Revista Cine

El maestro de piano -3-

Por Teresac

—Quizá un día podamos cenar todos juntos en tu casa —propuso Virtudes, cogiendo del brazo a su cuñada.—Sí, claro, es una buena idea.—Cuando lo tengan a bien, recibiré encantado su invitación.Las dos mujeres se alejaron cogidas del brazo por la calle soleada, sin ser conscientes del hombre que las espiaba desde su ventana, pensativo. Encontrarse a Inés Vidal, ahora convertida en una mujer, y qué bella mujer, le había traído más recuerdos al maestro de piano que volver a pisar diez años después la casa que había heredado de sus padres.Recordó su juventud, a su propio maestro de música, don Narciso Otero, que le había alentado ante su talento innato, convenciendo a su padre, modesto armador de barcos pesqueros, para que dejara a su único hijo seguir su vocación. Desde entonces, Juan Cortés, ignorando el negocio familiar, consumía las horas del día entre instrumentos y partituras, tan volcado en la música que no tuvo tiempo ni para buscarse una novia, así que fue ella, la hija de don Narciso, la que le cortejó y lo llevó al altar. Había tenido tiempo suficiente durante su breve matrimonio para arrepentirse mil veces de haber confundido la devoción por su maestro y la admiración por la belleza de su hija con el amor. Y los años de viudez sólo le habían hecho reafirmarse en sus opiniones contra el matrimonio, con lo que había llegado a ser un experto en huir de jóvenes virtuosas en edad de merecer. Así que, con un suspiro, cerró su ventana y trató de ignorar el recuerdo del sensual movimiento de las caderas de Inés Vidal alejándose de su casa.
EL MAESTRO DE PIANO -3-En la calle el sol era más radiante, las flores difundían olores dulces y penetrantes, los niños pasaban corriendo y chillando y del mar llegaba un olor acre y salado que lo envolvía todo provocando a las dos mujeres la falsa sensación de que navegaban, movidas por la brisa, surcando las aceras empedradas. Una farola, galante, se inclinó al paso de Inés y la mano de bronce que servía de llamador en un portal la saludó al pasar.—Así que éste es tu don Juan.Inés sonrió, apretando más el brazo de su cuñada contra su pecho. Desde lo alto, las gaviotas le hacían guiños devolviéndole su radiante sonrisa.Sí, era él. El hombre que la hizo llorar durante tantos días seguidos que sus padres temieron que su niña, su única hija, la más pequeña, terminase en una casa de locos. El hombre que le hizo descubrir que el corazón no es sólo un órgano que impulsa la sangre golpeando, dentro—fuera, contra el pecho. El hombre que le enseñó a tocar el piano y por cuya ausencia no había podido volver siquiera a sentarse de nuevo ante sus teclas.—A veces me recitaba a Zorrilla. Decía que puesto que yo le llamaba don Juan, él me llamaría doña Inés, y se ponía de rodillas y entonaba “no es verdad ángel de amor...”.—No me extraña que quisieras entrar en un convento. Después de enamorarte y perder a un hombre así, ya sólo queda el Señor.Su madre lo había prohibido terminantemente. Ay, mamá, cuántos disgustos te di entonces, ojalá te los hubiera podido ahorrar. Porque al ver que aquello no tenía remedio, sólo se le había ocurrido pedir a gritos que la dejaran tomar los hábitos, quería hacerse monja de clausura, no ver a ningún hombre, a ninguna otra persona más para el resto de su vida. —Papá llamó a don Herminio, que era entonces el párroco de nuestra Iglesia, y le consultó mi petición.—Ya, y don Herminio le dijo que si todas las jovencitas que sufrían de amores contrariados tomasen los hábitos, el Señor tendría más esposas de las que podría mantener. —Virtudes rió, recordando aquella historia que le había contado su marido tiempo atrás. Los tres hermanos Vidal adoraban a su hermanita, pero a veces no podían evitar hacer bromas sobre aquella crisis que había vivido a tan tierna edad.De regreso a la casa de su cuñada, Inés comprobó que era mucho más tarde de lo que pensaba. —Me voy corriendo, ya hablaremos.—Recuerda que tienes que organizar una cena.—¿Una cena? Inés se volvió ya en la puerta, colocándose el sombrero mientras ya la doncella le abría. Una cena, sí, por supuesto, no iba a dejar escapar aquella oportunidad. Guiñó un ojo a Virtudes y salió corriendo, la brisa primaveral y la esperanza renacida ponían alas en sus pies ligeros.

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