Hoy se han cumplido siete días desde aquel, aciago para nuestro pueblo, en que llegó el juglar. Aquella mañana celebrábamos el día del Señor, el domingo. Casi todos los habitantes de Foncebadón habíamos regresado ya de oír la Santa Misa en la iglesia de Santa María, en Rabanal del Camino. La Misa había sido solemne y habíamos tenido oportunidad de compartir la nave de la iglesia con los freires Templarios. De regreso, luchando con la ventisca de aquella mañana de principios del invierno, hablábamos entre nosotros para distraer el trabajo del camino en un día que había salido tan ventoso que parecía que andar era luchar por atravesar un muro invisible. Aunque todos habíamos oído con admiración los cánticos religiosos de la Misa, acontecía que tanto los que ya caminábamos por el arrabal de senectud como los que iniciaban la senda de la vida por sus pocos años, coincidíamos en desear el regalo para el ánimo de una música más alegre. Por eso cuando vimos aparecer al juglar a lo lejos, nos pusimos contentos. Hacía tiempo que ninguno de su mester nos visitaba amenizándonos con sus juegos malabares y sus hermosos romances al son del laúd, la zampoña o la vihuela y trayéndonos noticias de León, la capital. Nos alegraba mucho su llegada, pero nos extrañó que uno de su oficio se hubiera echado a los caminos, porque las primeras nevadas del frío invierno ya habían caído sobre los caminos. Venía por el camino del pueblo vecino, El Ganso. Más que un pueblo, en realidad El Ganso es una aldea, con un templo edificado en honor del Apóstol y unas cuantas chozas con techo de pizarra y paja , nido de alquimistas e iniciados en la magia, por más que también cuente con un hospital de peregrinos atendido por freires.
El juglar era mozo y se acercaba sin aparente esfuerzo a pesar de la fuerte ventisca que soplaba. ¡Por mi vida que era un mancebo de hermosos rasgos! El más cumplido galán que por allí se hubiese visto jamás. Unía a la hermosura de sus facciones la apostura de su cuerpo erguido y musculado como el de un hombre de armas, aunque no fuese un guerrero sino un simple juglar. Las zagalas enrojecían con las mejillas ardiendo como brasas cuando él las miraba y sus madres, recordaban el olvidado ardor de su doncellez. Todas enloquecieron de amor en cuanto vieron al apuesto juglar y los mozos enloquecieron de despecho por él. Mas pronto mudaron de parecer cuando el músico ambulante, desinteresándose en apariencia por las zagalas, se acercó al grupo que formaban los desairados galanes y se ofreció para adiestrarlos en la nueva trova cortés que acababa de llegar de Occitania y que preconizaba el vasallaje amoroso del caballero sometido al señorío de amor de la dama.
- Nosotros no somos caballeros, ni las zagalas de este lugar son damas- se atrevió a decir Mingo Panadero con desabrimiento.
- ¿Y quién lo dice?- respondió el juglar-. Todo varón es caballero y toda mujer es dama. Quien os diga lo contrario miente por en medio de la barba.
Así dijo, ganándose de inmediato la amistad de los varones de Foncebadón que se sintieron por primera vez considerados como algo más que unos simples destripaterrones. El juglar era astuto, sabía poner de su parte a los que podían haber sido una traba para sus planes. Ojalá hubiéramos sabido leer entre líneas en sus arteras frases. Pero allí nadie sabía leer, ni entre líneas ni de ninguna otra manera, salvo Noema, a la que llamábamos la Bruja.
Noema olió la maldad en el aliento del juglar, lo olfateó como una perra de caza. Pero Noema tenía mala fama en el pueblo. Todos decían de ella que era medio judía, no hija de cristianos viejos, como ella sostenía. El nombre que llevaba la delataba. Por eso no hicieron caso de sus palabras proféticas.
Bajo los pocos soportales de la plaza se encendieron hornillos y anafes, se asaron trozos de carne y se calentaron hogazas de pan y dulces castañas. La actuación del juglar fue una fiesta para todos. Él no prestaba demasiada atención a las doncellas, parecía encontrarse mejor entre los mancebos de su edad e incluso entre los que ya eran ancianos. Decía que se encaminaba a Santiago de Campo de Estrellas para cumplir un voto que consistía en renunciar a las mujeres y a los placeres carnales, que la Madre del Salvador era la única mujer a la que pensaba amar por siempre. Incluso llegó a decir que se proponía entrar en un convento de freires. Nosotros, pobres necios, lo creímos, pues nos cautivó su apostura y nos subyugó su mirada que nos pareció sincera, tan bellos eran sus ojos.
Cinco días permaneció entre nosotros el juglar, sin querer revelarnos su nombre y sin pedir nada más que un vaso de buen vino (aunque le dábamos mucho más) por cada actuación que realizaba en la plaza, a la que acudíamos todos, excepto la vieja Noema que se negaba a asistir y permanecía encerrada en su oscura casucha mascullando fórmulas de conjuro para ahuyentar el mal que había entrado en el poblado, según ella, encarnado en la seductora figura del juglar.
Las doncellas continuaban mirándolo con ojos tiernos a pesar de sus reiteradas proclamas de vocación a la castidad. Era tan gentil y galán con ellas, que lo idealizaron como el enamorado que sabían que jamás tendrían. Una vez que prosiguiera su camino, ellas habrían de contentarse con amadores rústicos que las tratarían sin refinamiento cortesano, como hacía ahora el juglar. Todas secretamente atesoraban sus palabras y sus gestos dentro de sus corazones. El recuerdo de la dulce doncellez era lo único que les quedaría cuando fueran en el futuro mujeres envejecidas y ajadas por los partos y los trabajos caseros. Probablemente fue este el motivo que llevó a las tres doncellas más galanas del pueblo a acudir a las citas secretas que les fue proponiendo por separado a cada una de ellas el juglar, en un lugar apartado. Una antes, otra después y otra más tarde, el mismo día. Una a una, creyéndose la preferida y por tanto la única, fueron acudiendo a la cita.
Al atardecer sus familias echaron en falta la presencia de María de la Encina, Mencía y Blanca. Pensaron inmediatamente en el juglar, ataron cabos y dieron la voz de alarma. Comprendíamos que él ya estaría muy lejos, pues se había despedido cuando despuntaba la aurora. A pesar de ello, todos salimos en su búsqueda
Bajo tres montones de hojarasca y ramas mezcladas con la nieve que de nuevo caía silenciosamente, encontramos los tres cuerpos sin vida de las doncellas. Los tres cadáveres tenían sobre el rostro una piedra plana con el pentáculo de Satanás pintado con sangre. Ninguna de ellas había sido violentada antes de morir. Hicimos la señal de la cruz, atemorizados por la presencia invisible del Señor del Mal, que nos había visitado en la figura del juglar.
Mengo el Panadero sacó su mula del establo y partió velozmente hacia Rabanal del Camino para pedir ayuda a los freires Templarios. Volvió con la noticia de que éstos habían enviado un grupo de sus caballeros en persecución del asesino.
Pasaron dos días sin que nada supiéramos de las pesquisas de los perseguidores. Al tercer día llegó al pueblo un freire cabalgando a lomos de un caballo percherón. Nos dijo que los caballeros habían perseguido al juglar por Molinaseca, Ponferrada y Cacabelos, pero no habían conseguido encontrarlo. Sin embargo, no cesaron en su persecución y, por fin, lograron descubrir su rastro cerca del río Cúa, y siguiéndolo, vinieron a dar con el huido. Los caballeros iban tras él invocando la ayuda de los tres Santos Arcángeles y del Apóstol Santiago. Una vez que lo hubieron capturado, le dieron muerte como merecía.
Hecha ya la justicia por la que parecían clamar las tres doncellas muertas, los caballeros determinaron llevar el cadáver del ajusticiado al cercano monasterio de Cariacedo, por si los monjes por caridad cristiana condescendían a decir una oración por su empecatada alma. Llamaron a la clausura, exponiendo al prior el caso.
Entraron el cadáver de aquel réprobo a la capilla, sobre unas angarillas que armaron con unos palos y un lienzo y que depositaron en las losas de piedra, frente al altar. No bien hubo tocado aquel bulto el sagrado suelo, la sombra de la cruz de Cristo, que presidía el altar cayó sobre el cuerpo sin vida. Entonces el cuerpo se deshizo transformándose en un humo negro y pestilente que salió por la debajo de la puerta.
Impresionados y llenos de temor, comprendimos que aquel juglar era un enviado del infierno. Nos había engañado a todos menos a la vieja Noema, que nos advirtió una y otra vez de su maldad, que solamente ella supo adivinar. Pero a Noema todos continúan mirándola con odio, pues la culpan de alegrarse de haber tenido razón en sus augurios.
Eso es todo.
Hoy se cumplen siete días desde aquella jornada aciaga en que llegó a nuestro pueblo el juglar.