Por Mª José Fernández
A los que hablan, mienten
y no cumplen lo prometido.
Hasta en los últimos rincones de la Tierra del Fuego habita
el cóndor, “el que limpia”; y se adentra en la gran cueva
profunda, donde se anuda la montaña. El señor de las
alturas baja a tierra, vestido de ceremonia vulgar.
El vaivén del cóndor nos suscita
la marcha de aquellos seres
que dejan las puertas de la vida, incluido los designios
de algunos grandes que se nutren de las mieses recogidas
de otras, supuestas, almas inferiores.
Tanta majestad me espanta, me anonada, me amilana,
me apabulla,
esa disposición suya, que tiene, para aceptar su designio.
El vuelo del cóndor es ligadura esencial entre cielo y tierra;
donde resiste su vuelo, en la alta cumbre,
cuyo preludio visual es muerte súbita.
Esperanzado está en su hazaña,
contemplando el horizonte ciego
del que está vencido, malparado, listo para servir
en homenaje de la vida.
El graznido del cóndor es un lenguaje comprensible, señor
del espacio rotundo, donde planean sus alas victoriosas,
de todo cuanto puebla su universo.
Tanta majestad me espanta, me anonada,
me amilana, me apabulla,
esa disposición suya, que tiene
para aceptar el mágico designio
de su vivir longevo: tardan en alcanzar su plenitud,
tienen una puesta unitaria cada dos años;
carecen de posibilidad de canto y,
lo más triste si cabe del asunto,
dicho por todos, “es franca y llanamente un carroñero.”