Revista Coaching

El líder que nace

Por Jlmon

EL LIDER QUE NACE

El equipo lidera la liga aunque su entrenador sea lo más parecido a un maquinavaja venido a menos y sus jugadores no le alcancen a la Castafiore ni a la punta del escote. Fulanito lidera la clasificación de la carrera, pero lejos de ser una inspiración, el resto del pelotón espera ocultamente el providencial pinchazo, la afortunada pájara o hasta la absurda caída. La empresa es líder en su sector, la curva de su valor en bolsa no tiene parangón mientras la competencia se hace cruces pensando en lo dura que será la caída. Unos lideran, otros persiguen, acechan, intrigan, envidian, maldicen, acusan…

¿Qué tiempos son estos en los que el liderazgo no lidera?

Tan sólo nos queda el liderazgo del ganador, la creencia de que para que haya ganadores, necesariamente deben existir perdedores.

¿Tan bajo hemos caído que recurrimos sin inmutarnos a las ideas de Spencer?

Tan sólo nos quedan unos pasos para saltar de Spencer a Galton, del purgatorio al infierno, de la cobardía a la traición.

¿Qué mediocridad nos invade que debemos elevar a los altares del liderazgo inspirador, lateral o cómo coño se diga a San Steve Jobs a falta de otros beatos?

Tan sólo nos queda editar la Gran Enciclopedia del Liderazgo para convertir el fenómeno en un recuerdo.

El éxito es la cuna de la mediocridad y quizás por ello nos encontramos huérfanos de retos, ambición y osadía, fiando todas nuestras esperanzas a la contención, la resistencia y una austeridad que sólo nos puede conducir a la pobreza. Parece como si, de repente, Santa Teresa hubiera creado escuela del Cabo Norte a Trafalgar pasando por Villaconejos. “En tiempos de tribulación, no hacer mudanzas” dicen que predicaba la de Ávila aunque, en realidad, el aserto pertenezca a San Ignacio.

En ello estamos, tiempos de cobardes que confunden el liderazgo con liderar, entendido no como dirigir, inspirar o crear, sino tan sólo “ser”. Ser el primero, el mejor, indiscutiblemente indiscutible, arriba que no abajo, antes que no después.

Vivimos tiempos en los que un equipo perdedor acoge ocultos ganadores. Necesitamos recuperar la certeza de que en un equipo ganador no pueden existir perdedores. Esa y no otra es la esencia del liderazgo. Establecer retos, señalar el camino, ser un ejemplo a seguir, construir el consenso, hacer llegar el mensaje, provocar el descubrimiento de los valores ocultos y, en definitiva, levantarse, una vez más, poniéndose en camino sin dejar a nadie atrás. Ese es el líder que lidera importando poco si se trata de su versión inspiradora, carismática, funcional, transcendental, pragmática o vallisoletana. Las categorías están basadas en hechos. Quizás necesitemos un nuevo hecho.

Son tiempos de cobardes, pero también de charlatanes que dicen liderar cuando no son otra cosa que gestores del éxito convertido en exceso. Tiempos en los que la línea que separa el auténtico liderazgo del autoritarismo oportunista apenas si es perceptible y puedo serlo aún más amparada en la desesperanza de quien se ve irremediablemente condenado al fracaso y el olvido.

La excelencia del bienestar, la sabiduría de la opulencia nos han conducido a la obscena parálisis del reaccionario que viendo en peligro sus derechos y prebendas, apenas si sabe articular otra estrategia que la de la indignación. El triunfo de la tecnología nos ha hecho tan libres e iguales que apenas si consentimos la posibilidad de un nuevo liderazgo, prefiriendo a quienes lideran la inútil resistencia frente a una nueva realidad que nunca será peor, simplemente distinta y, sólo por ello, ya será infinitamente mejor.

Cuando ya no somos capaces de soñar, despertamos, alterados, confundidos al no poder recordar claramente hacia donde nos dirigíamos. Hemos dejado de soñar y ahora nos toca dejarnos liderar por quienes habían permanecido despiertos en todo momento, incapaces de imaginar y, por tanto, de crear, recurriendo a la mentira, la amenaza y la condenación eterna. Un juego tan viejo como el hombre porque, al fin y al cabo, él lo inventó.

Hemos llegado a tal grado de soberbia satisfacción que nos resulta imposible traspasar la frontera de la simple e inútil indignación. No debiéramos recurrir a la violencia y la revolución si en algo valoramos todo el camino que hemos recorrido. Es poco probable que ocurra, pero no por respeto a nuestra herencia sino por el cobarde egoísmo a perder definitivamente nuestra falsa certeza. Tan sólo aquellos que no tienen nada que perder se levantan más allá de la indignación en oscuros rincones del planeta. Nada nos va en ello porque nunca estuvimos con ellos. Barbaros de más allá de las fronteras del éxito y el bienestar. Enemigos declarados del Imperio que acechan prosperidad, la cultura y la modernidad. Accidentes casuales, titulares efímeros, el mal menor.

Hemos renegado de la fuerza inspiradora de un Mundo Mejor. ¿Qué puede haber mejor? ¿Por qué hemos de luchar por algo mejor? Si enfermamos, tenemos derecho a ser escuchados aunque no necesariamente sanados, quizás agonicemos, pero tendremos derecho. Nuestros hijos tienen derecho a ser educados, poco importa si aprenden algo más que “el conocer”, tienen el derecho y con ello basta. Podemos elegir a quienes lideran aunque, poco después, se muestren zafios e incapaces, pero vivimos en democracia. Quizás perdamos nuestros trabajos, pero siempre tendremos nuestro derecho a este o aquel subsidio.

Dicen que nos han comprado con cuatro parques, siete polideportivos, ocho residencias de mayores que no ancianos y, menos aún, viejos, nueve aeropuertos, diez señeros edificios de tal o cual y cuarenta metros de colmena estival. Pero nada más lejos de la realidad. Nos hemos vendido al mejor postor y, ahora que apenas amanece, le llamamos saqueador.

Estamos condenados a vagar sin liderazgo mientras no reconozcamos que esos tiempos nunca fueron mejores, mientras no admitamos que nunca fue un sueño, mientras no reneguemos de cuatro chuscos a precio de pintada, mientras no superemos la inútil parálisis de la indignación. El líder nace no se hace. Pero nace en el seno de una sociedad inquieta, ambiciosa, retadora. Nosotros somos su madre y su padre, su tía y su abuela.

Mientras no lo comprendamos, continuaremos dejar pasar la vida, hasta que, un día, no haya noticias de nosotros.


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