Soy ingeniero. Y viajo al pasado.
Formo parte del equipo multidisciplinar que regula y promueven los tránsitos temporales. El gran avance del siglo XXIV.
Viajar en el tiempo es la mayor aventura acometida por el hombre. Sólo podemos viajar a Branas o universos paralelos compatibles con nuestra propia realidad física, con tres dimensiones espaciales y una temporal. Pero, aun así, disponemos de infinitos universos alternativos, inabarcables.
Es bien sabido: estamos sujetos a normas estrictas. No está permitido viajar a momentos y lugares en los que se detecta una fortísima componente ideológica o religiosa. No se puede visitar el Jerusalén de Jesucristo ni se permite entrar en contacto con personajes como Mahoma o Buda. Aunque las religiones se disiparon en el siglo XXIII, y hoy apenas si tienen arraigo, es preferible respetar la sensibilidad y creencia de los pocos millones que siguen profesando una fe. Es posible que Jesús realizase milagros, que resucitara. Pero ¿y si no?
No lo queremos saber todo. Poder acceder a la totalidad nos ha enseñado a valorar la incertidumbre.
Los técnicos podemos realizar dos viajes durante nuestra etapa de servicio activo. En mi primer viaje supe que me enviaban a un universo situado en el tercer milenio antes de Cristo. A una gran civilización.
Supuse que me enviaban a Mesopotamia. Quizás al Egipto más antiguo, anterior a las grandes pirámides.
Pronto descubrí que mis nuevos implantes corticales atesoraban gran cantidad de información sobre Sudamérica. No lo entendí: en los albores de la civilización humana mi destino era Perú. En unos pocos meses hablaba su idioma y estaba familiarizado con los rudimentos de una cultura que concíamos gracias a las sondas diminutas enviadas con antelación, encargadas de recabar toda la información posible; pero el salto temporal es una ingente inversión en términos energéticos. No entendía que los analistas hubiesen elegido un objetivo espacio - temporal tan extraño. Alejado de las grandes corrientes culturales y tecnológicas de la Eurasia post-neolítica, me enviaban al otro extremo del mundo. A un lugar aislado.
¿Qué esperaban que pudiese aprender un ingeniero en los Andes, miles de años antes de que Incas o Mayas floreciesen? ¿Podía tratarse de un error?
Cuando la onda gravitatoria de desplazamiento me reestructuró en la Brana de destino, adopté la identidad del jefe de un humilde poblado lejano que visitaba por primera vez Caral, una enorme ciudad situada en el Valle de Supe, al norte de la actual Lima. La ciudad, y otras cercanas, se asentaban en una meseta con escasas precipitaciones y rala vegetación; pero una impresionante estructura de canales de riego provenientes de los Andes permitía a los habitantes del valle conformar un oasis en el que cultivaban batata o calabaza. Y algodón.
Me encontraba, pues, en el centro de una complejísima red de intercambio comercial que abarcaba desde poblaciones costeras del Pacífico a la selva amazónica o las cumbres andinas. Cientos de kilómetros que confluían en una sucesión de valles y docenas de ciudades que conformaban una única cultura; todas ellas ricas en recursos gracias a la inventiva y el desarrollo técnico. A los avances en medicina, astronomía, matemáticas o técnicas constructivas.
La datación era incuestionable: 3.000 a.C. en los mercados de enormes ciudades peruanas se suministraba diariamente pescado y marisco procedente de costas en ocasiones tan alejadas como Ecuador o California, en donde se encontraba el valioso molusco mullu. Era un espectáculo el colorido de las frutas o el plumaje de aves exóticas provenientes de la selva. También se comerciaba y transformaba la valiosa lana de las llamas y alpacas que apacentaban en las lejanas altiplanicies andinas. La escritura y la contabilidad era posible gracias a los quipus, cuerdas de lana o algodón, una intrincada combinación de colores y nudos que constituía un elaborado lenguaje. En el centro de los enclaves distintas construcciones megalíticas, varias pirámides, templos, anfiteatros o palacios, se utilizaban para fines administrativos, comerciales o religiosos. Encontré muros enormes engalanados con jeroglíficos, plazas circulares hundidas o conductos subterráneos que permitían una circulación de aire que mantenía activos los fuegos ceremoniales. También plataformas de piedra más grandes que estadios de fútbol. Eran todas ellas ciudades impresionantes. Y Caral, la más grandiosa.
Los dirigentes y altos funcionarios me acogieron en zonas residenciales formadas por complejos edificios de varias estancias, con calles adoquinadas, patios frescos con vegetación y agua, talleres para artesanos o grandes edificaciones de uso comunitario. Las miles de personas que vivían en Caral y el resto de ciudades disfrutaban de un nivel de vida impensable en la América del tercer milenio antes de Cristo. Las paredes de las casas, enlucidas, estaban pintadas de blanco, beige, gris claro o amarillo pálido. En las viviendas había una entrada principal hacia la calle orientada al norte y una salida posterior a la intimidad de un pequeño patio. En las paredes colgaban tapices de lana, y los habitantes vestían coloridas prendas de algodón.
Me acostumbré a pasear por la tranquilidad del valle, en las afueras, por los bosques de algarrobo, de caña brava o guarango cercanos al río, por lagunas en las que se solazaban hermosas aves y donde toda clase de vida palpitaba por la presencia del agua acanalada desde las montañas lejanas. La civilización en Caral no fabricaba armas ni conocía la guerra. Estaba entretenido redactando informes sobre los avances tecnológicos, sobre el uso de observatorios astronómicos o los avances farmacológicos, pero confieso que me relajé de las tareas encomendadas. Sentía una profunda paz.
Fue en uno de esos días de soledad, alejado del bullicio de la ciudad, que sentí el terremoto. Fue una sacudida enorme, que mis instrumentos camuflados en implantes subcutáneos cuantificaron en un nivel de 7,3 en la escala Richter. Corrí hacia Caral aterrado por la suerte de mis nuevos amigos.
Como ingeniero, me sorprendió que en los arrabales las viviendas más humildes no presentaran ningún tipo de daño; deduje que se debía al uso de materiales flexibles como la caña. Pero los enormes templos, las pirámides de 150 metros de lado y 25 metros de altura, hechas de piedra. Los altos muros, los anfiteatros… ¿habrían soportado un temblor tan grande?
La sorpresa fue mayúscula. En ningún edificio detecté el más mínimo indicio de deterioro estructural. No había grietas ni desplazamientos. Ni tan siquiera el enfoscado se había visto afectado, salvo en unos pocos puntos muy dispersos.
Caral, una de las ciudades más antiguas de la civilización humana, había superado un gran terremoto. Y yo, el ingeniero del siglo XXIV, no entendía cómo.
El secreto de los constructores de Caral se ocultaba tras los tabiques y bajo las plataformas. Rellenaban los huecos con bolsas hechas con fibra vegetal trenzada. Estas bolsas, llamadas shicras, extremadamente resistentes, se rellenaban con piedras de distinto tamaño y se colocaban en los lugares clave para recibir el impacto del terremoto. Con el sismo, las piedras se movían dentro de las bolsas acompasadas al temblor, absorbiendo buena parte de la energía generada. Tras las primeras sacudidas se reacomodaban logrando un nuevo equilibrio que aseguraba la estabilidad del edificio. Este recurso hacía de los edificios elementos mucho menos rígidos.
Las bolsas de juncos con piedras fueron objeto de investigación al principio del siglo XXI. Resultó que era un recurso más eficaz que cualquier otro sistema que la tecnología pudiese aportar. Por desgracia, las guerras de finales del XXI borraron todo rastro de esta investigación. Por ello yo lo desconocía.
Por la noche la población celebró lo que denominaron la voz de la Tierra con un espectáculo de música. Porque Caral era la civilización del comercio, de la arquitectura. Pero, muy especialmente, Caral era el hogar de la música.
En los anfiteatros verdaderas orquestas utilizaban decenas de instrumentos de viento; trombas, flautas, antaras o cornetas bellamente decoradas. Las voces humanas resonaban en los anfiteatros circulares semienterrados. A la luz de las hogueras, el espectáculo era hipnótico.
Los meses siguientes me instalé en la costa, en la ciudad de Aspero. Todas las noches veía anochecer sobre el Pacífico. También había música. Y paz. El tiempo pasó sin que me diese cuenta.
Hoy me encuentro en el teatro de Epidauro, en el Peloponeso griego del siglo II a.C. El lugar con mejor acústica que jamás haya fabricado el hombre.
Asisto a una función junto a 14.000 personas. Es un recinto inmenso y ocupo la última fila. Sin embargo, puedo escuchar el leve rumor de las zapatillas de fieltro de los actores que caminan sobre el escenario. Como si estuviese a escasos centímetros y no a más de cincuenta metros.
Es importante que el teatro tenga la forma de una concha semicircular, porque proyecta el sonido del escenario hacia lo alto. La piedra caliza de los asientos ayuda a que el sonido no se distorsione ni amortigüe. Pero hay más: un secreto que el teatro oculta en su interior.
Bajo los asientos, en cámaras abiertas hacia la escena, hay unos nichos especialmente diseñados para contener recipientes de bronce que no tocan pared alguna, situados boca abajo sobre cuñas de madera y rellenos con una cierta cantidad de agua. Se los denomina los vasa echea.
Estos recipientes, unos 40 en total en el caso de Epidauro, se colocan separados unos de otros en tres filas, dispuestos de tal manera que el sonido, al atravesarlos, adquiere unas cualidades armónicas que, en conjunto, mejoraban la acústica del teatro.
Los sonidos del escenarios se modulan, libres de reverberaciones, más agudos donde es necesario y más graves en determinadas zonas. En conjunto, todos los vasos resonadores funcionan como un único sistema que logra un mismo sonido, puro y equilibrado, sin importar el asiento que se ocupe. 14.000 personas disfrutando de una audición tan perfecta que, si a un actor se le caen unas pocas monedas, el sonido que hacen es totalmente perceptible incluso en las localidades más alejadas.
Sin micrófonos ni amplificadores. Y al aire libre. Alucinante.
Echo de menos Caral. Su música y su inocencia. Y me acongoja la percepción de que el transcurso de los milenios ha empequeñecido a los hombres bajo el peso de la historia. Esclavos de una sabiduría labrada con el agrio sabor del sudor congénito, atesorado con miedo, ambición y esfuerzo, capas de saber que nos apelmazan y lastran a una tierra ingrata. A los surcos que dejan nuestros pasos, los pasos de nuestros antepasados, siguiendo una misma senda.
Echo de menos el sonido limpio de una flauta de Caral, la esperanza por abrir rutas nuevas y la inocencia que nace de no tener miedo.
Los implantes han dado avisos de fallos repetidos en mi procesamiento cognitivo. No soy capaz de entender lo que sucede. Estoy perdido. Me apetece estar solo.
Echo de menos Caral. Su mar. Sus montañas infinitas. Su lejanía en el tiempo.
Tengo que regresar. Y los vasa echea me han dado una idea. Es una locura. Nunca se ha intentado. Alterar una onda desplazatoria afinando los armónicos en el momento del viaje de vuelta. Modular la frecuencia gravitatoria abriendo un paso a la Brana de Caral en la que pueda reestructurarme.
Volver a casa.
Esta noche estaré solo en el teatro. Podré hacer cambios en la densidad molecular del líquido de los resonadores. Desplazarlos un milímetro. Rebajar el espesor de un borde.
Los implantes siguen dando avisos de fallos.
Yo lo llamo esperanza.
Nota del autor: aunque cueste creerlo, salvo en lo relativo al viaje en el tiempo, el resto de avances tecnológicos que se describen en la historia son veraces.
Antonio Carrillo