Revista Cultura y Ocio

El libro del fuego

Por Calvodemora
El libro del fuego
Al principio nadie contaba nada de lo que había afuera. El que se envalentonaba y refería cómo un ancestro suyo había visto un árbol o molido la cabeza de un conejo con una piedra era invitado a comedirse con buenas palabras. Nunca nos faltaron las buenas palabras. Creo que si no fuese por ellas, habríamos perecido, nos habríamos convertido en topos, en torpes criaturas ciegas con las extremidades atrofiadas y el olfato extraordinariamente aguzado. Nos salvó un libro en el que se contaban las historias de los últimos habitantes de la luz, los que organizaron las bajadas. Ya no sabemos leer, pero no hemos perdido el afecto a los libros. En todo caso, nadie desoye lo que cuentan, nadie antepone su beneficio al de los demás, nadie decide hacer las cosas a su antojo. Vivimos en una felicidad precaria, en una alegría oscura, pero no podemos vivir de otra manera. El paisaje de la superficie no es un paisaje, si me quieren entender. El de aquí abajo sí lo es, en cierto modo. Nos manejamos con estas expresiones para que la realidad no nos aturda demasiado. Hay quien se maneja mejor que otros y quien no se maneja nada, quien se esmera en mantener las leyendas de los primeros tiempos (o de los últimos, según deseemos)  y quien no se deja engatusar por los relatos. Son estos últimos precisamente los que más preocupan. Andan sublevándose sin que ni ellos mismos lo aprecien. Se están convirtiendo en justo lo que no conviene. Ayer mismo vi a uno que no se arrodilló cuando pasó por delante de la urna en la que guardamos el libro. Ya no sabemos qué hay escrito dentro, pero si perdemos el gesto de arrodillarnos, no querremos saberlo nunca. De ahí al caos y a la extinción. Por eso hay un guardián a todas horas a su vera. Vamos haciendo turnos. A mí me toca esta noche. Son ratos en los que entro en una especie de trance interior que me conforta y me prepara para la fatalidad. No albergo ninguna duda sobre la precariedad de esta vida que hemos inventado. A poco que nos descuidemos, acabará. No habrá libro. Nadie contará lo que padecimos aquí abajo y lo que conseguimos también. Hemos tardado mucho tiempo (no sé contar los años, pero quizá cien, hay quien sostiene que el doble) en aceptarnos e incluso en querernos. Cuando me toca vigilancia, me lo tomo absolutamente en serio. Nos adiestraron para eso. Es un privilegio estar de pie, a unos pocos metros de la urna. No importa que nadie haya cometido jamás ningún atropello. Hubo quien propuso que se eliminaran las guardias. La pérdida de tiempo más grande que se pueda imaginar, manifestó. Pero no se admitió. A nadie le pareció que el libro no fuese custodiado como merecía. Yo mismo aduje que acabaría de mano en mano, sucio de barro. Algún niño, ignorante todavía, le arrancaría las hojas, lo convertiría en un juguete. Todo con tal de seguir en las profundidades. Con el propósito firme de que nada nos empujara a regresar al calor, al paisaje quemado por las bombas, al territorio de los bárbaros y de las tienieblas. Imagino que esas serían las historias del libro. Las de las bombas, las de los bárbaros, las de las tinieblas.Todo lo que pudiera izar una bandera o inventar unos héroes. La épica del inframundo, dijo alguien. Pero incluso desapareció la disidencia. Toda posibilidad de revolución pasaba por la posibilidad de robar el libro, de sacarlo afuera y exponerlo al calor. La leyenda sostenía que no era posible vida en el exterior. La leyenda era, en boca de quien la convertía en mercancía narrativa, un modo de contentar a la población. La fe en los dioses hace que los pueblos no se alcen en armas o provoca justamente lo contario: que se eliminen en la creencia de que esos dioses suyos por los que batallan son los verdaderos. O nos amamos o nos matamos. En el inframundo queríamos que una de las dos pasara. Lo que nos aturdía, lo que hacía que nos sintiésemos rebajados a un nivel de conciencia ínfimo, era el tedio, la certeza de que nada relevante iba a sucedernos. Que los años seguirían transcurriendo sin que ninguna circunstancia extraordinaria nos alterase. El miedo ancestral al calor fue reemplazado por el miedo a que el aburrimiento. Yo he visto habitantes grises, incapaces de sentir el tacto de otra piel, insensibles al afecto, rebajados a una condición terrible de lo humano que yo solo había escuchado en narraciones muy antiguas, de cuando la guerra de arriba y el hombre se enemistó con el hombre y malograron la tierra. Por eso maquiné durante algunas noches, en la oscuridad de mi cobijo, en la tutela limpia y amiga de las sombras, mi plan para que no nos convirtiésemos en eso que tanto temía. Así que una noche (en realidad no poseemos como antaño la idea de que hay una noche y hay un día) me guarecí en la oscuridad (qué pobres son las palabras, qué oscuridad es más grande, cuál más conveniente a mi propósito) y me libré con dificultad del guarda que tutelaba el libro. Lo cogí sin miedo. El miedo era lo que intentaba prevenir. Un hombre se propone salvar a los demás, pensé. Y entra en su razonamiento derribar los altares que construyeron, hacer que arden los símbolos, permitir que todo empiece desde el principio nuevamente. En mi cabeza, en los sueños que tuve la noche anterior al acto abominable que perpetré, sentí la presencia de los dioses. No tenían rostro, eran sombras vagas. Me entiendo muy bien con las sombras. No he tenido ninguna otra vida salvo la que ellas me encomendaron. No tendríamos nada que cantar cuando la urna estuviese vacía. Ningún dios de ninguna historia antigua nos velaría en las noches, cuando la vigilia da paso al alivio del sueño. Tengo fe en la virtud. Creo que los hombres virtuosos obran en ocasiones con la apariencia de quien delinque. Así me verán si mis semejantes descubren que fui yo el que les causó el llanto. No ha dejado de haberlo desde que quemara el libro, en una cueva muy profunda, todo lo lejos que pude de las piezas en donde comemos, fornicamos y dormimos. Mi nombre no importa. Lo borrarán los dioses a los que traicioné. Hasta entra en lo razonable (si es que la razón conviene al relato de mi fechoría) que el futuro me manumita de la culpa que me oprime el pecho y las generaciones venideras comprendan que hice bien, en el fondo. Que me movió el amor. Sé que desde que la urna está vacía se escuchan voces que ponen en entredicho la utilidad de seguir en las profundidades. Sospechan que el calor ya no existe o que remitió y se puede levantar una casa, cultivar un huerto o pescar en el río. Han dejado de contar historias de cosas que fueron y están contando historias de cosas que podrían ser. Es hermosa la ficción de lo que amamos. Prefiero que pensemos en el futuro antes de que sea el pasado el que nos guíe en la tiniebla. Me duermo todas las noches pensando en el héroe imposible que nos asombre un día con la noticia de que el calor terrible, el de las bombas, el del fracaso del hombre, se fue apagando, entristeciendo un poco, quizá aburrido de no tener a nadie a quien molestar. Que el sol regresó a confortarnos. Que alguien machacaba la cabeza de un conejo con una piedra. Yo lo que quiero es ver un conejo. Me han dicho que son animales muy rápidos y que tienen ojos huidizos y unas orejas que parecen tener miedo del aire. Escribo esto a ratos. Espero que no termine dentro de una urna. Me dan miedo los libros sagrados. Me dan miedo los dioses. Los temo más que al calor del mundo de arriba.

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