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El Kalvo está emocionado. Muy emocionado. Después de que Terremoto insistiera unas cuantas veces, al fin, lo ha conseguido. Hoy Terremoto podría verse con su amiguito fuera de la guardería.
Fue él quien se encargó de hacer el primer contacto. Habló con la maestra. Le explicó que quería organizar un encuentro. Le dejó su número. Si el padre estaba de acuerdo sólo tenía que llamarnos.
Y el mismo día, por la tarde, lo hace. Llama. El Kalvo y él hablan. Quedan en verse el sábado por la mañana en el club de tenis. Un lugar neutro. El Kalvo, desconfiado por naturaleza, prefiere hacerlo así.
—Es mejor —me dice el Kalvo —Primero nos conocemos. Vemos qué tal va todo y si va mal y hay que largarse, pues es más fácil. —Oye, que a mí me da igual —le digo —vas a ir tú. Yo no hablo francés…
Llega el sábado y Terremoto está súper contento. Cinco minutos antes de que salgan de casa el padre nos llama y anula la cita. Su hijo se ha puesto enfermo, nos explica. Tiene fiebre. Van a llevarlo al médico.
—Es una excusa —me dice el Kalvo al colgar. —¿Tú crees? —Sí. Seguro. Se lo han pensado mejor. —Tú siempre tan positivo… —Quizás no quieren que su hijo se relacione con un extranjero. —Pero que tontería.
Nos olvidamos del tema. Pero pasadas un par de semanas el padre vuelve a llamar. Y, de nuevo, vuelven a quedar en el club de tenis.
Llega el sábado. El Kalvo y Terremoto salen de casa. Yo me quedo con la Peque. No ha pasado ni media hora y los veo entrarpor la puerta. Esta vez, acompañados del otro niño. Pongo cara de sorpresa. No me da tiempo a preguntar nada. Tal cual deja las llaves encima de la mesa, el Kalvo me lo cuenta.
—Su padre tenía que irse a no sé dónde. —Pero ¿no íbamos a ir a la playa? —Sí. Le he dicho que nos lo dejara a comer y que después nos lo llevaríamos a la playa. Lo recogerá cuando volvamos, por la tarde. —Vale.
El Kalvo ya tiene en mente lo que va a hacer. Revelar. Se piensa que los niños van a jugar solos. Entretenerse el uno al otro. Juntos, los dos. Y él estará tranquilo. Podrá sacar sus botellas de Tetenal y sus carretes y ponerse manos a la obra. Durante un rato la cocina será su laboratorio. Eso es lo que él tiene en mente pero no va a suceder.
No ha pasado ni una hora y los niños empiezan a pelearse; por todo. El coche, la pistola, el tambor, la espada, el robot… Cada cinco minutos la misma historia: Gritos. Patadas. Gritos. Tirones de pelo. Gritos. Arañazos. Gritos y más gritos.
En lugar de padres parecemos policías. Vigilando. Controlando. Poniendo paz. El Kalvo se va poniendo cada vez más nervioso. Llega la hora de la comida y se le nota en la cara que ya no puede más.
—Abortamos —me dice muy serio. —¿Qué? —Que abortamos. Llamo a su padre y se lo devuelvo. —Pero ¿qué dices? —Lo que oyes. No puedo más. —Vamosa la playa —le digo yo —Allí correrán, se entretendrán…—intento convencerlo. —No sé… —Venga. Ya verás. ¿No vamos a llamar al padre? ¿Y qué coño le diremos? —Lo que sea. Me da igual. Este niño es un demonio, y yo con nuestro lucifer ya tengo suficiente. No puedo. De verdad que no puedo.
Normalmente el Kalvo es parco en palabras o sea que cuando suelta más de tres seguidas hay que tomárselo en serio. Está tenso. Lo noto. No sé cómo consigo convencerlo. Recogemos las cosas y nos vamos a la playa. Conducimos. Llegamos. Aparcamos. Desempaquetamos y nos instalamos.
Los niños están contentos. Tienen ganas de bañarse. La cosa pinta bien. Pues NO.Cinco minutos y ya estamos otra vez igual que antes o peor. Uno le da una patada. El otro responde con un mordisco. Gritan y se pelan sin parar. Si no es por el tapón roñoso, es la botella asquerosa y si no un calcetín sucio. La cuestión es pelearse.
El Kalvo intenta distraerlos. Los lleva a dar una vuelta. A las rocas. “A investigar” les dice él. Yo me quedo con la Peque en el campamento. Le doy el biberón, le cambio el pañal y cuando me estoy peleando con ella para que se ponga el puñetero gorro, vuelven los exploradores. El Kalvo trae mala cara.
—Nos vamos —me suelta nada más verme. —Pero… —Ni pero ni leches. Nos vamos. No puedo más. Son insoportables. —Pero ¿qué dices? Si acabamos de llegar. —Pues quédate tú con ellos. —Vale. Ya me encargo yo pero entonces tú te quedas con la niña. —Me quedo con la Peque pero paso de estos dos.
Cojo las riendas. Les propongo hacer un castillo. Sin resultado. Se pelean igualmente. El demonio está en plan destructor. Montaña que hacemos, montaña que aplasta. Con furia. Terremoto se enfada. Le pega. El otro se la devuelve. Y volvemos a empezar. Esta vez la que se rinde soy yo.
—¡Nos vamos! —le digo al Kalvo. Y él me mira como diciendo: Ya te lo había dicho…
Cuarenta y cinco minutos después llegamos a casa. El padre del niño nos está esperando. El pequeño no quiere irse con él. Llora. Se queja. Patalea. El padre lo coge como puede y se lo lleva.Cuando lo vemos subir al asiento del coche y cerrar la puerta, suspiramos aliviados.
Llegamos a casa. Nos espachurramos un rato en el sofá. Ha sido un día agotador. Cenamos y acostamos a los niños. Intento ver si dan alguna película en la tele que se pueda ver. Nada. Todo es basura. Suena el teléfono. Es el padre del demonio. Llama para decirnos que el niño se lo ha pasado muy bien.
—¡No te creerás lo que me ha dicho! —dice el Kalvo nada más colgar. — Ilumíname. —Dice que la próxima vez vendrá a recogerlo más tarde, cuando ya esté dormido. Dice que les ha dado el coñazo hasta que lo han puesto en la cama.
Me rio. Todo el día peleándose y ahora resulta que se lo ha pasado fenomenal.
—A mí no me hace puta gracia. A ese demonio no lo quiero ver ni en pintura. —Como te pasas….es sólo un niño.
Me cuesta aguantarme la risa. A veces es tan dramático. Hoy ha sido un día duro para él. Peor que cualquier reunión con un cliente enfadado. A eso ya está acostumbrado. Esto lo ha superado.
Pasan un par de semanas y el padre lo vuelve a llamar. Esta vez para invitar a Terremoto. Nos propone que se lo llevemos a casa para jugar. El Kalvo se lo saca de encima como puede. Le ha dicho que ya tenemos planes.Miente. Y eso que a él no le gusta mentir.
—¡Ni de coña! — grita el Kalvo, de pie en el comedor. —¡Que no! Te digo que NO. —Pero si no me has dejado hablar —le digo yo. —¿Qué vas a decirme? —Que le dejes ir. Un par o tres de horas. Terremoto se lo pasará bien. Nosotros descansaremos. No pasará nada. —¡Si hombre! Mi hijo que es lo más grande que tengo. ¿Cómo voy a dejar a mi hijo con unos desconocidos? Y más viendo como educan al suyo. Ni de coña lo dejo con ellos. Pero si no los conozco.
La siguiente semana el hombre vuelve a llamar. Y, otra vez, el Kalvo le da una excusa.
—Al final tendrás que aceptar —le digo yo a él cuando me lo cuenta. —¡Ni borracho! —Estás exagerando ¿qué crees que le va a pasar? —No lo sé, pero por si las moscas. Y es que el Kalvo tiene muchas manías. Ya las tenía cuando lo conocí pero la cosa ha ido en aumento. La paternidad le ha afectado a la cabeza.
No quiere darle chucherías. Le deja ver la televisión sólo treinta minutos al día. Le obliga a hablar francés con él cuando está en casa. Incluso le ha enseñado a escaparse de la gente. Y es que en Marruecos tienen una especie de delirio colectivo por los niños. Los adoran. Y como Terremoto es rubio les hace mucha gracia. Todos quieren besarlo. Y el Kalvo se pone como loco. Les arranca el niño de los brazos y si, por casualidad, han conseguido darle el dichoso besito. Va él con una toallita y se deja los dedos restregando cualquier posible rastro de saliva que haya podido quedar.
Espero que con el tiempo se vaya calmando porque si no le dará un ataque al corazón. No me quiero imaginar cuando su preciosa niñita salga con un chico. Es capaz de ponerle un detective. O un guarda espaldas.O fabricar unas bragas de acero y tirar la llave al río.