Cuando un escritor centroeuropeo se pone serio, cuidado, porque lo más probable es no salir indemne de la lectura. Que algo de apatía o desinterés por la vida se quede circulando por nuestros fluidos, como si en un descuido un personaje apático y desganado nos hubiera contagiado.
Ese puede ser Bloch, el portero y asesino de Handke que deambula por las páginas de esta historia como un juguete al que se le empieza a gastar la cuerda que le hemos dado. Nada ni nadie, visto, oído o vivido, es capaz de despertar emoción alguna en él, no queda más que inercia en cada una de sus palabras y actos. Mientras tanto, la vida a su alrededor sigue y se vive. Mueren personas, se pelean amigos, se seducen las parejas...
Handke es, como muchos, incisivo, escrupuloso, nada gustoso. Como ese jersey de lana que pica tanto, y que nos sienta tan bien que somos capaces de aguantar las rojeces en la piel.
De su adaptación cinematográfica no sé nada, aunque al escritor parece que le sobra y le basta con convertir al lector en su particular cámara objetiva.