Revista Cultura y Ocio

El Meca. Uno contra todos

Publicado el 16 noviembre 2016 por Icastico

Menudo cabrón. El Meca. Le llamaban así, abreviadamente, porque había sufrido la polio cuando era pequeño y balanceaba ruidosamente su pierna encarcelada en una prótesis hecha de hierros y correas que recordaba a una de las muchas construcciones que se podían hacer con un juego de moda de la época: Mecano. Una pierna esquelética. Era una auténtica alarma ambulante. Macabro. El tinglado que lo sostenía era como un gigantesco cascabel de gato que avisa del inminente peligro. Un “Eduardo pierna-tijeras”. Para más inri tenía una cabeza desproporcionada, famélica, en la que se marcaban con nitidez los huesos y de la que salían con ganas los ojos, como queriendo huir a un lugar más placentero. Parecía un excelente recurso didáctico para impartir una clase de anatomía. Capítulo “Cráneo”.

Por esa condición era el protegido de casi todos los maestros. El Meca sabía bien como explotar aquella pena para obtener de ellos la bula a sus múltiples fechorías. Porque era un puto acosador, un tirano, que quede claro. De frágil nada. Los débiles imponen su propia dictadura cuando les dejan. La compasión desmedida es una fábrica de déspotas. Que el Supremo nos libre de ellos. Débiles eran aquellos que tenían la desgracia de caer bajo su inquina, nutrida principalmente por la envidia que le ocasionaba cualquier poseedor de un físico normal, con piernas y cabezas normales. Débiles, porque a ver quien era el guapo que le largaba una patada como dios manda y derrumbaba aquel montón de chatarra humana. Si a la normalidad anatómica se añadía alguna habilidad que hiciera descollar a su titular, acaparando la atención de los compañeros, se estaba gestando un enemigo acérrimo del Meca.

El mote se lo colocó una víctima que un día, harto, decidió que le daba todo igual. No aguantaba más. Raúl no halló, como tampoco los demás maltratados, amparo o piedad entre los amigos del acosador. Ni entre los suyos. Ni siquiera entre el profesorado, al que acudía cuando estaba desesperado por lo que ahora llaman bullying y en los sesenta del pasado siglo gamberrada, que era el genérico para los atropellos en una España huérfana hasta de anglicismos. Y lo que resultó definitivo: ni en su propio padre encontró apoyo. Este ya le había dicho que le partiera los dientes a aquel remedo de ser humano y listo. Raúl no sabía cómo gestionar el consejo, no se veía capaz, no por falta de ganas, y lo peor es que el padre solía rematarlo con un cobarde, gallina. Hasta que no llegara a casa con un premolar de aquel cabrón en su mano ensangrentada no sería un verdadero hombre. Casi deseaba formar parte de la legión de tullidos que arropaban cada una de las acciones del indiscutible jefe y líder. Cegatos con gafas culo-botella, bizcos, cojos engaña charcos, chepas y demás desafortunados con su carrocería. Vivían tranquilos sin que nadie los molestara, ¡pobre de quien lo hiciera! Hubiese dado un cacho de oreja o diez grados de verticalidad.

Le dolía a Raúl especialmente la actitud del padre. Le dolía porque en el cole también le llamaban gallinita cobarde. Por no defenderse, a pesar de que no era la única gallinita cobarde que rehusaba hacerlo. Aquel día no le partió la boca al Mecano, pero ante la enésima vejación, cuando le “robó” el trompo de boj, su favorito, el más deseado de los trompos que bailaban en la arena del patio durante los recreos, se lo arrancó a su vez de las manos y morado de ira le gritó: ¡Mecano, que eres un Mecano, prefiero a una cobarde gallina que a un despojo de metal como tú. La próxima vez que te acerques a mi te clavo la punta de este trompo en la cara, baboso, y si tienes alguna duda, inténtalo! La amenaza surtió un efecto inmediato, además de un “sonoro” silencio. Fue una tregua tácita, unilateral y definitiva. Raúl era un artista tuneando trompos, le extraía la punta original y la sustituía por otra modelada por él, bien afilada, larga, de unos tres centímetros. Un auténtico espolón. Su gallo de pelea. Pero lo que hacía a la perfección Raúl era lanzarlo. Lo soltaba de la cuerda de un trallazo, un latigazo, para conseguir una inercia imparable. Conseguía meterlo dentro del círculo dibujado en la tierra y en el que bailaban otros trompos, muchos de ellos de humilde pino. Era frecuente que alcanzara a alguno de lleno y lo partiera en dos, como lo hubiera hecho un rayo, y al mismo tiempo bailar el suyo como si nada hubiese pasado. En eso consistía el juego. Quizás el Meca imaginó la peonza aterrizando sobre su rostro, desfigurándolo todavía más. De hecho se sabía de percances por malos lanzamientos, de trompos que fueron a parar a cabezas ajenas al corro y que necesitaron algún punto de sutura. Fue suficiente para el Meca.

Acababa de nacer un héroe. Sin pretenderlo, Raúl fue sumando a su causa un goteo de adeptos amedrentados por el común maltratador. Así como iban llegando lo ponían al corriente de las experiencias vividas. Insultos, escupitajos, zancadillas, hurtos. Todo le resultaba familiar al nuevo ídolo. Realmente no había ninguna “Causa” pero tampoco tenía motivos para rechazar a esa gente, por lo menos no quería hacerlo. Eso le proporcionaba un nuevo sentido a su existencia. Y qué menos que disfrutar de sensaciones tan desconocidas hasta entonces para él. Afecto, cariño. Aunque fuesen interesados. Casi sin darse cuenta, poco a poco, se fue agregando alguno de los tuertos y otros “defectuosos”. Fueron aceptados sin rencor. Notaba cómo le reconfortaba que así fuera. Pasado el tiempo se incorporó el Meca. Sin rencor. Si, cosas de héroes.


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