«Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el bastón derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo, quedose un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino que observaba que llovía. Al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.
"Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas -pensó Augusto-, tener que usarlas. El uso estropea y hasta destruye la belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche, a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios, pretendemos abrirlo, como un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males."
Díjose así y se agachó a recogerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento en suspenso y pensando: "y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?" Porque Augusto no era un caminante sino un paseante de la vida. "Esperaré a que pase un perro -se dijo- y tomaré la dirección inicial que él tome."
En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fue, como imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto.
Y así una calle y otra y otra.
"Pero aquel chiquillo -iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba, hablaba consigo mismo-, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, un vago como... ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese mamarracho de chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y nosotros, ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo, el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose... Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! -esto se lo dijo en voz alta-. ¿Hermano? ¿ Hermano, en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y éste, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así las distancias? La manía de viajar viene de topofobia , y no de filotopia; el que viaja mucho va huyendo de cada lugar que deja y no buscando cada lugar a que llega. Viajar..., viajar... ¡Qué chisme molesto es el paraguas!... Calla, ¿qué es esto?"
Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer.»
(Miguel de Unamuno. Niebla)
Imagen: René Magritte. Las vacaciones de Hegel, 1958