No soy yo quien escribió ese texto entrecomillado. Lo fui, probablemente, pero ya no. Leo esta entrada inconclusa, un borrador interrumpido hace seis años, y siento el peso del tiempo, un abismo que se abre entre un punto y otro de mi existencia, un periodo en el que se han ido vertiendo sucesos y transformaciones, momentos y emociones que convierten en dos personas distintas a estos individuos situados a ambos lados del tiempo. Si lo consideramos desde una visión global, lo cierto es que esa disociación es algo normal. Ni siquiera somos físicamente los mismos. Las propias células que nos conforman se regeneran cada cierto tiempo, a ritmos distintos, así que en cierto modo es lógico que tampoco perduremos a nivel cerebral. No somos los mismos, ni mental ni físicamente, pero seguimos manteniendo la fantasía de que sí, de que recorremos etapas y superamos puertos, de que solo añadimos peso a la mochila y que nuestra esencia sigue siendo la de aquel ser primero que inició el viaje. El yo de hoy cumple 56 años. Expresado en días, 20.454, todos ellos vividos bajo la misma estrella, una enana amarilla situada en un punto perdido de una galaxia cualquiera dentro de un universo inmenso. Me siento pequeño. Y cada vez más cansado. Hace más de un lustro, en ese texto entrecomillado iba implícita una mudanza, un traslado. Abandonaba la soledad de varios años para compartir mis días con dos personas que posteriormente me regalaron un periodo magnífico. Cuando nos referimos a que la vida se decide por nuestras elecciones estamos aludiendo a esto. Uno deja su estado anterior para mejorar, para ser más feliz (¿cuál, sino ese, es el sentido de la vida?) y yo tuve la suerte de acertar de pleno. Pero nada perdura, los senderos se bifurcan y hay que tomar otros nuevos. Los últimos años han sido duros, incluso más de lo esperable. Me he sentido viejo. Hubo momentos en los que ese largo atardecer con el que titulé aquella antigua entrada se me hizo noche. En gran parte debido a causas personales, pero también por un suceso que nos ha arrastrado a todos: la ciencia ficción saltó de los libros que tanto nos gustan a la realidad y se llevó consigo la engañosa sensación de seguridad y la tranquilidad con la que vivíamos. Hace apenas dos días que nos pudimos quitar la mascarilla protectora del virus y dejar para los libros de Historia un bienio trágico. Muchos hemos perdido a alguien en estos últimos años. Todos hemos perdido algo. Mis problemas y los del mundo me sumieron, como a otras personas con las que he compartido mis sensaciones, en un invierno adelantado, un sentimiento de finalización. El resumen perfecto lo encontré, como tantas veces, expresado con elocuencia en un libro:
Holsten se sintió distanciarse, alejándose de cualquier asidero emocional. Había llegado a un punto en el que podía mirar hacia el futuro y no ver nada que pudiera desear, ningún resultado esperanzador que fuera remotamente concebible. Sentía que había alcanzado el final del tiempo útil.
El tiempo útil, un concepto al que sólo se le presta atención a partir de cierto momento vital, habitualmente tardío, pero que a algunos se nos ha adelantado en estos últimos años. Adrian Tchaikovsky lo incluye en los pensamientos de su personaje protagonista y expresa de una forma concreta y certera lo que ha estado dando vueltas en mi cabeza durante los peores meses de una década cuyo parto ha sido el más difícil que recuerdo. Esta conexión entre obra y lector, esta universalidad, factor que entronca con el texto que dediqué hace poco a lo literario, expresa perfectamente un estado emocional generalizado. Todos hemos envejecido un poco en este tiempo, pero afortunadamente, en el tercer planeta a partir del Sol, este en el que vivimos, tras el invierno siempre llega la primavera. Y es sabido que cuanto más duro ha sido aquel, más enconadamente alegre suele ser esta. Nada retorna, pero todo renace. Mírenme a mí si no: 56 palos, la mochila ligera y unas ganas de escribir y leer que hace algunos años había dado por perdidas.