Reportaje publiado en la revista Mexicana Milenio Semanal.
La vida fluye sin detenerse en una de las calles más populosas de Kabul. Con los primeros rayos del sol los comerciantes empiezan a desperezarse y las tiendas que abarrotan Chicken Street vuelven del letargo en el que las tenía sumida la noche afgana. El olor del pan nacional, Nan-i-Afghani, y de las deliciosas especias con las que sazonan los afganos sus platos, se mezclan con el humo que desprenden los coches que circulan por la cercana Calle de la Flor. En la bulliciosa Calle del Pollo, uno de los pocos lugares de todo Kabul donde afganos y extranjeros pasean juntos, el intrépido turista se sumerge en busca de valiosos objetos para llevarse a su país; un pequeño recuerdo que los haga regresar a este país carcomido por una guerra que no da tregua: alfombras tejidas a mano con las mejores sedas procedentes de Irán o Pakistán y piezas de orfebrería que hablan del esplendor perdido de Afganistán son reclamos más que suficientes, y las calles anegadas por las lluvias no son impedimento para detener los latidos de una ciudad que agoniza.
En una esquina donde confluyen la Calle del Pollo y la Calle de la Flor existe un lugar donde el visitante, al entrar, queda impactado por las páginas de miles de libros que aguardan, expectantes: es la librería Behzad.
La mayoría de los afganos nunca ha experimentado la sensación de tener un libro en las manos, de deslizar sus hojas y apreciar ese peculiar olor que desprenden los encuadernados nuevos y sobre todo los viejos. Un aroma que durante siete largos años no se ha podido degustar en Afganistán. Esta librería fue fundada 25 años atrás por Asil Behzad, un amante de los libros a los que ha dedicado toda su vida y por los que estuvo a punto de perderla. Durante los aciagos años en que los talibán estuvieron en el poder, declararon una guerra sin cuartel a todo lo que consideraran contrario a los preceptos del Islam, y los libros con ilustraciones no escaparon a esa furia extremista. En 1996, con la toma de la capital, Kabul, comenzaron a imponer sus medidas represoras. Asil recuerda cómo una fría mañana de ese mismo año, dos camionetas repletas de hombres armados se detuvieron delante de su librería. Un hombre alto de enmarañada barba negra y turbante blanco entró en su tiendita y lo saludó cortésmente: “Salam aleikum” (que la paz sea contigo).
El librero devolvió el saludo mientras seguía con curiosidad los movimientos de su nuevo cliente. Con un gesto ordenó a su hijo pequeño, Poia, que preparara té para el personaje. Este miraba con atención los libros ordenados encima de la mesa, cerca de la entrada de la tienda. Las yemas de sus dedos acariciaban las portadas; de vez en cuando se detenía delante de alguno, lo abría y tras un rápido vistazo lo cerraba con brusquedad. Pasó a los estantes. Parecía buscar alguno en particular…
Poia llegó presto con la taza de té humeante y se la entregó con un grácil gesto al mulá. Éste esbozó una mueca de aprobación y le dijo: “Shokran” (gracias) al muchacho. El personaje se detuvo ante un libro. Acarició con pasión los nudos del lomo y lo extrajo de la estantería con un gesto rápido. Lo abrió con pausa, esperando una respuesta de aquel manuscrito. El mulá Mohamed Daud bebió un sorbito del té verde que había preparado el muchacho, se aclaró la garganta y comenzó a leer un sencillo versículo del Corán: “Dios es el Creador de todo y el Guardián de todo. Suyas son las llaves de los cielos y de la tierra” (Corán 39:62-63). El mulá hizo una pausa para comprobar si aquella lectura había causado algún tipo de efecto en el librero y continuó con otro texto. “¿Adoras a lo que has esculpido?” (Corán 37:95), leyó, y cerró el libro. El silencio se apoderó de la librería y Asil comenzó a mirar al suelo.
“¿Te consideras un buen musulmán?”, le espetó el mulá al librero, intentando buscar su mirada. Éste tardó unos segundos en responder, pero afirmó con la cabeza. Tras la respuesta Mohamed Daud se dirigió con furia hacia la mesa de la entrada y cogió uno de los libros: Un breve paseo por el Hindu Kush. Uno de los favoritos de Asil, escrito por el infatigable viajero inglés Erick Newby en 1958 y que narra las aventuras de ese trotamundos y su ascenso al pico Mir Samir, de seis mil 100 metros. El mulá señaló la foto de la portada donde se podían ver las faldas de la inmortal montaña. “¿Qué se supone que es esto?”, preguntó, elevando el tono de voz para que los hombres que esperaba fuera le pudiesen escuchar. Mohamed Daud rompió la portada en mil pedazos y la lanzó con desprecio al suelo, donde continuó pisoteándola. A continuación se dirigió a una de las vigas de la librería, cogiendo el célebre retrato que Steve McCurry realizó para la portada de National Geographic en 1984, ése donde se pueden ver los intensos ojos verdes de Sharbat Gula, una niña afgana, e hizo lo mismo que con la portada del libro. Como si no valiesen nada.
El mulá la emprendió así contra la mesa de la entrada, lanzando todos los libros al suelo. Debido al ruido varios hombres entraron a la tienda con sus viejos Kaláshnikov amartillados y listos para ser usados. Mohamed Daud les hizo un gesto con la mano y se dirigió hacia la salida. “Librero, tienes tres días para limpiar tu tienda de basura. En el nombre de Alá, el misericordioso, te digo que la próxima vez que te visite no seré tan condescendiente”, amenazó.
Montados en sus vehículos todo terreno los talibán se perdieron por las calles de Kabul. Asil cayó de rodillas sobre la alfombra y no pudo contener las lágrimas ante el rostro de su hijo que le miraba con compasión. El muchacho comenzó a recoger cuando se topó con el Corán. Leyó: “¡Oh adeptos de las escrituras! No exageréis en vuestra religión y no digáis de Dios sino la verdad” (Corán 4:171).
El mulá cumplió su promesa y regresó a la tienda. Esa vez ordenó sacar todos los libros que tuviesen algún tipo de ilustración, así como las fotografías, los carteles y las pinturas. Los talibán —palabra que significa “estudiantes”, en árabe— los comenzaron a apilar en el suelo, los rociaron con gasolina y les prendieron fuego ante los ojos del viejo librero. Poia abrazó a su padre, impotente.
Los talibán regresaron al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente y así, durante una semana completa, revolviéndolo todo en busca de más libros impuros. Pero antes de sus últimas redadas Asil y sus hijos habían puesto a buen recaudo los pocos libros que contenían ilustraciones y una cuantas fotografías en blanco y negro. Asil fue arrestado por posesión de material prohibido y pasó dos semanas en el calabozo de una cárcel de Kabul. Cuando regresó estaba demacrado. Llevaba la barba descuidada y sucia y su cuerpo lleno de moretones. No había un solo centímetro de su cuerpo que no hubiese sido golpeado por los talibán. El librero pasó cuatro días en cama, sin moverse.
Días después, amparados por las sombras de la noche, Asil y toda su familia —ocho miembros en total— dejaron todo lo que poseían en Kabul y se montaron en un autobús con destino a Pakistán. Sólo llevaban los pocos ahorros que habían estado guardando para comprarse un coche. Siete horas después el autobús se detuvo en la ciudad fronteriza de Peshawar. Ya estaban a salvo, pero ahora eran extranjeros en un país hostil con los afganos que huían del gobierno talibán.
En la llamada Ciudad de la Frontera consiguieron alquilar un pequeño piso por 150 euros mensuales; un costo demasiado elevado para una casa con una habitación y una cocina. Durante sus primeros días en esta ciudad el librero se dedicó a recorrer las calles cercanas al bazar Quissa Khwani (contador de historias, en urdu). En sus enrevesados pasadizos los burkas azulados de las refugiadas afganas se entremezclan con tiendas de especias, sastres, tiendas de joyas y vendedores de magníficas alfombras. Los pasadizos están rebosantes de vida, apenas se puede caminar sin tropezar. En el corazón del bazar, la voz del muecín llamando a la oración penetra, extendiéndose rápidamente, pero nada puede detener el clamor del mercado. En ese lugar Asil encontró lo que andaba buscando: el lugar perfecto para abrir su librería.
Empeñó sus ahorros y las joyas de su esposa para abrir su tienda con unos 100 libros precedentes de Irán. Pero él quería regresar a Afganistán a recuperar los pocos libros que había logrado esconder y salvar de la irá talibán. Dos días después se encontraba a bordo de un coche, que llevaba escrito en los laterales la palabra “Emigrantes”, en camino a Kabul. Durante el viaje Asil fue testigo de la devastación que había causado la guerra civil. La mayoría de las casas en el campo estaban derruidas por los bombardeos y Kabul no presentaba un aspecto mucho mejor. Las calles habían sido horadadas por las bombas lanzadas por la aviación y por la artillería y nadie se había preocupado por arreglarlas. La capital era un espejismo de sí misma, habiendo perdido ese esplendor otorgado por los reyes del pasado. El polvo de las carreteras sin asfaltar se elevaba hacia los dominios de Alá cubriendo una ciudad triste y gris.
Detuvo el coche delante de su antigua tienda de libros. Los talibán debieron prenderle fuego poco después de su partida. En el interior sólo quedaban legajos de un pasado lustroso y apenas una veintena de libros estaban intactos. Los guardó en el coche y emprendió el camino hacia su antigua casa, que seguía en pie, aunque las casas aledañas no podían decir lo mismo. Una bomba entró por el techo y mató a toda la familia mientras dormían, le comentó un vecino chismoso.
Recogió las pocas pertenencias de valor que habían logrado ocultar de los talibán en un pequeño agujero escavado en el suelo. El siguiente paso era vender la casa y reunir todo el dinero que fuera posible para poder regresar a Pakistán. En un modesto restaurante de la calle Baghe bala encontró un comprador. La malvendió por 15 mil euros, cuando había costado cerca de 70 mil. El último paso fue una parada en la casa de su hermano, donde había ocultado más de 300 libros, fotografías y pinturas: los últimos vestigios de su antigua librería. Se despidió sin pasar la noche en Kabul; sabía que si los talibán daban con él no volvería a ver a su familia. Condujo toda la noche hasta que consiguió regresar sano y salvo a Peshawar.
Los años pasaron y ya Poia era casi tan alto como él. No podían permitirse la escuela porque necesitaban hasta el último centavo para poder malvivir en aquella ciudad. La madre de los muchachos, antigua maestra en Kabul, fue la encargada de aleccionar a sus pequeños. En diciembre de 2001 las tropas de Estados Unidos y del Reino Unido lanzaron una ofensiva contra los talibán, obligándoles a abandonar Kabul para refugiarse en las montañas.
Bastaron dos meses desde la caída del mulá Omar para que la ciudad de Kabul volviera a surgir ante ellos. “Los infames días de gobierno de los fabricantes de sombras habían tocado a su fin”, recuerda Asil con una enorme sonrisa. Ahora su hijo mayor está estudiando en el extranjero mientras Poia está a punto de terminar sus estudios de filología hispánica y nos muestra, eufórico, un ejemplar de Federico García Lorca y otro de las inmortales Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda —ambos traducidos al dari. Los años han sido generosos con Poia y le han otorgado un don muy poco común en Afganistán: el de la palabra. “Espero llegar a ser diplomático y poder servir a mi país y a mi gente. Son ellos a los que debo lealtad y por los que espero poder trabajar en un futuro y ayudarles a que las cosas mejoren”, afirma el joven de 21 años. Su ambición no conoce límites. Es la herencia que le ha legado su padre, quien mira con nostalgia su librería, ubicada en el mismo local que la original: en la Calle del Pollo.
PD. Siento la poca dedicación que le estoy dedicando en las últimas fechas al blog pero tengo entre manos un proyecto que me absorbe casi todo el tiempo... Cuanto esté terminado seréis los primeros en enteraros! Un abrazo