Demasiados escritos, que tratan sobre el jazz, se quedan en lo sórdido, en lo escabroso de las biografías de los más grandes. Sin ocultar la realidad, ni negar vínculos o dependencias con drogas, alcohol, abusos, prostitución, pobreza o marginalidad, habría que preguntarse si esas vicisitudes personales fueron determinantes en la música que hicieron o si hay que caminar sobre fuego para interpretar como ellos lo hicieron . En todo caso, ¿es lo sórdido o es la música?
James Rhodes, en una interesante entrevista publicada en Jot Down hace unos meses, afirmaba que nadie piensa, cuando escucha a Beethoven, en los sufrimientos del músico cuando al final de su vida rechazaba los medicamentos porque tenía que componer. Insistía el pianista que, al escuchar la música de Bach, nadie recuerda sus vicisitudes familiares. Efectivamente, igual que nadie piensa en los actos cotidianos de un gran compositor cuando escucha su obra, cabe suponer que tampoco nadie se recrea en los avatares complicados o sórdidos de los músicos que escucha. Y sin embargo, parece ser que, al escribir sobre ellos, es necesario dejar constancia de algo que por otra parte es sabido y que, en todo caso, tenemos al alcance en sus biografías. Cuando escuchamos la voz indefinible de Billie Holiday, cuando suena la trompeta dulce, aterciopelada y, en ocasiones, sublime de Chet Baker, ¿cabe distraerse con peleas, dientes rotos y otras cosas? Cuando suena Charlie Parker, Lester Young o Bill Evans, ¿nos perdemos la audición recordando vicisitudes ajenas a la música que está sonando? Las vivencias influyen, la personalidad se transmite en la composición y en la interpretación, pero recrearse en ellas supone una aproximación al espectáculo que siempre busca lo más aparatoso y lo menos relevante.
Escribo después de buscar información sobre una de las grabaciones emblemáticas del jazz: Billie Holiday acompañada por Lester Young, Ben Webster, Gerry Mulligan o Roy Eldridge, entre otros, interpretando Fine and Melow. La simple utilización de un buscador para documentarnos sobre éstas y otras leyendas, nos pone sobre la pista incluso sin leer los textos: La voz dolida del siglo XX, La leyenda negra de..., El pianista roto, Historia de un genio atormentado y un sinfín de titulares trampas para caer en la seducción del morbo. Me pregunto si conocidas sus peripecias vitales, es necesario recordarla en cada párrafo. ¿No sería más interesante que el reclamo fuera la música o el talento interpretativo? Cuando escuchamos a Mozart o a Miles Davis, ¿apreciamos mejor sus músicas si sabemos de sus peripecias personales?
Vivimos en un mundo bastante etiquetado, donde lo políticamente correcto se impone y donde se espera que todos actuemos conforme a unas reglas, finas, seguras y perfectamente homologadas. Nos aleccionan para balar. Nos dicen qué tenemos que comer, leer o escuchar y cómo debemos proceder en cada circunstancia. Y sin embargo, siempre es necesario romper moldes, salirse del guion y actuar fuera de los cánones establecidos. Del jazz, que tiene como elementos indispensables la improvisación y la libertad expresiva, podemos aprender la necesidad de desarrollar nuestra capacidad de improvisación porque en la vida hay circunstancias imprevisibles y porque siempre es sugerente el contrapunto necesario. También podemos aprender que la falta de reglas es una ocasión para la libertad y la creatividad. Podemos aprender de esta música, el respeto que se tienen cada uno de los integrantes de cada grupo y cómo, cada uno escucha a los demás para dar rienda suelta a su libertad interpretativa. Del jazz podemos aprender muchas cosas, Incluso podemos no aprender nada y limitarnos a escuchar. Sin embargo, algunos al escribir sobre jazz, prefieren recrear sus miserias.
Es lunes, escucho a Billie Holiday: