Revista Cultura y Ocio
Para quien haya tenido la suerte de ser alumno de Ricardo Senabre, e incluso para quien haya tenido la ocasión de escuchar sus conferencias o de leer algunos de sus numerosos ensayos críticos, este libro póstumo, El lector desprevenido (Oviedo, Ediciones Nobel, 2015), puede resultar un notabilísimo recuerdo vivo en letra impresa de lo que nos dio el profesor. Personalmente, mi experiencia de su lectura ha sido como revivir la de escuchar a Senabre en sus disertaciones. El libro lo propicia, pues no tiene nota alguna que interrumpa el discurso, carece de aparato crítico y se cierra tan solo con una lista de bibliografía secundaria esencial y un índice onomástico. No es una reunión de artículos dispersos de su autor, como su libro Claves de la poesía contemporánea. De Bécquer a Brines (Salamanca, Ediciones Almar, 1999); no es una recopilación de sus críticas en la prensa cultural; y tampoco una obra del aspecto más académico del magistral Literatura y público (Madrid, Paraninfo, 1987). Tiene de todo un poco; pero nadie lo explica. Las sentidas palabras («El final como principio ecuménico») de su hijo David Senabre López no están para eso; pero alguien —si al autor no le dio tiempo— podría haber justificado la escritura de este ensayo tal y como está configurado, y precisar la recuperación de algunos textos provenientes de conferencias o de otros trabajos, algo que es notorio para los lectores prevenidos de Senabre a lo largo de todos estos años. El lector desprevenido está compuesto por dieciocho capítulos: «La operación de leer», «Paréntesis acerca del mensaje literario», «Lenguaje y traducción», «La invención de palabras», «Observaciones sobre el neologismo», «Literatura y realidad», «Intermedio: Bécquer bajo la lupa», «Realidad, historia y novela», «La novela, género tardío», «De pronto irrumpe la historia de Don Quijote», «El texto y su circunstancia», «Entreacto», «La obra como acto de rebeldía», «Plagios, intertextos, autocitas», «Imitaciones, apócrifos y reescrituras», «Parodias», «Reminiscencias de lecturas» y «Lenguaje, tradición y literatura en el texto». Los títulos son suficientemente explícitos para conocer cuáles son los asuntos principales que aborda la obra, que son algunos de los que han ocupado la trayectoria profesional de Ricardo Senabre, desde la teoría de los géneros hasta el concepto y límites de la literatura o la presencia de la tradición en la obra literaria, entre otros muchos. Hay asedios más específicos, como el que dedica al neologismo o a algún autor como Gustavo Adolfo Bécquer, en capítulos que, precisamente, provienen de la reelaboración de otros trabajos anteriores. Si «la literatura se sustenta en la literatura y la dilata, la prolonga, la transforma y la explica» (pág. 352), que son las últimas palabras con las que se cierra el libro, la obra crítica de Ricardo Senabre es un continuo trasiego de lecturas, numerosísimas, que a veces van de un ensayo a otro, se retoman, se combinan con otras para iluminar una idea. Vuelven aquí Boileau y Larra, que, a costa de El castellano viejo, ocuparon uno de los primeros artículos de un Senabre de veintitantos años. El conjunto es un paseo ameno por el gran árbol de la literatura, pues no solo escuchamos al profesor que vuelve a insistir en que «la creación literaria es, por lo común, una decantación de las experiencias personales del autor» (pág. 167, en el capítulo «El texto y su circunstancia»); sino que acompaña su discurso de constantes citas literales de fragmentos o piezas completas —en el caso de algunos poemas— de toda la historia literaria, convirtiendo así estas páginas en una antología esencial de la mejor literatura. El lector desprevenido hará descubrimientos y el prevenido releerá grandes trozos del mejor lenguaje literario. Fray Luis de León, Luciano G. Egido, Federico García Lorca, Garcilaso, Luis Martín Santos, Góngora, Mesonero Romanos, Lope de Vega, Blas de Otero, Antonio Carvajal, Calderón de la Barca, José Hierro, Gonzalo de Berceo, Pérez Galdós, Antonio Machado, Espronceda, Miguel de Unamuno, Cervantes... son unos pocos de los que formarían un cortísimo hilo de textos que a veces se comunican entre ellos. En otras ocasiones, la tradición no es española (Tasso, Flaubert, Rimbaud, Charles Dickens, Boileau, Baudelaire, Henri Michaux); pero puede relacionarse con la nuestra, que también se enriquece con los ecos y reflejos de textos de autores hispanoamericanos (Reinaldo Arenas, Rubén Darío, José Manuel Marroquín, Baldomero Fernández Moreno, Guillermo Cabrera Infante, Vicente Huidobro...). Es decir, al disfrute de la lectura de las agudezas como lector de Ricardo Senabre —que combina, como buen profesor, las lecturas elementales con las más sutiles— se suma el gusto de leer decenas y decenas de ejemplos de textos literarios. Decía arriba que leer El lector desprevenido es reencontrarse con la palabra del profesor Senabre en una conferencia, una clase o una conversación. Reconozco en capítulos como «Realidad, historia y novela» y «La novela, género tardío» trozos de mis apuntes de un curso de doctorado; y en el último sobre «Lenguaje, tradición y literatura en el texto» —imaginen la sorpresa— el poema de Vicente Aleixandre —de Nacimiento último— que tuve que comentar en mi examen de Teoría de la Literatura en cuarto curso de Filología con Senabre. Después de más de medio siglo desde la publicación de sus primeros estudios, con El lector desprevenido Ricardo Senabre ha querido dejarnos una especie de epítome esencial —«Quería cerrar su ciclo», escribe su hijo David— de su pasión por la lectura, de su vocación por enseñar a leer, y una demostración de que un lector como él también ha sustentado la literatura, también la ha dilatado y prolongado, y, también, por supuesto, nos la ha explicado sin falsearla.