Entre las explicaciones más habituales están las de asociar estas agresiones –asesinatos- al machismo, y, si se quiere “profundizar” un poco más, se habla de la sociedad patriarcal y su escala de valores. Por lo general se da por buena la tesis de que la violencia del hombre sobre la mujer es la consecuencia de una sociedad patriarcal donde el machismo es la conducta lógica del hombre, en cualquiera de sus grados, desde la más benigna, como sería la implicación menor en el mantenimiento de la casa o cuidado de hijos, hasta la más grave, como es la agresión física.
En mi opinión: Esa explicación está mal enfocada, es incompleta y elude señalar algunas responsabilidades. Lo comentaré brevemente, partiendo de algunas ideas para mí evidentes:
- No existe un gen del machismo, por el cual haya una predeterminación a comportarse de una determinada forma del hombre hacia la mujer, ni siquiera en la atracción sexual. Al menos hasta la fecha no se ha identificado ese gen.
- De esa ausencia de predisposición genética se deriva que no hay una intención perversa “per se” –biológicamente predeterminada- en los hombres para menospreciar o considerar como inferiores a las mujeres.
- Hay hombres que siempre han considerado a las mujeres como sus iguales; es decir, que no han tenido el “machismo” interiorizado como conducta propia por el hecho de ser hombre.
- Hay mujeres que comparten esa visión “machista” de las relaciones hombre-mujer. Que entienden que hay ciertas profesiones o situaciones en que la mujer está en desventaja o no tiene la capacidad física o intelectual para desempeñarlas.
Entonces, si no hay un gen, si no hay una intención predeterminada, si hay hombres que no son “machistas” y mujeres que sí, ¿de dónde surge esa creencia que se ha dado en llamar machismo y cristaliza en la denominada sociedad patriarcal?
En mi opinión de un concepto mágico-religioso que otorga valor a las personas en función de su sexo. De la creencia de que una mujer vale menos que un hombre, una niña, menos que un niño, y aquélla y esta menos que un animal, o como mucho igual.
No es de la fuerza física o de una conspiración de los hombres en un pasado remoto como se fundamenta la creencia de la supremacía en todos los aspectos sociales del hombre sobre la mujer, sino de la atribución sobrevenida –inventada- de un valor inferior de la mujer por una creencia religiosa que así lo establece como “verdad revelada”. Y esa es la constante en las religiones que han dado en llamarse patriarcales: la judía, la cristiana y la musulmana. Pero no sólo en ellas, aunque sí ha sido en ellas donde más fuerza ha alcanzado esa consideración hacia la mujer como ser inferior, sin “alma”, sujeta al hombre e incapaz por sí misma.
La religión, tal y como hoy la conocemos, es una elaboración intelectual muy perfeccionada si la comparamos con las primitivas creencias animistas sobre una visión mágica de lo más cercano: el árbol, el trueno, un animal, una montaña… a una construcción jerarquizada de poderes idealizados en figuras humanas, en los que unos dominan a otros, y gobiernan aspectos concretos de la vida, es una mejora organizativa en lo social, en cuanto determinan papeles a los actores humanos. Así, el rey es la imagen del poder divino sobre los hombres y lo masculino predomina sobre lo femenino.
Si las creencias animistas otorgaban a cada acto o situación un valor trascendente per se, las religiones antropomorfas lo hacen en función de una valoración superior. De ese modo, en la postura animista, la vida de la mujer y sus ciclos son elementos mágicos que tienen valor por lo que representan, mientras en la antropomorfa masculina lo que no es “comprensible” es maligno. Y de lo maligno a lo sucio e impuro el camino está hecho.
Así, la creencia religiosa que no comprende el “ciclo femenino”, que sólo empíricamente lo asocia a ciclos lunares y a la oscuridad encuentra fácil desvalorizar a esa parte de la humanidad que está “atada biológicamente” al ciclo reproductivo. Del hecho biológico, en sí “ni bueno ni malo”, se pasa al valor social y económico de la persona. La mujer está en toda la literatura religiosa por debajo del hombre. Su vida vale menos y su posición es siempre dependiente de la del hombre, sea este su padre, marido o hijo. Si en las religiones animistas o que representan a una diosa fuerte la mujer tiene alguna posición de preeminencia, en las de imaginería masculina su situación es similar a la de una esclava o bien de libre disposición de su dueño. Por supuesto, hombre.
La violencia contra la mujer se inicia y se “justifica” en esas violencias más escondidas, y que pueden estar realimentando la más visible: violencias simbólicas y violencias institucionales. Que son violencias alimentadas desde hace miles de años por creencias religiosas que esconden razones económicas. Pues el varón (debía) confiar el cuidado de su cuerpo y de la descendencia sólo a aquello que podía controlar de manera absoluta, y ese control se lo aseguraba, en primer lugar, la ideología en forma de creencia religiosa; que determinaba por orden divino su posición sobre la mujer, y de una manera mucho más eficaz que la fuerza bruta, pues mientras esta última exige un gran desgaste de energía y recursos, la primera asegura que es la propia “esclava” la que se controla sin necesidad de vigilancia externa. ¿Qué hay más eficaz que sea la propia mujer la que se convierta en su guardián?
Por ello, cuando la mujer decide ser autónoma, decide ser sujeto y cambia, salta la chispa que enciende la violencia machista. Violencia que se alimenta de la creencia de siglos de “ser superior por mandato divino”. El “eres mía”, o “tú no vales nada”, o “te callas cuando yo hablo”,… están en el origen del valor consagrado en las religiones a hombres y mujeres.
Y es ese origen el que hace que la violencia del hombre sobre la mujer sea transversal a clase social o económica, origen étnico, etc. Sólo cambia la calidad de esa violencia: física, psicológica, económica…
Y para muestra un par de botones:
- Decía el arzobispo de Granada Javier Martínez, en diciembre de 2009, que si una mujer aborta "da a los varones la licencia absoluta, sin límites, de abusar" de su cuerpo.
- Y anteriormente, en 2000, el Iman de Fuengirola Mohamed Kamal Mostafa había sido condenado en el Juzgado nº 3 de lo Penal de Barcelona por un delito de provocación a la violencia por razón de sexo por los consejos que daba en el libro “La mujer en el Islam”, donde puede leerse “no se debe golpear las partes sensibles del cuerpo (la cara, el pecho, el vientre, la cabeza...)”, o “los golpes se han de administrar a unas partes concretas del cuerpo como los pies y las manos” o “los golpes no han de ser fuertes y duros, porque la finalidad es hacer sufrir psicológicamente y no humillar y maltratar físicamente”.