Tras el cristal, mamá Gea monta un pollo de proporciones bíblicas. Pero, dentro de la cabeza de Polifemo, mi mundo transcurre en total paz.
Han sido cuatro jornadas de febril actividad porteando los cargueros que huían de la tormenta a puerto seguro, así que bien merezco el descanso. Nada tan relajante como el quedo ronroneo del giróscopo para apagar el aullido de lobo del viento, ni tan reparador como una buena taza de Earl grey y un libro de Shelley para calmar mis nervios crispados. Es un cliché, lo sé, pero los viejos hábitos son difíciles de matar. Ya fumaré el tabaco en mi bolsillo cuando revise la maquinaria, para que mi consciencia se tranquilice al hecho que ya me he aplatanado.
El tubo comunicador silba. Según mi fiel reloj de bolsillo son las nueve exactas —hora del cañonazo que no puedo escuchar, pero que marca el cierre de las puertas de la muralla—: el momento en que Mariano debe rendirme parte. Bueno y fiel de mi operador, que debe estar harto ahora mismo de lluvia y ventoleras.
—Lord Protector, listo para reportar. Confirme por favor que no hay novedades en el puente.
—Hola, Mariano querido. Por aquí de albricias y sanfernandos. ¿Qué hay de las cosas allá abajo, tío?
Hay una pausa, en la que imagino al mulato liberto rascando con febril desesperación su cuero cabelludo. Tan amante que es de las fórmulas protocolares, me complace de tanto en vez incordiarle con un tratamiento más ligero, casi campechano. Llámenle espíritu de la perversidad, pero apostaría que mi fiel operador se debate entre la disyuntiva de darme el parte formal o regañarme por la ligereza. Es una broma cruel, lo reconozco. Como funcionario intermedio, si hay una investigación formal de la Corona, Mariano llevará siempre la peor parte. El Almirantazgo es muy estricto con los cilindros de cera y las conversaciones superfluas, y él hace bien en cuidarse las espaldas.
A mí, de seguro, no me sucederá nada. Para que se desate una investigación formal sobre mi persona tendría que haber un accidente. Serio, por demás: Londres queda muy lejos de La Habana como para estar mandando auditores de seguido. Ni siquiera tendría que escudarme en mi rango o mi linaje. Para que una catástrofe amerite una investigación, tendría que ser grave. Algo así como que yo muera.
—Todo está en regla, Lord Protector. Me informan los prácticos que todos los buques se han afianzado en tierra y las bombas están drenando la bahía a toda marcha como medida de seguridad adicional. Pero el departamento de meteorología está muy preocupado: el huracán parece superar todas las escalas anteriores y ha dejado inservible cuanto globo aerostático le han enviado.
—Bueno, supongo que se las verán ustedes peor que yo con las penetraciones del mar.
—Sí, esa será nuestra principal preocupación en las próximas horas. Quería consultarle sobre la posibilidad de tomar medidas drásticas. Quizás, apagar el corazón de Polifemo.
Que un operador como Mariano considerase siquiera tal escenario ya era motivo de alarma. Desde su inauguración hace una centuria, la batería de vapor que animaba a Polifemo nunca se había detenido. Teóricamente, podía hacerse por una causa de fuerza superlativa, pero causarle un infarto al gigante no era el legado que deseaba dejar para la bitácora de los Lores Protectores.
—Mmm… creo que tomaré el riesgo de dejar las cosas como están, operador. Me parece poco probable que el mar avance tanto como para alcanzar la Loma de la Cabaña.
Del otro lado del tubo se escuchó un suspiro de resignación. Claro, que no era yo quién se exponía a la detonación de las calderas alcanzadas por el agua de mar.
—Al menos, permítame reducir a un octavo la capacidad de generación.
—Solo a un tercio. Tenemos que estar preparados para cualquier albur. Igual puede aparecer un carguero rezagado, que ser necesaria la fuerza de Polifemo para alguna emergencia en intramuros. ¿La población?
—Se ha dado la orden de evacuación hacia las Alturas de la Lisa y para El Cerro. Los daños materiales van a ser cuantiosos, sin duda.
—Es de esperar. Mala suerte de estar en el camino de la tormenta. Pero no será la primera ni la última vez que nos repongamos. ¿Los recaudadores?
—Están terminando de colectar el impuesto de rescate a los buques en la rada. Los capitanes, como siempre, han puesto peros. Nada fuera de lo común.
—Los muy tacaños. Siempre arando para sacar unas perras. Ni que las aseguradoras no les fueran a devolver la caja chica.
—Los más reticentes son los holandeses, como de costumbre.
Noté de inmediato el tono agrio en la voz de mi operador. Su odio contra los tulipos era visceral, cuando menos. Pesaban mucho las historias de su abuelo, arrancado del delta del Níger por los molineros y vendido como esclavo a una plantación matancera. Más que hacia sus antiguos amos españoles, el rencor se destilaba a los pecadores originales.
— ¿Qué carga llevan?
Hubo un breve silencio, en el que seguro Mariano hojeaba los libros de registro.
—Paneles de construcción modulares, harina de mandioca, tabaco, pescado seco y añil de Luisiana.
—Pues muy a propósito entonces. Vamos a aplicarles la ley de salvamento marcial: pagan el triple o se les decomisa la carga.
—Protestarán a su embajada —dijo mi operador, con más sorna que preocupación.
—A mí, que más me da. Secos en los diques, que prueben a resistirse. ¿Están artillados?
—Unas pocas piezas.
—Por precaución, pon bajo aviso al Castillo de la Real Fuerza. Si tratan de parapetarse, los pondré fuera del puerto y que se las apañen con los arrecifes.
Mariano rio al otro lado del tubo, olvidándose por un momento del cilindro de cera del Almirantazgo.
—Eres cruel, Lord Protector. Cuidado no desates un incidente internacional.
—Me la suda. Que se hubieran ido a la Bahía de Nipe, a ver si los españoles le daban mejor trato.
—A cañonazos, seguro. Aunque bastaba dejarlos del otro lado de la cadena para que se encargase la tormenta.
—Entonces, o ayudan a reconstruir intramuros de buena gana, o pierden sus buques. Verás cómo los tulipos rinden sus cargas o su oro. ¿Algo más?
—Pedirle otra vez que baje, sir Blackwood. Quizás aún haya tiempo antes que llegue lo peor.
El bueno de Mariano no se cansaba de repetir su preocupación, pero ambos sabíamos que era muy tarde. Descender de la cabeza de Polifemo me tomaría no menos de cuatro horas en condiciones normales. Más, contando las rachas de viento y los peldaños resbalosos por la lluvia. Eso, en el caso poco probable que no me rompiese la crisma o me precipitara al vacío.
—Lo peor está casi sobre nosotros, amigo mío. Tú mándame provisiones frescas para tres días más, y que todo quede en manos del Altísimo.
—Que haya vapor y paz, Lord Protector.
—Que haya presión y fuerza. Cuídate por allá abajo.
—Estaré aquí en mi puesto, pierda cuidado.
Un golpe sordo me anunció que mi operador había cerrado el tubo, así que hice otro tanto y regresé a mi té, ya tibio. Pude leer unas once páginas antes de que el montacargas tintineara y sacara un pequeño tesoro de la cajuela: dos botellas de aguardiente de caña, más Earl grey, un mazo de tabacos recién torcidos y unas cuantas latas de conservas variadas. El bueno de Mariano bien que conocía mis gustos: menos mal que los cilindros de cera del Almirantazgo no llegaban hasta el Mesón de la Flota donde, entre rones y mulatas de buen ver, le había confesado que, como Colón, “esta era la tierra más fermosa que ojos humanos vieron”.
Reconozco que en un principio no me agradó la idea de que, luego de salir de la Academia, me destinasen a operar el Polifemo de La Habana. Todos soñábamos con destinos más acordes con nuestro rango y habilidades, y ni de uno ni de las otras iba yo faltado. Pero reconozco ahora que en la decisión de mi mentor no pesaron ni mi abolengo ni mis artes para manejar la grúa colosal: fue mi temperamento impetuoso y mi carácter bohemio quienes inclinaron la balanza, para asignarme a la más reciente joya de la Corona.
También sospecho que preceptor se dejó guiar por la nostalgia de sus años mozos, cuando él mismo operaba el Polifemo de La Habana como Primer Lord Protector. Tiempos gloriosos entonces, cuando aún España no se resignaba a perder la mitad de Cuba y, más aún, quería echar mano al flamante y nuevo avance tecnológico que se erigía sustituyendo al viejo faro del Morro. Pronto se dieron cuenta de que Polifemo no era una simple grúa para trasladar buques de gran porte a la bahía.
Caro les costó en navíos y hombres cuando el brazo de un kilómetro de largo barrió su flota anclada frente a la bahía con sus redes de arrastre. Poco pudieron hacer los cañones españoles contra la torre de acero y concreto de Polifemo, pero que conste que lo intentaron: sus buques de más alto porte se acercaron para que sus cañones de treinta y seis libras —los más potentes de toda la cristiandad— quebraran los pies del gigante. Pero las piezas de la batería del Morro les igualaban en calibre y plantaron una recia defensa. Eso, y que para llegar a tiro efectivo había que entrar en el radio del alcance de brazo.
Vencidos en mar, los españoles lo intentaron por tierra. Con peor suerte, pues nuestros casacas rojas estaban envalentonados por la paliza naval y se sentían a gusto defendiendo las murallas. Eso, y que al Primer Lord Protector se le ocurrió la idea brillante de arrastrar sus ganchos de un lado a otro del kilómetro de terreno que circundaba las murallas. Tal vez no sorprendió arando de esta forma a ningún soldado de los tercios, pero los españoles no pudieron hacer campamento ni emplazar cañones para el sitio.
Después de morder el polvo de forma tan estrepitosa, franceses y holandeses vieron abiertos los cielos y pusieron en jaque a las colonias españolas. Todavía el segundo Lord Protector tuvo que lidiar con algunas incursiones menores, pero ya mis tiempos no son de gloria. Entre las guerras con media Europa y los problemas resultantes de la insurrección de los criollos —mambises, les llaman—, España dobló la cabeza y pidió paz a Inglaterra, cediéndole los territorios desde Matanzas a Pinar del Río. Era todo lo que quería Jorge V del Reino Unido: tranquilidad para aprovechar los ríos de oro que entraban en la bahía más segura del Nuevo Mundo.
Por supuesto, mi tarea es de la más alta responsabilidad, pero es monótona. Si no fuese por los recesos cada veintiún días, la pasión por la lectura y los pequeños placeres culpables que se me permitían en este puerto próspero, hubiera enloquecido. Eso, y las tormentas. Solo durante ellas se pone a prueba esta mole casi ya centenaria, aunque todos saben que Polifemo no caerá ni en mil años. Pero los crujidos de una torre de seiscientos metros de altura y la oscilación con el viento de un brazo capaz de elevar en el aire un carguero de dos mil quinientas toneladas, nada más se pueden describir si se viven.
Con el hedonismo de saberme transgresor, preparo una nueva taza y dejo que el té aromatizado con aceite de bergamota se mezcle con un chorro generoso de aguardiente peleón. Afuera ya anochece y si antes la visibilidad tras los vidrios magnificadores era escasa, ahora es casi nula. Por pura rutina oteo el horizonte en busca de la señal luminosa de algún barco rezagado, pero bien sé que poco podría hacer en estos momentos: entre la marejada y el hecho que es imposible coordinar con los prácticos que tienda los enganches de mis cables, cualquier navío estaría irremisiblemente perdido en la tormenta. De hecho, hace horas que he replegado el brazo de Polifemo a su extensión mínima y fijado su parafernalia de ganchos multiusos. Así que no podría ayudar, aunque me lo propusiera.
La tormenta se cierne sobre La Habana, o ya está aquí. Más que llover se derrama el cielo, más que viento sopla el mismo Dios sobre las aguas y las olas se enseñorean, gigantes, en el litoral. Aunque en intramuros no brilla ahora ni una lámpara de carburo, puedo verlo a la luz de un relámpago esporádico. O cuando el ojo de Polifemo, imperito ante tamaña demostración de fuerza de la naturaleza, derrama su mirada hacia la ciudad pintando arcoíris a su paso.
A retazos veo como el muro del Malecón es batido con saña por la resaca. La destrucción será brutal y a fondo tendrá que emplearse el Virrey para levantar los barrios aledaños de los escombros. Por fortuna, los dineros para hacerlo están asegurados, gracias a la generosidad a punta de florete de los buques holandeses y las tarifas de rescate que deben pagar los demás por igual. Una vez más, Polifemo ha cumplido con su misión de hacer rica a La Habana: por mucho que gima la tormenta, ya pasará.
Dormito algo, el libro sobre el pecho y la taza vacía sostenida en el índice laxo, hasta que un ruido inusual me sorprende. Desorientado, trato de hallar su fuente dentro de la sala de máquinas. Pero el golpeteo proviene del exterior. Me recuerda a los impactos de albatros y pelícanos confundidos en la noche y aplastados contra el vidrio. Aunque se parece desde lo sonoro, es otra la razón de tal sobresalto.
Me carcajeo. El cristal panorámico, limpio antes por el agua y el viento, está empañado ahora por las vísceras y fluidos de una lluvia de estrellas de mar, reventadas contra la dura superficie. Había oído hablar de tal fenómeno, cuando las trombas marinas atrapan peces y otros inquilinos del mar y los lanzan por los cielos. Sólo que nunca pensé que lo podían hacer a tal altura, y eso significa que esta es la tormenta que rompe todos los cánones.
¿Será suficiente para quebrar a Polifemo? No lo creo, pero me recuerdo que este es un enfrentamiento entre el ingenio del hombre y la furia ancestral de la Naturaleza. De momento, todo resiste: el giróscopo ronronea, el lastre soporta y la cabeza sigue afianzada en sus frenos. El brazo acortado apunta al mar: en caso de quiebre, caería al océano sin mayor perjuicio para los de tierra. Polifemo protesta, pero resiste el embate del huracán.
No me atrevo a dormir otra vez, pero la monotonía del golpeteo de las estrellas —se adivina de cuando en vez el impacto de algún que otro habitante de los piélagos— se me hace tan arrulladora como el alarido del aire. Así que vuelvo a sumergirme en la lectura de Shelley, esta vez fumando sin pudor el tabaco bien torcido de esta tierra fértil. En los próximos días habrá mucho que hacer. Lo primero, limpiar las calles de toda esta inmundicia marina que hederá como los establos de Augías en cuanto salga el sol. Que aprovechen los refugiados del Cerro y la Lisa el inesperado botín del cielo ahora, si pueden. Más tarde puede desencadenar la enfermedad sobre la urbe herida… pero igual, estos no son momentos de tales cavilaciones.
Es entonces que un bramido sordo, diferente, me hace levantar los ojos del libro y mirar al cristal empañado. ¿Es una alucinación del alcohol, o un efecto óptico de la lluvia y los relámpagos? Raudo, corro a los controles y enfoco el ojo de Polifemo, el faro eterno, sobre la masa oscura que se perfila en el horizonte. Mis ojos no me engañan, por más que los restriegue y luego mire a las alturas, rogando haber enloquecido. Para nuestra desgracia, estoy más cuerdo que nunca.
Él, aquello, eso, avanza inmisericorde sobre esta Habana que me acogió y de la que me siento parte. Describirle es un acto vano, pues sus formas cambian en una maraña de tentáculos, ventosas, picos de hueso y uñas astadas. Más suerte tendría en retratar el muro de agua que marcha precediéndole, en el que se adivinan también formas de peces gigantes y horrores extraños. Pero, sin dudas, la bestia que se acerca lo hace a consciencia de lo que dejará a su paso: entre sus millones de pliegues y dobleces se adivinan dos ojos verdes que miran directo a mi alma.
¡Ay del Mesón de la Flota! ¡Ay de las mulatas de buen ver y el aguardiente que quema! ¡Ay de mi fiel Mariano y sus cilindros de cera! ¡Ay de los capitanes y los buques, incluso de los que idolatran tulipanes! ¡Ay de los valientes cañones de treinta y seis libras, apagadas sus mechas, pero inútil sus cargas contra la abominación que llega! ¡Ay de la ciudad entera, que no tiene posibilidad frente a la execración que viene con la tormenta!
Jorge V y el Almirantazgo llorarán de pena, viendo perdida su fuente de riqueza. A nosotros nos depara un horror mucho más tremendo, quizás rápido, aunque no por ello menos definitivo. En velo piadoso de lluvia y viento irá escondida la muerte, que sobre los habaneros —casacas y criollos por igual— caerá segándolos al instante. Solo estoy yo para describir la monstruosidad que llega, único testigo del avance de Él, aquello, eso que viene desde los piélagos más profundos, arrastrado por la Madre Gaia. Soy el único testigo y seré la primera víctima sin dudas, porque el derrotero de la bestia lo lleva cada vez más a la Altura del Morro, a la base de Polifemo.
Sus ojos verdes me miran fijo mientras se eleva sobre las aguas, apoyado en sus apéndices, para invitarme a contemplar todo su indescriptible continente. Hay en ellos una maligna sabiduría o un desprecio por tratar de imitar su altura, pero tal afrenta la va a terminar en un abrazo titánico. No quisiera pruebas, pero no albergo en mi interior una sola sospecha que mi mole de acero y concreto no va a resistir su empuje, así que Polifemo y yo caeremos a una muerte compartida.
No obstante, el fantasma de mi mentor coloca su mano en mi hombro y me recuerda las glorias de sus batallas y el credo de nuestra misión. Como él, yo soy el Lord Protector de esta ciudad y bien conozco los secretos que esconde Polifemo para nunca caer en manos enemigas. Tomo el hacha de emergencia y aplasto en la sala de máquinas todos los sellos ocultos que impiden el error que voy a cometer de forma consciente. En los minutos que faltan para la colisión, el giróscopo salta loco con la inyección de vapor y desenreda todos los cables y artilugios de sujeción en el brazo de la grúa. Lo dejo recogido, pero apuntado al centro del horror que se cierne sobre nosotros como un espolón de guerra.
Casi, casi. Luego, un impacto que anuncia la agonía de Polifemo, herido de muerte y quebrados sus anclajes a la tierra. El ser avanza viscoso y sin detenerse, engullendo en su cuerpo el brazo y arrastrando en su carne todos los anclajes, uniéndose a la torre por el único minuto que preciso. Ahora es cuestión de girar el timón y rogar porque el giróscopo logre mover la cabeza de Polifemo los diez grados que necesito. Por fortuna, no encuentro demasiada resistencia. Ya puedo soltar la rueda y agarrar la botella de aguardiente por el gaznate. El ojo de la abominación, enorme, cubre de verde todo el cristal…
Así que tengo el único público que necesito para, con toda la intención del mundo, girar la clavija que suelta al vacío las dos mil quinientas toneladas de lastre que contrapesan el brazo de Polifemo. Estas viajarán inexorablemente los seiscientos metros de caída libre que las separan de la batería de calderas de La Cabaña, dónde el pobre Mariano espera inútilmente que amaine la tormenta. Buen cuidado tuvieron los arquitectos de Polifemo en que nadie sospechase que esto podía hacerse. Aunque solo puede hacerse una vez.
Mientras la explosión a mis espaldas arrasa con todo a su paso, brindo a la salud del ojo verde que muestra por primera vez dolor y sorpresa. La onda expansiva hará llover carne, vísceras y algún que otro tentáculo a muchas leguas a la redonda, pero eso será tarea para los supervivientes de la tormenta. En tanto, la torre partida de Polifemo, lo que queda del ser y yo con ellos nos sumergiremos frente a la bahía, atrapados todos en el abrazo de los cables.
Los cargueros en la bahía, el Mesón de la Flota, el Malecón, la Habana entera que repose arrasada en el cráter que quedará de la explosión de las calderas. Solo operaban a un tercio de su capacidad, así que espero que la destrucción no alcance a las Alturas de La Lisa y el Cerro. Es de esperar que la única y oficial versión de los hechos sea que la penetración del mar hizo explotar el corazón de Polifemo en la Cabaña. Para la cordura de todos, espero que esa sea la decisión del Almirantazgo y nos dejen yacer en las profundidades, en paz para siempre. Mejor es que el Tercer Lord Protector cargue con la ignominia de una mala decisión horrendamente mala, ante la opción que el mundo grite en miedo y furia.