Revista Cine
Seis
“Si es que a través de estos muros el mundo apenada miras, y por el mundo suspiras de libertad con afán, acuérdate que al pie mismo de esos muros que te guardan para salvarte te aguardan los brazos de tu don Juan.”Palabras de don Juan.
Fue aquel un brevísimo noviazgo del que toda la ciudad se hizo eco. Inés Vidal que había rechazado más pretendientes de los que se podían contar con los dedos de las manos, se había comprometido al fin con un humilde maestro de música, recién retornado a la ciudad después de una ausencia de diez años; un hombre bastante mayor que ella, viudo, y con el que apenas se la había visto en el paseo, siempre acompañados por su padre o alguno de sus hermanos y cuñadas, o en Misa de domingo, donde él la esperaba siempre puntual para ofrecerle agua bendita de su mano. Por lo demás, no solían mostrarse en ninguno de los lugares donde habitualmente se podría encontrar a una pareja comprometida y próxima ya al altar.
Parado ante el espejo, deshaciéndose el nudo de la corbata, Juan meditaba en todas aquellas cosas que la ciudad rumoreaba y que él no podía ignorar. ¿Y si Inés le plantaba ante el altar? Era una opción, puesto que ella misma había confesado estar algo loca, y él mismo la había descubierto en alguna ocasión observando objetos inanimados como si mantuviera una conversación con ellos. Recordó que había sido una niña muy fantasiosa, a la que le encantaban los cuentos que, una vez aprendidos, volvía del revés contándolos a su manera. Quizá esa imaginación era la que le permitía sobrevivir a una vida que, al menos desde fuera, aparentaba monótona e insulsa. Aunque Inés no había entrado en el convento, había convertido su casa en su propio claustro. Y ahora él se empeñaba en arrancarla de aquel refugio, de todo cuanto le era querido, y obligarla a iniciar una nueva vida que tal vez no deseaba.Tenía que hablar con ella. Ya casi cogía la chaqueta cuando se dio cuenta de que estaba anocheciendo, no eran horas para presentarse en ninguna casa decente. ¿Qué podía hacer? A la mañana siguiente no le recibiría, el novio no podía ver a la novia el mismo día de la boda. Y él tenía que hablarle, convencerla de sus sentimientos que crecían día a día avivados por el desdén al que lo sometía. Prometerle dicha y felicidad eternas, amor, apoyo, fidelidad, ¿cuál sería el argumento que la convencería?Sin meditarlo a fondo se encontró ya en la calle, camino de su casa, parado ya ante su portal. No podía llamar a la puerta, probablemente ni le abrirían. ¿Tendría que hacer, pues, el papel de su tocayo el infame Tenorio y colarse por el balcón? El acceso no parecía complicado, y el sereno no rondaba la calle en aquel momento. Dicho y hecho. Con ayuda de la farola y del canalón de desagüe, en pocos segundos y sin haber corrido demasiados riesgos, se encontró en el balcón de Inés. Ya aproximaba los nudillos al cristal cuando una voz en el interior detuvo su mano en el aire.—¿Estás tranquila, entonces? —preguntaba, afable, don Evaristo a su hija, que le contestó asintiendo, su perfil transparentado a través de los finos visillos que cubrían la puerta del balcón—. Has estado muy callada estos días. No pareces… muy feliz.—Lo soy, padre, no tiene de qué preocuparse. No todas tienen la suerte de casarse con el hombre que su corazón ha elegido.Aquellas palabras provocaron al pretendiente oculto tal ansiedad que, dando un paso hacia delante, fue a golpear con la punta del pie una maceta. Ahogó una maldición, mordiéndose el labio para no quejarse.—¿Qué es ese ruido? —preguntó don Evaristo y, al momento, Inés descorrió los visillos, encontrándose cara a cara con su futuro esposo. Con las pupilas dilatadas por la sorpresa, cerró la cortina, apoyando la espalda contra la puerta mientras trataba de convencer a su padre de que sólo era el gato de la vecina saltando por los balcones—. Quizá debería salir a espantarlo.—No lo haga, padre, que es fiero y aún podría arañarle. Imagínese qué pinta tendría mañana en la Iglesia y cómo saldría en las fotografías que Virtudes se ha empeñado en que nos tomen tras la ceremonia.Apoyando una mano en el hombro de su padre, Inés lo fue guiando, con dulzura a la vez que firmeza, hacia la puerta, mientras lo dejaba despotricar contra esos inventos modernos y los caprichos de su cuñada.
—Ya sé que no son horas, ni formas, ni lugar si me apuras, donde aparecerme sin avisar. Pero tenía que verte... –dijo en cuanto ella abrió la puerta del balcón.—Ya me vas a ver mañana. Y todos los días siguientes, parecía añadir su gesto contrito. Juan no sabía si dar las gracias o indignarse por su disposición, tan firme como falta de entusiasmo, al matrimonio.—Apenas hemos hablado desde aquella noche, me rehúyes, me esquivas, y yo sigo sin comprender las razones de tu negativa. ¿Es que acaso... no me quieres? ¿Por eso me confesaste tu arrepentimiento?—No entiendes nada. —Inés dio dos pasos dentro de la habitación, lo que Juan interpretó como una invitación a entrar—. Yo...Dos golpes en la puerta.—Inés, hija, perdona que te moleste de nuevo...Antes de que don Evaristo terminase la frase, ya Juan estaba de nuevo en el balcón y la puerta cerrada tras él, con los visillos echados para ocultar su sombra. Inés abrió y se encontró a su padre en el pasillo, quien le pidió que le dejase hecho el nudo de la corbata para el día siguiente, ya que probablemente ambos estarían demasiado nerviosos aquella mañana para hacerlo correctamente. Con dedos temblorosos, pues, Inés hizo el peor nudo de su vida y se lo entregó a su padre, con una sonrisa trémula, mientras éste le repetía las buenas noches.—Explícamelo entonces.—¡Pensaba que te habías ido! —Inés se llevó una mano al corazón para detener su sobresalto. Apenas acababa de cerrarle la puerta a su padre y ya su prometido estaba de nuevo dentro del dormitorio.—No me iré hasta que me hables. Dime, ¿dónde ha ido aquella criatura coqueta que ha estado tentándome desde que nuestros caminos volvieron a cruzarse? ¿Dónde la mujer apasionada de aquella noche inolvidable?—No sigas... —levantó la mano, la palma abierta, para detenerle, y él aprovechó para tomar sus dedos y llevárselos a los labios.—¿No sabes que sueño contigo día y noche? Me has embrujado, tus labios me han dado a beber una pócima tan dulce que ya nada calma mi sed desde entonces, apenas he vivido estos días con la esperanza de que llegue la bendita hora en que seas mía, mía para siempre.—Tú no querías volver a casarte —le acusó ella, revelando al fin el problema—. Yo te obligué, te puse en un compromiso, te...—Me sedujiste, sí. —Juan le apartó con delicadeza un rizo de su melena dorada que le caía sobre los ojos, sonriéndole con ternura—. Y te daré toda la vida gracias por ello. Me hiciste comprender que estaba equivocado, que haber tenido mala suerte una vez no significa padecerla para toda la vida. Y por eso y por mil cosas más, me hace tan feliz la idea de ser tu esposo.—¿Crees que llegarás a quererme, entonces? —preguntó ella, alzando sus ojos con un gesto cándido que lo seducía más que las tácticas de mujer fatal que al principio habían intentado y que tan mal se le daban.—Creo que te quiero ya.Las manos de ella volaron sobre sus hombros, las de él enlazadas en su cintura, ya sus labios se tocaban cuando volvieron a llamar a la puerta.—Señorita Inés, le traigo su chocolate caliente.Apretando la boca para no reírse, Inés abrió a la doncella y recibió de ésta la taza con la dulce bebida, tratando de no hacer un gesto que revelase al que se ocultaba tras la puerta. Se desearon mutuamente buenas noches y de nuevo la habitación volvió a quedar en silencio.—Hay más movimiento en tu dormitorio a la noche que en Misa de doce.Para no soltar una carcajada, Inés se colgó de los brazos de su prometido y le ofreció sus labios, que él tomó agradecido, besándolos con fruición.—Ahora tienes que irte. Mañana quiero estar muy hermosa para ti y no cansada y con ojeras.—Es la última vez que me echas de tu alcoba, doña Inés.—Adiós, don Juan. —Le acompañó al balcón y, después de cerciorarse que no había curiosos que lo pudieran sorprender y que el sereno seguía sin aparecer, se despidieron con otro breve beso—. Mañana podrás recitarme entero el Tenorio.—Mañana, Inés, no habrá tiempo para poesía. —Su mirada seductora, casi canalla, le prometió placeres desconocidos y exóticos juegos sin fin. Con un suspiro, Inés lo observó descender de vuelta a la calle y alejarse, diciéndole adiós con la mano.