“Sólo quisiera el olvido, nada más”, escribe, en La escritura o la vida, Jorge Semprún (Madrid, 10 de diciembre de 1923). Y Semprún sólo quería el olvido porque, tal como dice el autor: No era imposible escribir: habría sido imposible sobrevivir a la escritura […] Tenía que elegir entre la escritura y la vida y opté por la vida.
Es más, en una entrevista concedida a RNW (enlace de la entrevista: http://www.youtube.com/watch?v=7_QmLezLoy8), Semprún llega a decir que, para él, escribir era permanecer en la memoria de la muerte, que la escritura le conduciría al suicidio y que, por ello, debía escribir después del olvido. Pero ¿cómo es posible que exista un escritor que defienda el, aparente, sinsentido de la escritura tras el olvido?
Primero cabe remarcar que el olvido propuesto por Semprún no es un olvido epistemológico sino que es un olvido vital; un escurrirse de aquella memoria sensitiva y emocional que trae el presente padeceres pasados.
De ello se produce que este recordar, del cual se ha de escapar, es, para Semprún, algo más que rememorar (mero ejercicio de la meme); recordar es revivir –volver a pasar por la vivencia pretérita-, es volver a sentir todos los sufrimientos padecidos en su reclusión e impedir que la memoria cicatrice y olvide, que pase página y siga avanzando. Recordar es, por tanto, impedir que la vivencia se torne sueño.
Por tanto, y aplicando la pregunta de Theodore Adorno sobre si es posible la poesía después de Auschwitz al epítome de escribir después del olvido, nos encontramos que no podría haber poesía después de Auschwitz. Sería imposible que la hubiera –que la haya habido- sin la mediación del olvido literario, de la transmigración de la vivencia en sueño. Pues, el olvido es un elemento esencial en toda literatura –que no en toda narración—: Olvidar para poder contar. Olvidar para poder rememorar –sin llegar a revivir-. Olvidar para, finalmente y después de contar, poder seguir viviendo.
Existe, pues, literatura después de Auschwitz. Una literatura que, caracterizada, en su gestación, por el olvido, se afana en la reconstrucción onírica de la memoria de la muerte, para mostrar, denunciar y hacernos entonar el Nunca más. Y es dentro de este “género”, el de la literatura del olvido, donde encontramos El largo viaje.
Un tren que recorre la campiña francesa durante la ocupación alemana. Dentro de ese tren, varios centenares de hombres apelotonados que se dirigen hacía no se sabe dónde. Dentro de un vagón en particular, un joven de veinte años, español, activista político y miembro de la resistencia francesa. Junto a él, otros miembros de la resistencia, pero también otros que han llegado ahí sin saber bien cómo.
El tren raras veces detiene su correr. Nadie les dice nada. Nadie sabe a dónde van. Nadie sabe cuánto les falta por llegar. Nadie sabe nada. Nada salvo que aquello que les espera no es demasiado agradable.
Este es el punto de partida de El largo viaje, obra publicada en el año 1963 y que representa el primer acercamiento de Jorge Semprún a lo sucedido durante sus casi quince meses de tortura en el campo de concentración de Buchenwald.
Pero, no es, El largo viaje, otra novela más sobre los campos de concentración alemanes. No es, tampoco, una novela que se empeñe en mostrar la estupidez moral de los nazis, ni siquiera, una novela que haga un inventario de barbaries y horrores. No. La novela de Semprún es algo diferente, pues, pese a su condición eminentemente literaria, se encuentra más cercana al testimonio personal y biográfico de Si esto es un hombre que a, por ejemplo, Las benévolas.
El relato de Semprún, al igual que el relato de Primo Levi, parte desde dentro -desde un recuerdo biográfico- y se conduce más allá de los sucesos concretos sucedidos en Buchenwald para reconstruir, poco a poco, pieza a pieza, el autorretrato de la víctima y del sufriente de los campos de concentración alemanes. Y es este “contar desde un adentro hacia un afuera” lo que determina tanto el fondo como la forma de la novela, ya que todo el relato se encuentra enclaustrado en el vagón que recorre la campiña francesa, pero se extiende hacia afuera –hacia un antes, pero también, hacia un después- del campo de concentración. No encontraremos, pues, en esta novela, más que ligeros rastros de las SS, de las cámaras de gas o de las redes de espino. Del mismo modo, tampoco encontraremos una narración lineal y jerarquizada temporalmente, pues, este Largo viaje, al igual que en cualquier otra representación material de la memoria individual, sigue los vericuetos de un pasado y un futuro discontinuos en su aparecer.
Debido a su condición particular, puede resultar, al inicio de El largo viaje, un poco caótico situar los hechos que, entremezclándose y sobreponiéndose unos a otros, se van narrando, dado que la memoria del narrador –que a su vez es el personaje principal- se encuentra dispuesta en un más allá tan más allá que la ubicación de los sucesos en un tiempo –en un antes o en un después de los campos- y en un espacio –en Francia o en Alemania- se desfigura y emborrona. Pero, una vez la novela ha alzado el vuelo, la maestría de la prosa de Semprún brilla con mayor pureza y toda la construcción narrativa construida por él empieza a encajar a la perfección y a adquirir una prestancia sublime.
Mas, por encima de toda apreciación sobre las cualidades estéticas de El largo viaje, se impone una cuestión trascendental que cruza transversalmente toda la obra de Jorge Semprún: ¿Qué contar? ¿Por qué contar? Pero, sobre todo: ¿Cómo contar?
El largo viaje nos da una aproximación al parecer de Semprún respecto a dicha cuestión:
Está bien, ya lo había olvidado, ya había olvidado todo, a partir de ahora ya puedo recordarlo todo. Ya puedo contar la historia de los niños judíos de Polonia, no como una historia que me haya sucedido a mí particularmente, sino como lo que les sucedió ante todo a aquellos niños judíos de Polonia. Es decir, que ahora, tras estos largos años de olvido voluntario, no sólo puedo ya contar esta historia, sino que debo contarla. Debó hablar en nombre de lo que sucedió, no en mi nombre personal. En nombre de la misma muerte.
Por tanto:
¿Qué contar? Todo. Contarlo todo. Desde el tren que recorre la campiña francesa hasta el niño que, inocentemente, insulta a los prisioneros que van en ese mismo tren, pasando por la madre que ha perdido dos hijos en la guerra o por los ojos asustados e impactados de un militar norteamericano frente a la visión del campo de concentración.
¿Por qué contar? Para recordar después del olvido, para entonar ese Nunca más de Adorno y para que a aquel que olvide le arranquen los dos ojos.
Finalmente ¿cómo contar? Escapando de la memoria de la muerte. Escapando del propio nombre y de la propia experiencia para hacer, como escribe Primo Levi en Si esto es un hombre, que detrás del nombre, quede alguna cosa de nosotros, de nosotros tal como éramos. Es decir, contar más allá de uno mismo, más allá del recuerdo, grabado a fuego en el cuerpo, de aquellas jornadas en un vagón que recorre la campiña francesa. Esperar y dejar tiempo, para contar después del olvido.
El largo viaje es, en suma, una novela que resulta ser algo más que una novela. Es un testimonio esforzadamente literario y, a su vez, un alegato y una disputa en favor del olvido. Es, finalmente, una construcción onírica de una vivencia, de un pasado real –quizá demasiado real- que consigue, parafraseando, de nuevo, a Primo Levi, llevar al mundo, junto con la señal impresa en la carne, la mala nueva de todo aquello que el hombre ha sido capaz de hacer del hombre.