Revista Cine
Que el tiempo gira a diferente velocidad para cada uno de nosotros es incuestionable Y dependiendo de la etapa que atravesamos, del estado de ánimo, del trabajo que desempeñamos, lo hace con mayor o menor rapidez en un mismo día. Si mencionamos aquí que el gran patriarca de la literatura rusa, Tolstói, se tomó seis años de su vida en escribir las más de mil páginas de Guerra y paz y que para las doscientas de Hadji Murat necesitó ocho, se podrá argumentar que fue porque depuró el estilo, se dedicó a otras tareas y castigos terrenales, se perdió en el esperanto y utopías, y hasta que abandonó la obra para terminar otras, hasta el punto de que Hadji Murat fue publicada póstumamente e incompleta, cuando lo más probable es que el tiempo le fuese pisando los talones y las horas llegasen una tras otra con apremio y le dejasen sin el aliento necesario para terminar el relato del jinete rebelde. Cualquiera habrá notado como en un estado de gripe o abatimiento el tiempo pasa despacio, como en mitad de una fiesta a la que quisimos asistir y estamos divirtiéndonos las manecillas del reloj, o los dígitos de la aplicación (im)pertinente de nuestro teléfono móvil, marcan una hora imposible por lo tardía. Y es que el tiempo discurre a una velocidad proporcional al disfrute que hacemos del mismo.
No obstante, hay gente que deja una producción tan prolífica que piensas que hizo un pacto con la bruja de la naturaleza, pues no hay relojero mayor capaz de estirar tanto las horas, los minutos, los segundos. Sólo así nos explicamos el tamaño del legado de Picasso, Dalí, Balzac, Michelangelo, Enid Blyton y tantos otros. Y en la producción artística sucede que si el número de referencias es elevado, si la cifra de la suma de sus entregas es cercano a la enormidad, inevitablemente ha de de esconder alguna obra de altura, de irreprochable valor, maestra quizá, sino varias, aunque no basta con aplicarse con encono a una tarea para llegar a gozar del reconocimiento y prestigio de contemporáneos y venideros: el talento se tiene o no. (Otro tema sería la soledad e impudicia que acompaña al creador, que no es ni mayor ni menor que la del vecino más anónimo, sino más aireada. Al menos hasta que apareció la televisión y, por dar la razón a Warhol, otro pretencioso de inagotable testamento, hurgó en las cloacas y repartió gloria y miseria a diestro y siniestro, y donde pone diestro no quiere decir únicamente torero.) Pero aun teniendo talento, juicio, razonamiento, que no necesariamente razón, no ha de caer uno en tentaciones y divanes y ha de lanzarse con posesión a la tarea engendradora, olvidándose de las disputas y enfermedades mundanas, que no sirve lamentarse en el lecho de muerte por lo no escrito, no pintado, no musicalizado. Y es por la actual facilidad de acceso al conocimiento, a la natural desconexión de la rutina, por la cantidad de información que hoy recibimos, la oferta de dispersión que recibimos vía unos y ceros, ondas hertzianas, repetidores terrestres, papel tintado, que se hace imposible la creación de una obra inconmensurable, de proporciones gigantescas, llena por tanto de trampas y pozos pero también de alguna torre de admiración.
Leemos en un blog o visionamos y escuchamos en una descarga de coste cero la vida de una autora que escribió más de medio millar de títulos, descuidó la educación de sus hijas y se convirtió en una desagradecida hija y hermana, aparte de una adúltera mentirosa y ruin, que terminó internada en una clínica, vencida por el mal de Alzheimer, sin poder demostrar que si sus libros olían a jengibre era porque ella, y sólo ella, así lo decidía, y reflexionamos a velocidad de vértigo: no está mal vaya así era la vida de Enid Blyton la escritora de aquellos cuentos de Los Cinco de mi infancia quién me lo iba a decir no se lo pasó mal mientras bombardeaban a sus paisanos..., o bien -¿más grave?-: vaya historia quién es esta tía no la conozco de nada..., para pasar enseguida a otra cosa: ¿qué habrá en la tele ahora? ¿miro el correo? ¿y el catálogo del Ikea?... Es por tanto que el conocimiento nos hace más libres pero también más ignorantes: para qué profundizar en materia alguna si están las calculadoras, los procesadores de texto, los posicionamientos vía satélite, los avances que nos evitan detenernos en nada que no sea el placer rápido o la obtención de dinero con el que comprar más placer rápido. Para qué crear yo si hay tanta distracción y tengo tan poco tiempo.
En un mundo en crisis, saber que las ventas de automóviles han descendido en todos los segmentos exceptos en aquellos cuyos destinatarios principales son las clases más privilegiadas y poderosas (berlinas, 4x4, de representación, y similares y superiores), demuestra que no sólo el tiempo gira a velocidad ajustada al uso que hacemos de él, también lo hace el progreso, el futuro, que se aleja según aumente el hambre que padece quien escucha el tictac del reloj. Hambre en el sentido mas terrenal y básico: el de saciar el estómago. Y en Navidad, como en el resto de las celebraciones, el tiempo pasa, ha pasado, rápido o lento según el plato y el billetero estén, han estado, más o menos colmados.
Enid Blyton