Revista Arte

El más grande artista habido nunca jamás en todos los siglos del mundo, Miguel Ángel.

Por Artepoesia
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Cuando al atardecer del dieciocho de febrero de 1564 falleciera en Roma a los 89 años el genial creador Miguel Ángel Buonarroti, el Renacimiento habría acabado para siempre. Ahí terminó, con él, algo que jamás volvería a repetirse, y que muy pocos pudieron siquiera imaginar hasta dónde habría llegado -con él- ese movimiento cultural extraordinario. Para comprenderlo hay que admirar lo que él hizo, nada más. Ahí estará todo. Pero, ¿se verá, realmente? Esto, el que se viera o no, fue ya su grandeza, para lo cual se sirvió él del propio Arte. Si lo consiguió con la escultura, actividad artística compleja para expresar sutilidades, ¿qué no llegó a conseguir Miguel Ángel con su Arte pictórico? Fue una oportunidad única -para él y para nosotros- la que el papa Julio II le ofreciera a principios del siglo XVI. Este papa romano decidió decorar con los frescos más armoniosos y bellos la totalidad de la Capilla que sus ancestros le habían legado en el Vaticano. Motivos testamentales de la historia sagrada debían ser ahora la temática de la gran obra artística. Pero Miguel Ángel no era solo un pintor, era un creador, un ser a los que no se les puede decir qué deben hacer o crear con sus alardes.
Pero además la Capilla Sixtina era un edificio muy alto y alargado...¡y había que decorarlo todo! Esa fue su salvación y su agonía. Su agonía porque casi pierde su vida, su salud y su fortuna... Su salvación porque llegó a componer lo que quiso, como lo quiso y de la manera que él quiso. La Capilla Sixtina, básicamente, establece su estructura artística en dos áreas: la pared frontal y la bóveda de su techo. En la pared frontal el genio florentino creó El Juicio Final; en la bóveda del techo, temas del Génesis. Las vidas de los apóstoles y de Jesús que Julio II quería ver representadas ahí nunca fueron compuestas. Miguel Ángel decidió plasmar en el alto y alejado techo de la Capilla escenas del Antiguo Testamento, como la Creación o la Caída del hombre, y todas ellas con su estilo renacentista innovador, es decir, con esas formas esenciales ahora de componer a un ser humano grandioso, a un vencedor del mundo, ahora como centro del universo, como un protagonista indiscutible de la vida y de la historia. Casi, casi, ahora como un dios humano..., pero partícipe además de las mismas cosas que, tradicionalmente, ya le habrían maldecido por las veleidosas narraciones o por esas leyendas que lo marginaban a la innominiosa defenestración más vil, pecaminosa o más aberrante de su especie.
Desde que los artistas prerrenacentistas -Masaccio por ejemplo- habían dibujado ya la desnudez del hombre en sus obras quattrocentistas -siglo XV-, los creadores renacentistas del siguiente siglo no entendieron ahora la desnudez más que como una significativa y esencial forma de componer al ser humano. Como el ser era, con su absoluta y meridiana realidad, pura, auténtica, sin adornos, sin otras cosas que delimitaran al ser a una determinada época, a una concepción concreta, a una idea o a un prejuicio. Y Miguel Ángel no solo vio en el Génesis una excusa perfecta -los humanos entonces eran así, desnudos, como sus almas y sus anhelos- sino que esa misma excusa le ayudó también a que la belleza representada fuera ahora neoplatónica, como los principios que llevaron -entre otros- a hacer del Renacimiento una tendencia artística muy especial, libre, antropocentrista, reivindicativa o esperanzadora. Cuando, pocos años después de morir Miguel Ángel, los prelados vaticanos vieron en sus frescos de la pared frontal del Juicio Final los desnudos desinhibidos y alarmantes de los cuerpos retratados así, llamaron entonces a un pintor -Daniel da Volterra- para que éste los cubriese ya con unos velos artísticos y sosegadores. 
Sin embargo, los frescos de los altos techos, tan poco cercanos a la vista, de la Creación y la Caída del hombre fueron dejados como el artista florentino ya los hubiese compuesto. Y es esta extraordinaria obra, el fresco de La Caída del Hombre, el Pecado Original y la Expulsión del Paraíso, el ejemplo más maravilloso para entender ahora la afirmación del título de la entrada. Porque estos frescos de la Capilla Sixtina son un todo grandioso, un universo que narrará, relacionado, toda la gran imagen ideada por la intuición artística del creador. Pero, sin embargo, gracias a los detalles que las reproducciones actuales nos permiten admirar de parte de esos frescos, podremos comprobar las magníficas sensaciones pictóricas de algunas de sus concretas obras. Así, por ejemplo, veremos aquí el fresco de la Caída del hombre, un motivo iconográfico utilizado ya por otros pintores para plasmar la conocida escena de la tentación de Adán y Eva y su consecuencia posterior. Pero, Miguel Ángel no se dejará influir por nada, ni por sus maestros, ni por el Génesis, ni por los prejuicios culturales. Su privilegiada intuición nos sirve aquí para comprender hasta qué punto el Arte ayudó al creador a realizarlo.
El relato sagrado lo cuenta así: Y como viese la mujer que el árbol era bueno y una delicia para los ojos, tomó de su fruto y comió. Y dió también al hombre, que estaba a su lado, y él comió también. Curiosamente, el relato es fiel a lo que pintó Miguel Ángel, o al revés, mejor dicho. En ningún caso el Génesis describe una intervención de la vil serpiente metafórica, salvo para verbalizar en la mente de Eva unas palabras tranquilizadoras, unas pronunciadas por ella misma sobre el hecho de desmentir el consejo -que no prohibición- que Dios le habría hecho a ella: No comáis de él, ni lo toquéis, no sea que muráis. Y Miguel Ángel solo se permitirá aquí una libertad iconográfica: transformar la torticera serpiente en parte de una réplica a Eva de otra mujer, su propia conciencia.  Pero, hay algo más. En el fresco de la bóveda sixtina compuso el gran artista toscano dos escenas: a la izquierda, la caída, la tentación; a la derecha, la expulsión del paraíso. Son los mismos seres, pero no lo son... En la expulsión están hundidos ambos, avejentados, trastornados, destrozados, separados los dos casi en su caminar ahora desorientado. Sin embargo, en la izquierda de la imagen del fresco están los dos como nunca se habrán representado en ninguna imagen artística, ni antes ni después, en toda la historia. Están aquí ellos dos juntos, enfrentados sensualmente, satisfechos e inocentes, pero con una erótica actitud que, ahora que lo vemos -no antes, en el Renacimiento, cuando desde tan lejos fuesen poco visible los detalles de su belleza-, pensaremos qué necesidad tendrían ya ellos -ni siquiera de conocimiento- de comer la fruta de ese maldito árbol... 
El genio del pintor florentino llevó además a Adán a tomar la iniciativa aquí, no esperó a que ella le diese nada, él alzó su brazo derecho para tomar, por sí mismo, la misma fruta que ella estaba tomando. Tampoco hablará el Génesis de manzano ni manzana alguno, sino de una higuera, y es por eso por lo que Miguel Ángel pintará aquí una higuera en su fresco de la bóveda sixtina. Es decir, que Miguel Ángel se basó, en parte, fielmente en el texto bíblico, una astuta forma de eludir posibles críticas para poder hacer, finalmente, lo que él quería. Y lo que él quiso..., ¿qué quiso, realmente? No lo dilucidó el genial creador -como nunca en el Arte-, por eso lo dejó así, para que las intuiciones de los seres que admirasen su obra decidieran luego lo que quisieran decidir. Y una posible decisión es que los dos estaban ya satisfechos a la vez, y los dos, a la vez, decidieron ya comer la fruta. A ambos los retratará aquí el pintor tranquilos, muy seguros, llevados tan solo ahora por una distracción de lo que, antes, ellos ya estarían contentos de hacer... ¿Qué los llevó, entonces, a perderse? El pintor, como el relato bíblico, no lo explicará. No murieron, como advertía Eva a su conciencia -la vil serpiente-, no; tan solo fueron transformados, desterrados, abandonados, desconcertados. Y así los representará aquí el creador, en su otra escena retratada. Con la incomprensible manera de no llegar a poder entender ahora esa drástica transformación. ¿Por qué?, parece decirnos Miguel Ángel, ¿por qué toda esa defenestración histórica para unos seres que nunca se habrían planteado antes otra cosa, realmente, de lo que ya estaban viviendo y cómo? Y con esta duda inexplicable acabaría el creador también su vida -como el Renacimiento, como el paraíso- aquel dieciocho de febrero de 1564 en su romana casa de la piazza Venezia, cuando el mundo nunca más brillase tan desnudo como sus imágenes grandiosas y sinceras, alguna vez entonces, ya lo hicieran algo comprender...
(Detalle del fresco La Caída del Hombre, Capilla Sixtina, 1509, Miguel Ángel; Retrato de Miguel Ángel Buonarroti, 1565, del pintor Daniel da Volterra, Museo Teylers, Haarlem, Holanda; Fresco de la bóveda de la Capilla Sixtina, La Caída del Hombre, el Pecado Original y la Expulsión del Paraíso, 1509, Miguel Ángel, Ciudad del Vaticano, Roma; Detalle del Juicio Final, pared frontal de la Capilla Sixtina, 1541, Miguel Ángel, Ciudad del Vaticano, Roma; Óleo del pintor británico William Strang, La Tentación, 1899, Tate Gallery, Londres.)


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