Revista Cine

El maestro de piano -2-

Por Teresac

Un ama de llaves vestida de riguroso negro las hizo pasar a un saloncito. Al momento, Virtudes se sentó cerca de la ventana abierta, dejando que el aire que entraba le refrescase las mejillas arreboladas. Inés, de pie cerca de la puerta, esperaba ver entrar por ella su pasado. Nunca imaginó que tal vez fuera su futuro.—Usted no puede ser la madre de Pablo.Él estaba parado en el pasillo, a contraluz, de modo que Inés no podía reconocer sus rasgos, sólo su voz. Nunca había olvidado su voz.—¿Por qué lo dice?—Demasiado joven.Se acercó lo suficiente para que la luz de la habitación lo alcanzara, dibujando su mentón fuerte, su nariz recta de herencia romana, sus ojos grandes bajo gruesos párpados y su pelo negro, con aquel mechón rebelde que seguía cayéndole sobre la frente, imposible de dominar con pomadas. Los años pasados no le habían envejecido lo más mínimo, antes bien, la madurez aumentaba su innato atractivo.—No tanto, no se crea.—¿Una mujer que no trata de quitarse años? Ahora me dirá que en el tiempo que he estado fuera de la ciudad, los peces han aprendido a volar y ellos solos se suben a los barcos pesqueros.—Por lo mucho que ha demorado su regreso, bien pudiera ser que se hubieran dado toda clase de prodigios en su ausencia. —Inés extendió su mano, elegante, contenida, sujetando con una sonrisa cortés las emociones que amenazaban con desbordarse por todos los poros de su piel—. Don Juan, es un placer volver a verle.—Esto sí es un prodigio. —El maestro de música se inclinó para besar la mano que ella le ofrecía, rozándola apenas con sus labios, descarado y galante a la vez que seductor—. Usted me conoce y yo debo de estar senil porque me resisto a ponerle un nombre a tanta belleza.—Sólo era una niña cuando usted dejó la ciudad.—Ya lo imagino. —La mano blanca de Inés seguía entre las suyas, y por un momento la observó, como sin en ella estuviera escrito el misterio de su identidad—. Pero permítame decirle que ha crecido usted admirablemente.—Y usted sigue siendo tan encantador.—¿Me hará sufrir por mucho tiempo más con esta incertidumbre?—Sólo un momento más, el tiempo necesario para presentarle a mi cuñada, la madre de su alumno.Sólo entonces Juan se dio cuenta de que había otra dama en la habitación, una que había escuchado aquel intercambio y parecía muy divertida con tal escena.—Perdóneme que no la haya visto antes, señora.—Virtudes Álvarez de Vidal. —Con gesto lánguido, la cuñada de Inés extendió su mano, que el profesor se llevó a la boca, sin besarla, como mandaba el protocolo que antes se había saltado—. Me temo que mi marido está en la Corte, es diputado, supongo que ya lo sabe usted, y no le esperamos de regreso antes de un mes.—Juan Cortés, para servirla, señora. No sabe cómo lamento que se haya molestado por una chiquillada, nunca hubiera enviado esa nota de saber que su esposo no estaba en casa y que usted se sentiría obligada a venir en su lugar.—No se preocupe, esto está resultando de lo más interesante. —Virtudes lanzó una mirada retadora a Inés, que parada cerca de la ventana parecía de repente inmersa en inquietantes pensamientos.—¿Se refiere a la intriga con la que me castiga su joven amiga? Bueno, digamos que ya empiezo a descubrirla, puesto que han dicho que son cuñadas, y usted es la señora de Vidal, puedo deducir que la joven es la señorita Vidal, ¿o es demasiado fácil?—Podría estar casada.—No lleva anillo.—Veo que usted no pierde detalle.—Entonces, señorita Vidal, veamos, déjeme que recuerde a qué jovencita con su nombre podía yo conocer hace diez años. ¿Quizá le daba clases de piano?Inés asintió, inclinando la cabeza con una sonrisa que haría suspirar a los ángeles. Juan la miró por un instante eterno, observó su cabello dorado reluciente bajo la luz del sol que se colaba por la ventana, su piel blanca, traslúcida, que mostraba pequeñas venas azules en sus sienes y en el cuello, los ojos grandes, tan dulces como inocentes y, una sorpresa, una pequeña pista con la que no había contado: al girar ella la cabeza, había descubierto un pequeño lunar en el mentón. Un lunar hecho para ser besado.EL MAESTRO DE PIANO -2-—Merezco ser fusilado por mi mala memoria. —Caminó alrededor de ella, como si fuera sólo una bella estatua en un museo, y por su quietud y su elegancia, realmente lo parecía—. No había entonces, ni creo que haya ahora, criatura más hermosa en la provincia que mi joven alumna, Inés Vidal.Virtudes carraspeó, esperando que él añadiera alguna coletilla del tipo “mejorando lo presente”, pero aguardó en vano. Aquellos dos se miraban a los ojos como si el mundo, ahora sí, se hubiera detenido, aguantando el aliento, esperando su permiso para volver a rotar.—Le echamos mucho de menos —dijo Inés, parpadeando coqueta.—Y yo a usted, y a su padre... ¿Cómo está?—Bien, gracias.—Me alegro. Supe lo de su madre, permítame aunque tarde, darle mis condolencias.—Se agradecen.—¿Sigue tocando el piano?Inés negó con la cabeza, y por su gesto supo que no debía seguir preguntando. Cómo explicarle que el piano se negaba a sonar en su ausencia, que sus teclas se volvían rígidas y su sonido era como el chirrido de cadenas oxidadas. Sería tanto como confesar que su vida se detuvo aquella tarde de invierno en que el joven profesor, emocionado, le había anunciado su matrimonio y su nuevo trabajo en una prestigiosa academia de música de Barcelona.—¿Qué hay de mi hijo? —intervino Virtudes aprovechando el silencio momentáneo—. Antes habló de una chiquillada.—Sí, claro, perdone, no sé en qué estaría yo pensando. —Virtudes se removió en su silla, mordiéndose el labio para no decir que ella sí sabía exactamente en qué estaba pensando, pero un vistazo a su pensativa cuñada la hizo contenerse—. Pues siento decirle que su hijo hace novillos, prefiere quedarse en el Cantón jugando con sus compañeros de colegio que venir a practicar el solfeo, y debo decir que en parte le comprendo, yo también he tenido nueve años.—Ah, no, no, de comprenderlo nada, no sea usted demasiado blando con él. Pablito es un niño muy bueno y muy educado, pero porque su padre se lo exige; en ausencia de él a veces se vuelve difícil de controlar. Le pido que tenga mano dura con él, don Juan, como si fuera su propio hijo.—Yo no tengo hijos.Inés salió al fin de sus pensamientos al escuchar aquellas palabras. No había tenido hijos en aquellos diez años, y lo decía con cierta pena, como si le produjese dolor confesarlo. Si se hubiera casado conmigo... Cuantas veces en aquellos años había elucubrado sobre esa posibilidad. Pero ella entonces sólo tenía doce años, era una niña, pequeña, menuda, nada hacía prever la mujer en la que se convertiría, y qué podía ella hacer contra la naturaleza. Si le hubiera confesado aquel amor platónico, probablemente sólo hubiera recibido a cambio bien su hilaridad, bien su compasión. No quería ninguna de las dos, para nada.—Siento que su esposa no le haya dado hijos. ¿Hace mucho que enviudó?—Seis años.—Tiempo suficiente para haberse vuelto a casar.—No me lo he planteado.—Pues debería. Un hombre aún joven, sin hijos, solo, ¿no me diga que no echa en falta una vida más familiar?Juan sonrió para no contestar, mientras buscaba la forma de evitar el lazo que Virtudes le estaba enredando en el cuello. Inés callaba, como si las noticias que estaba recibiendo sobre su vida fueran demasiado importantes y necesitase meditarlas antes de dar su opinión. En realidad, miraba sus manos, sus dedos largos de pianista, dónde por primera vez se había dado cuenta de que no lucía anillo de boda. Así había descubierto su cuñada que estaba viudo,  nunca se le escapaba nada.—Hablábamos de Pablo...—Mano dura, es todo lo que tengo que decirle. —Virtudes intentó levantarse, y al momento Juan la tomó del brazo, ayudándola—. Creo que debemos volver a casa, ya le hemos entretenido bastante.—Ha sido un placer conocerla. —De nuevo el fingimiento del besamano, para a continuación volverse hacia Inés, a la que miró de arriba a abajo, como tratando de memorizarla—. Y a usted, ha sido un placer reencontrarla.—El placer ha sido mío. —Le entregó su mano, que besó ligeramente, acariciándola con sus labios cálidos—. Le diré a mi padre que está usted de nuevo en la ciudad.—Quizá un día podamos cenar todos juntos en tu casa —propuso Virtudes, cogiendo del brazo a su cuñada.—Sí, claro, es una buena idea.—Cuando lo tengan a bien, recibiré encantado su invitación.      Las dos mujeres se alejaron cogidas del brazo por la calle soleada, sin ser conscientes del hombre que las espiaba desde su ventana, pensativo. 

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