teodicea o la Ley religiosa positiva. Esta unión implica una angelología teogónica que hace estallar el marco de un monoteísmo abstracto y que es la propia de toda gnosis.

La imaginatio es el elemento básico para las operaciones alquímicas, tal y como descubrió Jung a los perdidos moradores del siglo XX, y como recuerda Corbin haciéndose eco del suizo, que también formaba parte del Círculo Eranos:

Esta imaginación en el sentido verdadero es la capacidad de producir un mundo en el mismo sentido en que toda la creación es una imaginación divina (como podían entenderlo un Boehme o un Novalis). Esta imaginación hace realidad las cosas quae extra naturam sunt, que no vienen dadas en nuestro mundo empírico y de las que no hay por tanto experiencia sensible, por lo que Jung otorgaba a esa imaginación la naturaleza de arquetipo a priori. Este órgano y este mundo están representados en el Relato sohravardiano por la abubilla y el país de Saba o el Yemen, o por la posición del sol en el meridiano.

La abubilla, el pájaro favorito de la Reina de Saba, es la que se posa junto al prisionero en “Occidente”, portando el mensaje con las instrucciones para su huida y regreso a “Oriente”. Tal y como recuerda Jung nueve siglos más tarde, el ánima es la figura guía hacia el Sí Mismo.

La alquimia está presente en la tradición desde, al menos, los siglos III y IV, cuando aparecen los primeros textos alquímicos de la mano de Zósimo Panópolis. Pero éste autor ya la vincula con el culto a Mithra. Y tales ritos conectarían en el tiempo con los misterios de Eleusis, los cuales a su vez nos retrotraerían a los secretos de la Escuela de Pitágoras y, de ahí, hasta el orfismo y más allá.

Con todo, tenemos entonces que el fin último de la peregrinación es el mismo bajo diferentes máscaras: ángel, sabio, fuente de la vida, monte Sinaí, piedra filosofal, etc. Señala Corbin que un texto alquímico titulado Desvelamiento de los misterios de las pepitas de oro, atribuido al místico persa del siglo XI Al-Ghazali, “establece un sincronismo decisivo entre la transmutación de la Piedra y la angelomorfosis o deificación del hombre, la reciprocidad del misterio del Anthropos y el misterio de la alquimia”.

La experiencia alquímica nos ha instruido sobre su lugar y su órgano, Imaginatio vera, diálogo interior, y sobre su fruto, el corpus subtile. Diálogo interior que da el ser imaginándolo, que crea aquello que los alquimistas latinos llamaban Infans noster y le hace atravesar, “al igual que la gota de bálsamo”, la montaña de Qâf para alcanzar por fin la Fuente de la Vida y el Sinaí.

Todas estas imágenes, entre las que Corbin incluye al Puer Aeternus junguiano en tanto que tomado de la Alquimia, figuran la Naturaleza Perfecta en términos de un texto castellano, el Picatrix de Alfonso X el Sabio, una traducción del árabe Ghayat a.-Hakim (El objetivo del sabio), y cuyo autor habría vivido hacia el siglo X. En él, se nos dice que la Naturaleza Perfecta es “el secreto oculto en la filosofía misma”, y que los filósofos no han podido revelarlo sino a aquellos discípulos que habían llegado al grado perfecto de la sabiduría.

En el Picatrix, explica Corbin, se pone en boca de Sócrates que la Naturaleza Perfecta:

…es la entidad espiritual (o celestial, el Ángel, rûhânîya) del filósofo, la que está unida a su astro, la que lo gobierna, le abre los cerrojos de la sabiduría, le enseña lo que le es difícil, le revela lo que es justo, le sugiere cuáles son las llaves de las puertas, durante el sueño como durante la vigilia.

La tipología de esta literatura de iniciación comienza en las diferentes tradiciones de igual manera:

El Nous, el Ángel o la Naturaleza Perfecta suscita en el alma consciente una sucesión de imágenes (o las etapas de un viaje mítico), en las que el alma […] contempla la forma arquetípica que desde el origen se encontraba ya allí.

Así, el alma encarnada está emparejada a un Ser con el que tarde o temprano ha de reunirse en una sola esencia tras su periplo por el mundo terrestre.

…un “par” o “compañero”, un doble celestial que viene en su ayuda y al que debe unirse o, por el contrario, perder para siempre post mortem, según que su vida terrenal haya hecho posible, o por el contrario imposible, el retorno a la condición “celestial” de su bi-unidad. Esta ontología del alma es bien conocida más allá de las fronteras de Irán […]. Pero son las fuentes iranias las que manifiestan primitivamente, por excelencia, el arquetipo de este modo de ser.

Ampliando el rango de tradiciones que contemplan esta narrativa, el gnosticismo en su vertiente del maniqueísmo también reconocía una naturaleza primitiva luminosa, o Gran Vahman, que hace las veces de potencia cósmica  a la vez que de potencia activa en el interior del hombre:

…la terminología del “neo-maniqueísmo” de los cátaros nos advierte de los términos que es preciso salvaguardar. Está el alma humana terrestre y cautiva: Anima. Está su Espíritu Santo o Angélico (Spiritus Sanctus o Angelicus); cada alma elegida tiene el suyo. Está por último el Spiritus principalis, aquel al que se invoca al nombrar a las tres personas de la Trinidad. El Espíritu o Nous cósmico es a la Pisque total, lo que cada Nous, Espíritu o Ángel individual es a cada Psique. No es una analogía de términos, sino una analogía de relaciones lo que se trata de determinar.

Esta reunión con el Ángel o con el Espíritu Santo es lo que, en términos alquímicos, se denomina conjuctio o bodas alquímicas. Señala Corbin un opúsculo inédito del alquimista Jaldakî, del siglo XIV, titulado El sueño del sacerdote:

El extremado interés de este breve capítulo radica en el hecho de poner en escena como figuras clave de la Obra alquímica a la Naturaleza Perfecta y a Hermes, resaltando con fuerza su significado, por contraste con la impotencia de aquellos que Jaldakî llama “los simples” (jâhilûn). Estos últimos son los seudoalquimistas que únicamente manipulaban objetos materiales, aquellos cuya imaginación está afectada por una debilidad tan radical que es impotente para captar el ser y la existencia del símbolo.

[…]

Esta transmutación [psíquica] es la que se percibe y experimenta en la conjunción mística de Hermes y la Naturaleza Perfecta, visualizada en sus sustitutos alquímicos, Azufre rojo y Azufre blanco. Es la conjunción de Eros y Logos lo que el sacerdote, distanciándose de los jâhilûn, celebra en el Templo de Venus […]. Y el misterio se proyecta en una figura nueva que Jaldakî designa como “Niño de la renovación”.

Tras diferentes ejemplos sobre el mismo tema, se refiere Corbin a los que considera los textos más hermosos de la tradición de Zoroastro, en los cuales se describe el encuentro del iniciado con el ángel-daênâ, “la acción del alma terrestre”:

En el tercer día después del exitus, el Elegido ve cómo se le aproxima una Forma deslumbrante en la que reconoce a una joven de belleza jamás contemplada en el mundo terrestre. A su pregunta maravillada: “¿Quién eres tú?”, ella responde: “Soy tu daênâ … aquella a la que tus pensamientos, tus palabras, tus acciones han hecho. Era amada, tú me has hecho más amada; era bella, tú me has hecho aún más bella”.

Es decir, el ángel se hace a sí mismo en virtud de lo que su contrapartida encarnada realiza en la Tierra, de la misma forma que Jung explica cómo el ánima evoluciona desde una figura amenazante hasta su estado más luminoso, convertida en la Sophia gnóstica.

Ya Plutarco traducía, como se sabe, por Sofía el nombre del Amahaspand o arcángel femenino del Avesta, Spenta Armaiti. Este puede ser uno de sus aspectos. Nuestra investigación se inclinaría más precisamente a identificar daênâ  y Sophia, y la visión maniquea tendería expresamente a confirmarlo.

Un arquetipo que se repite en la mística de los amantes del sufismo iranio, o de los trovadores provenzales, y, claro está, en la Naturaleza Perfecta: “Hermes declara que es ella el ángel del filósofo, la que lo gobierna y le inspira”.

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El ismailismo es una de las dos ramas principales del shiísmo; debe su nombre al Imam Ismâ´îl, del siglo VIII, y “representa por excelencia, junto con los teósofos del imamismo duodecimano, la tradición de la gnosis esotérica del Islam”. De acuerdo al ismailismo, la obra más importante que puede hacerse en este mundo es la “resurrección de los muertos”.

La muerte espiritual es el desconocimiento y la inconsciencia, la agnôsia (jahl) o el agnosticismo bajo todas sus formas. La resurrección consiste en despertarse a este desconocimiento por el despertar a lo esotérico (bâtin), a lo invisible, al sentido oculto.

Ese lograr la vida eterna, es decir, ese despertar de la ignorancia, en términos gnósticos, es el encuentro con Sophia. Y, ¿no es acaso eso mismo lo que persiguieron los caballeros en su búsqueda del Santo Grial? ¿Lo mismo que ansiaron aquellos que se aventuraron en busca de la fuente de la juventud? Las conexiones entre los grupos esotéricos de Oriente y Occidente debieron ser la tónica durante la época de las Cruzadas, tal y como sugiere Henry Corbin. Por un lado, los iniciados ismaelitas se inscriben en una hermandad referida con la expresión “Amigos de Dios”, una expresión común a ciertos grupos místicos de la Europa del siglo XIV. Y:

Por otra parte, los textos ismailíes hacen uso habitualmente de la palabra Dîn, “religión”, en un sentido absoluto y que no deja de recordar el uso que se hacía en la antigua Francia del término “la Religión”, para designar la Orden soberana de San Juan de Jerusalén (la llamada Orden de Malta). Del mismo modo, entendido en su sentido preciso, el término “Amigos de Dios” está relacionado con la fraternidad ismailí basada en una fotowwat, en un pacto de compagnonnage que determina su organización a la manera de Orden de caballería; no carece de fundamento el que se haya planteado en diversas ocasiones –si recibir nunca solución definitiva—el problema de las posibles relaciones entre la da´wat ismailí y los caballeros del Temple. La palabra Dîn, en el uso ismailí, está cargada del matiz propio de los esoteristas, y por eso nuestro término “religión”, tal como es utilizado corrientemente en la actualidad, no basta en modo alguno para sugerir el aura que la envuelve. Cuando un autor ismailí escribe esta palabra, piensa en la religión que es teosofía y gnosis.

El ismaelismo es una corriente más que participa de ese ecumenismo –apunta Corbin que probablemente fuese la primera en formular una “teología general de las religiones”—que atraviesa todas las épocas desde tiempos remotos, pero que no ha sido entendido por la siempre mayoritaria tendencia exotérica la cual, en cualquiera de las religiones que en el mundo han sido, han bañado de sangre los textos conciliadores de un mal comprendido esoterismo.

El problema fundamental: la incapacidad para reconocer una simbología universal, una literalización de los textos sagrados e “imaginales” que pervierte la capacidad de comprender.

…quien accede al conocimiento de lo esotérico, recupera la Palabra, puesto que desde ese momento accede a su sentido esotérico, es decir, percibe el Verbo de la Sabiduría como envoltura del Verbo divino. Comprendemos así cómo la oposición del teólogo oficial al gnóstico ismailí, al teósofo shiíta en general, ha sido la tragedia más profunda del Islam. Podemos comprenderlo tanto mejor cuanto que todo lo que dice el gnóstico ismailí es válido también, como de manera anticipada, para el mundo poscristiano de nuestros días, donde asistimos a la tragedia de una teología que ha perdido su Logos.

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