Cuando vas al encuentro de las personas que viven en la calle y te sientas con ellas y hablas con ellas como lo hicieras con cualquier otra persona conocida, sin prejuicios, pero tampoco con pena o con ganas de solucionar el problema de nadie, sino porque el hacerlo te agrada y te sientes a gusto…
Muchas veces nuestra acción necesita ver que se realizan cambios palpables en el otro, y, entonces, en vez de establecer un diálogo sereno, lo que desencadenamos es un interrogatorio para intentar saber de su vida, vida que en el fondo ni nos interesa ni nos importa, porque lo que buscamos es “su bien”. Un bien que él no busca, o no quiere o no puede en este momento.
– Enrique, ¡me preguntaban que cómo estaba! ¿Pues cómo quieren que esté?, ¿no me ven?: ¡estoy jodido! Y luego seguían insistiendo, que si mi familia, que si bebo mucho, que si tendría que ir a los servicios sociales…, y me daban la dirección ¡como si yo no la supiera!…
Todo por “su bien”.
El otro está cansado de tanto repetir su historia, sus motivos, sus causas, sus sinrazones…, y, nosotros, erre que erre. Me imagino a mis hijos, si cada día que los veo, mi encuentro se convierte en un interrogatorio de sus vidas, o en un cuestionamiento de sus actos, me echarían con cajas destempladas y no les volvería a ver el pelo.
Pues, eso, cuando nuestro encuentro es relajado, de escucha, de hablar de aquello que nos interesa a los dos y dejas de lado tus prejuicios, de cómo de mal está y qué debería cambiar para mejorar su vida, las respuestas que te encuentras son sinceras y dan motivos para sucesivos encuentros.