Cuentan las crónicas que, allá por 1858, la niña Bernadette Soubirous vio a la Virgen María en una gruta al oeste de la localidad francesa de Lourdes. Entre febrero y julio de aquel año, se dieron dieciocho encuentros en uno de los cuales, el 25 de febrero, la adolescente de catorce años fue llamada a escarbar en el fango cerca del río Grave; al rato, el agua comenzó a brotar y dio origen a un manantial que además de agua, ha hecho prosperar negocios y ha canalizado infinidad de milagros hasta el día de hoy.
Pero ese del manantial no es el encuentro que justifica el presente artículo, sino este otro:
Ante la reiterada petición de Bernardette de que revelara su nombre, el 25 de marzo de 1858 (en su decimosexta aparición) la Señora le dijo: “Que soy era Immaculada Councepciou” (“Yo soy la Inmaculada Concepción”). El dogma católico de la Inmaculada Concepción de la Virgen María había sido solemnemente proclamado el 8 de diciembre de 1854, tres años antes. La expresión resultaba ajena al vocabulario de Bernadette y, en principio, fue motivo de desconcierto, tanto en el propio Padre Peyramale -párroco de Lourdes- como en otras autoridades eclesiásticas y civiles. Sin embargo, Bernadette Soubirous mantuvo una consistente actitud de calma durante todos los incisivos interrogatorios que se le hicieron, sin cambiar su historia ni su actitud, ni pretender tener un conocimiento más allá de lo dicho respecto de las visiones descritas.
[...] El último interrogatorio ante la comisión eclesiástica, presidida por el obispo de Tarbes, Laurence, fue el 1 de diciembre de 1860. El anciano obispo terminó emocionado, al repetir Bernardita el gesto y las palabras que la Virgen hiciera el 25 de marzo de 1858: “Yo soy la Inmaculada Concepción”.
Si por algo vale la pena esta historia, es porque la Virgen de Lourdes se presentó, expresamente, como la Inmaculada Concepción, avalando el dogma firmado por Pio IX unos años atrás, en 1854. Normalmente, se suele confundir este dogma de la Inmaculada Concepción con el nacimiento de Jesús en circunstancias de virginidad, pero no: se refiere a que María nació pura, sin pecado original como el resto de los mortales.
Y esto implica otorgarle a María una cualidad por la que trasciende todo carácter humano y se introduce en la familia de los dioses. O, más exactamente, de las diosas.
Letanía de María
La historia de Lourdes sirvió para consolidar el dogma, pues María “en persona” afirmaba que su naturaleza es divina, algo que, por otra parte, ya habían asumido los cristianos esotéricos. Y no tan esotéricos: las letanías lauretanas son unas invocaciones que se remontan al principio de la cristiandad y que han pervivido en el mundo católico dentro de la recitación del Santo Rosario. Un vistazo a algunos de los cincuenta nombres con que se apela a la Virgen permite entroncarla rápidamente con la tradición de las diosas paganas. Por concretar, usaremos los elegidos en la homilia celebrada por el Papa Benedicto XVI en Lourdes en 2008:
Porque eres la sonrisa de Dios, el reflejo de la luz de Cristo, la morada del Espíritu Santo, porque escogiste a Bernadette en su miseria, porque eres la estrella de la mañana, la puerta del cielo y la primera criatura resucitada, Nuestra Señora de Lourdes, junto con nuestros hermanos y hermanas cuyo cuerpo y corazón están doloridos, te decimos: ruega por nosotros.
María es “Puerta del Cielo”, ianua caeli. Sólo que con los años se han perdido muchos matices. Siguiendo a Catalina Marques en Letanía hermética de María, ianua se refiere a una entrada principal, la más importante de un edificio y, tal y como ya afirmaba en su tiempo Isidoro de Sevilla, se vincula a Jano, dios del conocimiento. Por eso, enero, mes que los romanos dedicaban a Jano, es aquel con que se “abre” el año.
La asociación entre puertas y conocimiento es tradición, puesto que todo saber permanece escondido hasta que se accede a él. Algo que se deja ver por otro de los apelativos del rosario: trono de sabiduría. Puesto que, exotéricamente, María es un personaje pasivo, se entiende que Sabiduría alude al Niño Jesús que se sienta en el regazo de la Madre, el trono.
Pero, herméticamente, María es la portadora del conocimiento, la gnóstica Sofía que proporciona la sabiduría necesaria para que lo divino llegue a la materia bajo la figura de Cristo. En la iconografía medieval, María es representada como una puerta cerrada, guardiana de secretos cuyo acceso exige ser ganado. En el prólogo al libro de Marques, encontramos la siguiente cita del alquimista Eugène Canseliet:
Admirablemente escondida y disfrazada por la Naturaleza, constituye realmente una puerta cerrada sobre su santuario, puerta que el ignorante, el impostor, el ávido y el presuntuoso nunca podrán abrir.
Se refieren los herméticos a un territorio simbólico que nos remonta a la diosa escondida en la naturaleza y que sólo permite ser vista por los iniciados. La sabiduría siempre se ha asociado con lugares ocultos, territorios desconocidos a la conciencia mientras no son desvelados. Esto es, mientras no alcanzan a ser observados.
“Reflejo de la luz de Cristo”, no puede ser de otra forma en el mundo católico. Pero la letanía también tiene una alusión a ese reflejo, pues nos habla del “espejo de la justicia”: iustitiae speculum. Para el conocimiento oculto, el espejo, en cuanto que receptor, es el símbolo hermético para el principio universal femenino. Pero, además, su forma tiene la cualidad de devolver modificada o rectificada la imagen.
En el caso de atribuirse a la Virgen, ésta refleja en la materia la chispa divina de manera acrecentada, igual que la Luna proyecta la luz del Sol en la noche terrestre, tal y como “refleja” la identificación de la Diosa con nuestro satélite natural.
La luna es el primer gran referente en las relaciones entre los seres humanos y sus actividades de supervivencia. La observación de sus fases permitió establecer ciclos superiores al día, marcado por el Sol. De hecho, el concepto de “medida” tiene su origen en el latín mensura, derivado de mensis, “mes”, que se origina a partir del griego mene, “luna”.
De acuerdo a los descubrimientos de Alexander Marshack, los sistemas de notación lunar se remontan a 40.000 años atrás, y sientan el germen de descubrimientos muy posteriores, después de acabada la era glacial, como la agricultura, el calendario, la astronomía, las matemáticas y la escritura. Dada su importancia, la luna se convertiría en la primera imagen central de lo sagrado para los pueblos antiguos.
[...] Las fases lunares, relacionadas con el ciclo de fertilidad, expresaban el ritmo de la naturaleza en su totalidad. Con el tiempo, cada fase de la luna se imaginaría como un aspecto de la diosa: la joven doncella creciente, la madre fértil en su plenitud, la anciana que se desvanece para regenerarse en el próximo ciclo.
(“Cuando la Diosa gobernaba el mundo“)
La imagen por excelencia de la diosa, en términos esotéricos, siempre fue la de la Isis egipcia, asociada a unos cuernos de vaca en forma de luna creciente, la misma luna sobre la que se manifiesta la Inmaculada Concepción.
Pero demos un paso más en relación al concepto “espejo de justicia”: en todas las mitologías, las diosas relacionadas con la Justicia eran las asistentas de la Reina del Inframundo, en las profundidades de lo Eterno. Y un dato más que nos permitirá transitar de manera natural al siguiente apartado, pues aquí encontramos que una palabra, al generarse desde la misma raíz indoeuropea, une en sí misma el acto de observar con el concepto de lo oculto: speculum, espejo, y specus, cueva.
Morada de la Noche
Llegados a este punto, damos un salto sin red a los abismos en cuyas profundidades creció el ser humano, puesto que las cuevas eran los lugares donde los sabios de la tribu se refugiaban para acceder a los estados de conciencia desde los que experimentar a sus dioses o fuerzas de la naturaleza a través de sus demonios internos. Una tradición de la iniciación a través de lo subterráneo que ha permanecido en el tiempo, civilización tras civilización, incluyendo las criptas de los templos cristianos.
En las grutas, los territorios del más allá se reflejaban en el mundo de los mortales. Ahora bien, ¿cómo eran aquellos territorios? Sorprendentemente para la mentalidad escindida de hoy, María, la “Puerta del Cielo”, nos ha abierto paso a los infiernos.
El único poema conocido de Parménides nos explica el porqué. El filósofo de Elea cuenta cómo fue llevado por unas jóvenes inmortales a las Moradas de la Noche, “donde el cielo y la tierra se unen” en las mismas raíces, donde la Noche y el Día se turnan para dirigirse al mundo. Estamos en el Origen de todo.
El guardián de la Puerta, la Justicia, le permite el paso y, una vez traspasado el umbral, la Diosa le da una cálida y amable bienvenida a su reino, donde le hará saber todo lo necesario, “tanto del inalterado corazón de la persuasiva Verdad como de las opiniones de los mortales, en las que no hay nada en que confiar”.
La cueva es el hogar natural de todo ser viviente, pues toda vida surge del interior de la tierra, “el útero de la diosa”, el lugar oscuro de la última fase donde se dan los misterios de la regeneración. De ahí que sea lógico que los muertos regresen allí donde todo comienza.
El acceso a los secretos de la diosa exige perderse en laberínticas galerías y seguir el curso de aguas subterráneas que se hunden cada vez más en los secretos de la naturaleza.
La serpiente, con su forma y movimiento fluido y veloz, llegó a simbolizar los poderes dinámicos de las aguas subterráneas. Debido a su capacidad para cambiar de piel, también se convirtió en la imagen del poder regenerador de la diosa, “especialmente de su poder para devolver a los muertos a la vida”.
Al igual que el pasaje laberíntico a través de la cueva, la espiral y el meandro simbolizan la manera sagrada de acercarse a una dimensión invisible para los sentidos humanos.
El agua y la serpiente están asociadas íntimamente a la espiral, como lo están al meandro y al laberinto. El laberinto se enrosca como una serpiente, o como el movimiento serpentino del agua a través del útero de la tierra, que es la cueva. […] Todo esto constituye una constelación perdurable de imágenes relacionadas con la figura de la diosa, pues simbolizan el intrincado sendero que conecta el mundo visible y el invisible, del tipo que las almas de los muertos habrían recorrido con el fin de volver a entrar en el útero de la madre. (“Cuando la Diosa gobernaba el mundo“)
Se entenderá también por qué María es la stella matutina, la estrella de la mañana, un título que han llevado consigo todas las diosas ligadas al amor, desde Innana en Sumeria o Ishtar en Babilonia hasta Afrodita en Grecia y Venus en Roma. Cuanto más alejadas en el tiempo, éstas figuras mejor conservaban la esencia de la Gran Diosa primera, pues los sincretismos y las sucesivas fragmentaciones en múltiples personajes se cobran poco a poco el significado original.
La diosa del amor es la encargada de descender a los infiernos en la tradición sumeria y babilónica. En su descenso, la diosa ha de desprenderse sucesivamente de sus pertenencias, según atraviesa las diferentes puertas del Aralu, el infierno babilónico, desde su corona de autoridad –lo primero que se le exige abandonar— hasta encontrarse completamente desnuda ante la Reina y Señora de los abismos. Para colmo, deberá someterse como esclava hasta que sea rescatada. La estrella matutina, en tanto que estrella, pertenece a la noche pero, en tanto que “matutina”, ha logrado salir del mundo de la oscuridad.
La Sanadora
La Diosa es un único principio sagrado universal tras las máscaras de diferentes expresiones simbólicas desde que el hombre es hombre, siempre en el marco significativo de lo oculto, lo profundo, lo nocturno. En definitiva, lo que permanece velado a la conciencia, de ahí que el siglo XX la atisbe en el Inconsciente Colectivo tal y como descubre Jung, el nombre moderno para la Morada de la Noche a la que accedían los chamanes tras aislarse en sus grutas.
Psicología profunda, cuentos de hadas, mitos en torno a los enredos de dioses y diosas. El misterio es siempre el mismo. El inconsciente es independiente en su comportamiento, es una dimensión –interior, exterior, qué diferencia hay— desde la que recibimos la orientación necesaria para desenvolvernos en la vida, desde los más simples actos de supervivencia animal hasta las más elevadas inspiraciones de un genio, pero no permite el acceso a la razón.
Por tanto, si se quiere expresar desde el mundo consciente, hay que traducirlo en palabras e historias. Como cada época quiera hacerlo es una cuestión de detalles circunstanciales. Todas las épocas se han dirigido a Ella para experimentar el aspecto espiritual, para obtener la regeneración que, en cuanto que fenómeno de la naturaleza, tiene lugar en la oscuridad, como la semilla germina bajo tierra o el óvulo fecundado se desarrolla en el interior del útero.
A la Diosa se accedía a través de una gruta. Ella residía oculta en las profundidades del subsuelo, donde se contempla la verdad de la existencia, como deja claro Parménides. La Virgen de Lourdes representa quizás el disfraz menos logrado, por cuanto que ejerce “públicamente” como regenadora y no logra ocultar ciertas señales evidentes de su verdadera identidad, del principio eterno dentro de una institución cristiana que quiso, o necesitó, borrar toda huella participativa del mismo.
En Lourdes, la Sanadora resurge de la cueva con plena personalidad e independencia; no es sólo la Madre discreta y silenciosa que se oculta ante el protagonismo del Hijo hasta su final en el Gólgota, ni tampoco el mero complemento amoroso y de pasiva esperanza al que se suelen referir los discursos del 15 de agosto o del 8 de diciembre en las homilías católicas contemporáneas. Decía Benedicto XVI en la homilía que celebró en Lourdes en 2008:
Por eso puede ser la Madre de todo consuelo y de toda ayuda, una Madre a la que todos, en cualquier necesidad, pueden osar dirigirse en su debilidad y en su pecado, porque ella lo comprende todo y es para todos la fuerza abierta de la bondad creativa. En ella Dios graba su propia imagen, la imagen de Aquel que sigue la oveja perdida hasta las montañas y hasta los espinos y abrojos de los pecados de este mundo, dejándose herir por la corona de espinas de estos pecados, para tomar la oveja sobre sus hombros y llevarla a casa.
(Vida cristiana)
En la homilia de 2008, Benedicto XVI se refería también a la función de Jesucristo como médico, mención inevitable en el contexto del santuario que nos permite remontarnos al carácter sanador de la Diosa. Con esta sencilla metáfora, el Papa situó a Jesús en relación a María como Toth lo fue en relación a Isis, Esmun a Ishtar, Esculapio a Atenea, Odin a Freya, Diancecht a Brigit, Bran a Danu… relaciones médico-diosa sanadora y portadora de la regeneración que enumera y detalla Robert Graves en La diosa blanca.
La diosa de la sanación es la Gran Diosa, Hécate, pero no la hechicera que hoy nos presentan las actuales historias del ocultismo, sino “Hékate” la Madre Primera, o Materia Prima, cuyo rastro se pierde en los tiempos más allá de Asia Menor antes de tener que someterse al patriarcado de las civilizaciones que avanzaban en ese asunto de la cultura, siendo incluida en el territorio sobrenatural de los griegos a regañadientes y como personaje menor, pues sus funciones ya estaban repartidas entre las diosas vírgenes Atenea, Artemisa y Hestia; y que luego fue olvidada como asistenta de Perséfone.
La experiencia de cruzar el umbral de la Diosa es un viaje al interior de la consciencia, cuyos oscuros y profundos abismos detienen a la razón y no le permiten el paso. Las palabras y las ideas ordenadas no saben, por tanto, describir aquellos mundos. Sólo los símbolos y las visualizaciones sirven a la experiencia.
Aquella mañana del 11 de febrero de 1858, la niña Bernardette no conoció de palabra la identidad de aquella que se le apareció en la gruta hasta días más tarde del primer encuentro. La figura permaneció callada. En palabras de Benedicto XVI:
Antes de presentarse como “la Inmaculada Concepción”, María le dio a conocer primero su sonrisa, como si fuera la puerta de entrada más adecuada para la revelación de su misterio.
La más adecuada, pues la palabra y la razón no podrían revelar misterio alguno. Antes de cualquier manipulación de la consciencia, antes de que las circunstancias de la niña y de su tiempo y lugar filtraran el suceso, le pusieran voz, rostro y lo cristianizaran como “milagro”, había tenido lugar una repetición de los antiguos misterios de la Diosa.
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