Revista Cultura y Ocio
Una cuadrilla de trabajadores de la compañía Degnon Contracting está excavando una nueva línea de metro en el duro subsuelo de Nueva York. Son una amalgama de nacionalidades: italianos, irlandeses y otros muchos, mano de obra barata que lucha contra el esquisto y el resistente gneis que hoy hacen posible el bosque de rascacielos. Es el año 1912. Se encuentran debajo de la calle Broadway, pero el trabajo se ha detenido. Han encontrado algo inesperado. Llaman al ingeniero. Hay un túnel muy extraño y un raro artefacto. Tres hombres se adentran en la oquedad, y lo que ven resulta difícil de creer. Las lámparas de carburo iluminan un túnel perfectamente circular, y en él un vagón de madera con forma cilíndrica exquisitamente decorado, con lámparas de oxígeno y capacidad para 22 pasajeros. Era extraño, porque no había locomotora alguna que lo hiciese funcionar. Al ingeniero le vino a la memoria un cuento breve del escritor Julio Verne: “Un expreso del futuro”, de 1895, en el que se relata la experiencia de un viaje bajo el Atlántico a bordo de un ferrocarril sin locomotora, impulsado por energía neumática. Una obra de fantasía. Un imposible. Pero, ¿acaso no estaban viendo algo parecido? Al final del túnel vieron un andén, con la entrada del túnel flanqueada por dos estatuas gemelas de Mercurio, el dios mensajero con sandalias aladas. En lo alto se podía leer “PNEUMATIC (1870) TRANSIT”. No cabía dudas: ¡era un sistema de transporte neumático de hacía 40 años! En una sala lateral se encontraron con la maquinaria que hacía posible tal hazaña: una bomba neumática de 100 caballos de vapor de potencia y seis metros y medio de altura, capaz de mover 9.000 metros cúbicos de aire por minuto. También vieron una enorme sala de espera, lujosamente decorada. Medía 40 metros de largo y estaba engalanada con cuadros, fuentes, dibujos, falsas ventanas y un gran piano. Todo seguía allí, en la oscuridad, testigos mudos de una proeza sin igual. Pero nadie recordaba este lugar. ¿Dónde estaban? ¿Qué estaban viendo? ¿Quién había construido algo así? En la década del 1870 todas las grandes ciudades del mundo crecían con rapidez y había una necesidad imperiosa por mejorar el transporte público. El caballo como medio de transporte en superficie era lento, y resultaba muy poco higiénico por razones obvias. Londres había inaugurado su primer “metro” subterráneo en 1863, con unas locomotoras de vapor que quemaban fuel y condesaban su vapor en unos depósitos especiales. Sin embargo, era imposible evitar que la mayor parte del humo escapara y llegase a los viajeros. Años antes, en la década de 1860, se había dado a conocer una nueva invención: el correo neumático. A través de pequeños túneles se enviaban cápsulas con mensajes y pequeños paquetes. Empezaban a verse en comercios, entidades bancarias y organismos públicos. Las cápsulas recorrían grandes distancias en apenas unos pocos segundos. Alfred Ely Beach, un inventor norteamericano, pensó que este sistema era limpio, seguro y eficaz; y que podía utilizarse en el transporte de personas. En una feria en Nueva York, en 1867, presentó su idea: un tubo de madera de 1.80 metros de diámetro y 30 de longitud, suspendido del techo, y en cuyo interior un vagón con capacidad para 10 asientos era disparado por aire a presión. El invento funcionaba. Pero Beach se enfrentó con un poderoso adversario: William M. Tweed, terrateniente, político corrupto y empresario sin escrúpulos, con intereses en el mundo del ferrocarril, que se opuso a las ideas de Beach. Además, los comerciantes y propietarios de los edificios de la calle Broadway veían con preocupación que sus propiedades pudiesen sufrir daños por la perforación de túneles. Beach no consiguió el permiso para excavar su metro. El osado Beach, sin embargo, estaba decidido a construir su línea, y solicitó un permiso para construir un sistema de reparto de correo subterráneo parecido al de Londres. Eran dos túneles pequeños, de unos 145cm de diámetro, bajo la calle Broadway. Cuando consiguió el permiso solicitó una enmienda para simplificar el proyecto; en vez de dos túneles independientes construiría uno más grande. El cambio pasó desapercibido y la enmienda fue aprobada. Beach alquiló un sótano de la tienda Devlin's Clothing Store, un almacén situado en el 260 de Broadway, y a escondidas empezó a perforar, por debajo de las tuberías y cloacas de Nueva York, un túnel profundo de 2.40 metros de diámetro. Había inventado el Beach Shield, un artefacto que trituraba la tierra por medio de piquetas conectadas a una bomba hidráulica, que anticipó a las tuneladoras modernas. Aprovechaba la oscuridad de la noche para sacar la tierra en sacos, que almacenaba en sótanos de edificios cercanos. No quería que nadie supiese de la magnitud de la obra. Casi al final se filtró a la prensa la verdad de lo que estaba sucediendo, pero ya era tarde para detener a Beach, y el 1 de marzo de 1870 las autoridades pudieron hacer el primer viaje en el metro neumático de Nueva York. Los primeros pasajeros tomaban asiento bajo tierra y una fuerte ráfaga de aire propulsaba el vagón y le hacía recorrer unos cientos de metros. Cuando se aproximaba al final del túnel sus ruedas tocaban un cable telegráfico que hacía sonar una campana en la sala de la gran bomba neumática. El ingeniero movía las válvulas, y pasaba del modo “propulsor” a “estirador”, por lo que el vagón reducía su velocidad y se detenía suavemente. A los pocos instantes, la cápsula era “absorbida” de vuelta a su punto de origen. Eso era todo, un viaje de ida y vuelta bajo tierra. A los neoyorquinos les encantó. El viaje costaba 25 centavos, y en dos semanas se recaudaron 2.805 dólares. En su primer año de funcionamiento se contabilizaron 400.000 viajeros. Todo el mundo estaba entusiasmado, y Beach imaginó a miles de inversionistas invirtiendo en su Beach Pneumatic Transit Co. Me encanta el detalle del dibujo, con el querubín soplando las velas. Por desgracia, estalló la Gran Depresión de 1873, la primera gran crisis del capitalismo, y el proyecto de Beach se quedó sin inversores. Intentó sobrevivir alquilando su túnel primero como galería de tiro, y luego como bodega. Pero no era suficiente para recuperar la inversión y acabó cerrando. Alfred Ely Beach murió el 1 de enero en 1896 a la edad de 69 años. Dos años más tarde, en 1898, un incendio destruyó el edificio de los almacenes Devlin y borró todo rastro de la entrada al sótano y al andén de la estación. Y cayó el olvido. Allí quedó el piano, los frescos de las paredes, el vagón y la maquinaria. Todos ellos hechos de ese material del que se forjan los sueños.