Ayer tuve con la sesión con la psicóloga. Y me dijo algo que ya sé, pero que me he negado a arreglar. Tengo miedo de hacerlo.
Ya en una entrada anterior había tocado el tema de cómo por darle gusto a los demás, me borro a mí mismo. Sin embargo ahora la doctora me hizo ver que actúo de la misma manera con mi propia esposa. Antes de defender mis propios puntos de vista (que me parecen a veces tan insignificantes), prefiero darle la razón y ahorrarme la pena de iniciar una discusión interminable por algo que ya sé cómo va a terminar.
Ante ella, y ante el resto del mundo, yo no tengo el derecho de enojarme. He dejado que todo se me resbale, o peor aún, lo he absorbido través de la vesícula y el hígado (que ya me cobran la factura), y opto por darle la razón a todos antes que mantenerme. No sé argumentar. No puedo, se me ha olvidado.
La doctora me ha dicho una cosa en la que no había recapacitado nunca. Se le pude dar la vuelta a las discusiones. Ante la imposibilidad de poderme explicar y convencer a la otra persona, la opción es sencilla: me planto en mi negativa, o en mi certeza, según sea el caso, y me despreocupo por el resto. Según ella, la pelota estará del otro lado. No tengo que dar explicaciones de mi enojo y de mi negativa. Al menos eso fue lo que entendí.
Las relaciones humanas son tan complejas e inexpugnables para mi, que he preferido simplemente darle crédito al mundo y dar por sentado que lo que suceda es porque así debe ser... Tengo miedo de enojarme y de la reacción que las personas puedan tener porque yo me enojo.
Con mi esposa tengo miedo de que ella se enoje más que yo y haya un rompimiento mayúsculo. Con mi jefe tengo miedo de que se enoje y me corra, o peor aún, me humille frente a todos. De mi madre y mi hermana tengo miedo de que simplemente me conozcan tal cual soy. Para ellas soy el niño bueno que no da problemas... Y estúpidamente así he preferido mantener las cosas.
Todo se resume al miedo: a plantarme en mis certezas, a ser rechazado, a ser ridiculizado, a caer de la gracia de todos...