A lo largo de la última década hemos asistido impávidos a una democratización de lo humano y lo divino sin precedentes. Zara nos convirtió a todas en it girls e Ikea transformó nuestras casas en moradas de revista. Mientras Letizia Ortiz emparentaba la realeza con la república, las réplicas de todo tipo nos ponían el lujo a precio de horchata. Los móviles los regalaban con los paquetes de yogures, Ryanair te llevaba a Estocolmo por menos que un bonobús y los futbolistas humanizaban el concepto de nuevo rico. El cine, la literatura y la música pasaron a ser de todos al módico precio de una descarga ilegal.
Pero sin duda lo que más se ha democratizado este siglo es la inversión. Todos somos inversores. En mayor o menor medida. Voluntariamente o a la fuerza. El piso lo compramos como inversión, el plan de pensiones para invertir en la jubilación, con estos ahorrillos un par de Telefónicas y cuarto y mitad de Repsoles a ver si suena la flauta, el colegio bilingüe para invertir en el futuro de los niños y el Porsche Cayenne para no ser menos que nuestros vecinos inversores. Invertir para crecer. En lo económico. Y ya saben que yo con lo del crecimiento no las tengo todas conmigo.
Este afán inversor indiscriminado nos ha puesto en un brete considerable principalmente por dos detallitos que hemos obviado con fervor. El primer detallito baladí es que la mayoría de las inversiones son, en términos de rentabilidad, malas a largo plazo. Aunque algunas, las menos, sean buenísimas o algunos, los menos, consigan tener un saldo positivo al final de su carrera inversora. Más que nada porque una buena inversión implica comprar barato y vender caro cuando en general, y gracias al cielo, lo normal es y debería ser comprar y vender a un precio justo para ambas partes.
Para muestra dos botones. Hay un estudio español sobre la rentabilidad de los fondos de pensiones en los últimos veinte años que pone de manifiesto que esta ha sido nula. Es decir, que les pagamos a los señores de estos fondos para que multiplicaran nuestros ahorros y de eso nada, lo comido por lo servido. Con suerte. Hay también otro estudio internacional de un Bakers and Brothers de la vida que redunda en lo mismo al determinar que el mejor sitio para haber tenido tu dinero en los últimos veinte años hubiera sido en un calcetín debajo del colchón. Como lo leen.
El otro problemilla de este planteamiento es que hemos necesitado tanto dinero para invertir que casi no nos ha quedado dinero para gastar. Tanto es así que se ha impuesto un culto a lo barato insostenible. Nos hemos desacostumbrado a pagar por lo que de verdad tiene valor. Para poder vender camisetas a precio de Inditex, o tienes el imperio de Amancio Ortega y te beneficias de unas economías de escala brutales y de un crecimiento exponencial, o produces las camisetas en le sótano de tu casa con una horda de niños chinos secuestrados y algodón radioactivo importado de Chernobyl. Pero lo de tener un negocio pequeño que te permita pagar sueldos dignos a tus empleados y tener unos escuetos beneficios a fin de mes se ha convertido en un milagro digno de Lourdes.
El afán inversor alcanza proporciones de tragedia griega cuando el dinero invertido era prestado, se desinfla la burbuja y te quedas sin inversión y con una deuda de recuerdo para el resto de tu vida. Que esto no lo supiéramos nosotros pasa. Pero que lo expertos y las instituciones públicas y privadas se hayan aprovechado para hacer un Agosto de ello clama al cielo.
Como bien me dijo un tío que de esto sabe mucho: Yo no conozco a nadie que se haya arruinado gastando.
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