El gran reto, profesional pero, sobre todo, vital, del cineasta ruso Andrei Tarkovski consistió en luchar por conservar la libertad creativa bajo un régimen dictatorial como el soviético, que constreñía sus proyectos, controlaba sus pasos, vigilaba sus intenciones y, siempre dispuesto a aplicar el aparato disciplinario, represivo y sancionador, revisaba y recortaba sus guiones y sus metrajes sin contemplaciones. La manera de abstraerse a esta supervisión, de lo más perniciosa para sus potenciales cualidades como cineasta pero que también contribuía a alimentar su ambición formal, su ingenio y la profundidad de su mirada y del significado simbólico de sus imágenes, fue crear un gigantesco trampantojo de densidad narrativa, tomas largas y multiplicidad de puntos de vista que, diseminando señuelos aquí y allá, despistara a los censores y le permitieran contar todo aquello que se proponía narrar desde un principio, conservando los propósitos y el subtexto deseados. Esta película de 1966, su segundo largometraje, de nuevo con el aliento del control político sobre la nuca, no puede entenderse de otro modo en su totalidad. Nacido como proyecto de guion para la compañía cinematográfica Mosfilm durante el rodaje de La infancia de Iván (Ivanovo detstvo, 1962), Tarkovski no pretendía filmar una biografía convencional del famoso monje pintor, célebre por sus iconos, sino tomar su figura como un doble pretexto narrativo: en primer lugar, como vehículo para aproximarse al complejo puzle identitario ruso, en particular a los sentimientos religiosos del alma rusa y a la relación de los rusos con la abrumadora inmensidad geográfica de su país; en segundo término, pero de modo principal, camuflado bajo la evidencia del anterior, tomar al artista como símbolo de la libertad artística y de la mermada capacidad de maniobra de los creadores en una coyuntura hostil y represora. En este punto, los nombres se solapan, y el Andrei del personaje histórico protagonista de la película se identifica sin dificultad con el del director, que habla así de su propia situación, extremo que se refuerza con la estructura episódica de la historia, de unos largos 175 minutos, durante los que no pocas veces Rublev se limita a ser mero asistente pasivo a los acontecimientos, testigo mudo de los hechos que suceden y en los que no puede, ni tiene permitido, intervenir, o solo puede hacerlo tras el consentimiento, tácito o explícito, de quienes ejercen la fuerza. El guion, coescrito con Andrei Konchalovski, a punto de iniciar su propia carrera como director, mucho más interesante en su producción rusa que en sus devaneos hollywoodienses, es muestra de una situación paralela a la que narra: fue autorizado por las instancias políticas dos años después, no sin antes obligar a efectuar significativos recortes, que afectaron a la escena de batalla con la que debía dar inicio, así como a otras en las que se contaba una cruel caza de cisnes y el parto de una campesina. La sinopsis del argumento resultante es, con todo, engañosamente simple: a comienzos del siglo XV, el monje pintor Andrei Rublev (Anatoli Solonitsyn) recibe el encargo de acudir a Moscú para pintar los frescos de la catedral de la Asunción del Kremlin. Fuera del aislamiento del monasterio, Rublev contempla las torturas, los crímenes y las matanzas que se producen a lo largo y ancho del país, resultado de las rivalidades entre príncipes y de la presencia de los tártaros, lo cual le aparta de la creación y le lleva a pronunciar un juramento de silencio que solo podrá romperse finalmente en una circunstancia muy concreta.
Inicialmente asignado a Vasili Livanov, el actor que, presumiblemente, sugirió a Tarkovski la posibilidad de filmar la biografía de Rublev, el papel del pintor recayó finalmente en Solonitsyn, un mecánico que participaba en las funciones de una compañía de teatro de aficionados y que viajó a Moscú, a su coste, para visitar al cineasta y convencerle de que era el intérprete más adecuado para el papel, en lo cual Tarkovski acabó plenamente de acuerdo tras realizar las pruebas de cámara que denotaban un rostro sufriente y un profundo tormento interior que enriquecían el personaje (la osadía de Solonitsyn tuvo premio: además de ser actor recurrente en la posterior filmografía de Tarkovski -hasta que su prematura muerte le impidió aparecer en sus dos últimas películas-, formó parte del reparto de más de cuarenta filmes, de los más importantes del cine soviético, en el breve periodo de dieciséis años, llegando a ganar un Oso de Plata al mejor actor en el festival de Berlín). Comenzada la filmación en 1964, esta resultó de lo más accidentada, primero por el desvío de más de trescientos mil rublos del presupuesto (estimado inicialmente en un millón seiscientos mil) a la colosal producción de cuatro partes y más de siete horas de metraje que Sergéi Bondarchuk estaba realizando de Guerra y paz, pero también por las dificultades logísticas que implicaba la lejanía entre las distintas localizaciones escogidas, así como el mal tiempo y las nevadas que impidieron rodar en exteriores entre noviembre de 1965 y abril de 1966. No acabaron ahí los problemas: recortada y con problemas de exhibición, se hicieron copias de distintos metrajes (de 140 al original de 205 minutos), siendo la versión más extendida la estándar de 175. La película supuso así la confirmación de los cada vez mayores problemas de Tarkovski con la oficialidad soviética, que cristalizaron en el hecho de que entre este título y el siguiente, Solaris, transcurriera más de un lustro, lo que, de algún modo, venía a confirmar la certeza y la agudeza del tratamiento que el cineasta había hecho del personaje de Rublev.
La escasez de datos conservados de la vida del pintor y la riqueza de su obra artística, caracterizada por la limpieza de los trazos, el virtuosismo en el uso del color, la serenidad y sencillez formal y el sustrato místico de sus composiciones y su expresividad (casi podría decirse otro tanto del cine de Tarkovski), permiten al guion rellenar los huecos a su antojo y crear un grandioso y sugestivo mosaico formal, en un contrastado blanco y negro (lejos, por tanto, del rico cromatismo de la obra de Rublev) y con una estética entre realista y onírica, una película sensible y delicada que a veces parece una superproducción colosalista pero que, huyendo de la cronología vital de Rublev o de los distintos episodios históricos y de los hechos probados, construye un intenso y tortuoso periplo narrativo que conecta la personalidad y la postura artística del personaje con las del propio director. No es, por tanto, el aspecto formal sino la profundidad espiritual, el sentido de búsqueda artística, lo que impregna a Tarkovski de la figura y de la obra de Rublev. Una identificación que permite igualmente al cineasta establecer un paralelismo entre la Rusia del siglo XV y la Unión Soviética del momento, una atmósfera de abusos, despotismo y violencia administrada a capricho en la que resulta prácticamente imposible encontrar tiempos y espacios en los que hallar la verdad, la belleza o la pureza. Algo también completamente fuera del alcance de Rublev cuando, consumido por el sentimiento de culpa a raíz de haber causado la muerte de un semejante, se aparte del arte y del mundo y reniega incluso del uso de su propia voz. Un silencio que tiene su correspondencia en las restricciones y prohibiciones que el régimen comunista imponía a los creadores (Boris Pasternak se había visto obligado a renunciar al premio Nobel cinco años antes de la realización del filme), y que discutido y quebrantado por Tarkovski, le ocasionó multitud de problemas (Andrei Rublev no se estrenó hasta 1971 en la Unión Soviética) y le llevó a probar fortuna fuera del país, en Italia y en Suecia, con un alto coste personal y familiar.
La gran virtud del guion radica en su estructura en capítulos, narrados cronológicamente y centrados en historias, personajes y situaciones diferentes pero con personajes comunes, conexiones e influencias entre sí, contados in media res, sin principio ni final, pero que se expanden y completan en los otros capítulos. El más logrado e impactante de ellos es el último, La campana, la historia de un joven que, tras el ataque y saqueo de su pueblo, salva su vida al convencer a los tártaros de que el maestro campanero, muerto en el combate, le ha revelado los secretos y las técnicas para el fundido de una enorme campana de bronce, y de cómo, incluso engañándose a sí mismo, intenta lograr este propósito, haciendo de la necesidad virtud y encontrando una fortaleza de cuerpo y espíritu que desconocía poseer ante la pasividad del atormentado Rublev, personaje en el que el muchacho, finalmente, se encuentra. Sentimiento recíproco, y que, a través de la piedad, la compasión y la comprensión honda del alma humana, rescata al monje pintor de su retiro. El sonido de la campana se conforma así como un latido o una pulsión que conecta los cielos, las tormentas, las montañas, los ríos, los bosques, las interminables llanuras, y también los desastres de la guerra, las hogueras, las demoliciones, la destrucción, la muerte, con el amor y la fe, con la pasión creadora y el instinto artístico, con la búsqueda de una verdad siempre esquiva. En una palabra, es el latido del misterio. Más allá de abordar las relaciones entre el hombre y Dios o la naturaleza, entre el pintor y su obra, entre el artista y el pueblo, entre el ciudadano ruso y la inmensidad de su país, pero también de este como concepción mental, casi mística, la verdadera esencia de esta obra maestra de Tarkovski está en su combinación de luz y oscuridad (los blancos negros contrastados subrayan este motivo), de ruido y silencio, de rostros esculpidos por la cámara y paisajes interminables, sin fondo. La película, en fin, aborda el misterio de la creación artística en paralelo al misterio de la vida y de la muerte, y afirma la necesidad del arte (incluido el cine) desde su dimensión espiritual, moral y social.