Revista Arte

El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente.

Por Artepoesia
El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente. El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente. El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente. El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente. El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente. El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente. El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente. El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente. El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente. El moliente efecto de lo real, del naturalismo feroz, o la expresividad más humana y perviviente.
Cuando los creadores del barroco tuvieron que romper con el concepto preciosista del Renacimiento, acudieron a un socorrido manierismo, al recurso de un personalísimo claroscuro o al sentimiento virtuoso de los mártires y lo sagrado -generalmente seres demasiado venerables para denostarlos. Pero, ahora, debían ser ellos mismos. Se acabó ya la dulzura eminente y gloriosa de la insigne Belleza satisfecha. Pero, el proceso en el Arte es lento, mezclado, balbuceante, confuso y personal. Algunos autores consiguieron hacer lo que la nueva tendencia barroca, la nueva época, pedían: la confección de obras correctas pero diferentes, aunque también elaboradas y conseguidas según la antigua forma de pintar. Pero, ¿cómo resolver la diferencia, la pulsión ahora más sublime de la otra, de la anterior, de aquella belleza más excelsa y poderosa?
Lo tuvieron que hacer como esos seres que sustentan la emoción que salpican sus pinturas. Éstos deben ser representados ahora con la misma expresión que esa emoción ya representa. ¿Pero con qué? Con el rostro, con la única cosa que, realmente, determina la mayor expresividad de una persona. Así lo entendió el gran creador español del barroco napolitano de aquella época: José de Ribera. Sus contemporáneos -algunos- alcanzaron a veces la cornisa gloriosa de esta tendencia, brillaron con algunas creaciones primorosas, pero no pudieron reflejar lo que el Españoleto ya obtuviera con el genial maquillaje de su obra.
Esa fue la diferencia; el matiz de por qué una cosa es más excelsa que la otra. Porque cuando las cosas se consiguen hacer, cuando se hacen sin embargo a veces de formas diferentes, es cierto que pueden alcanzar a tocar también el cielo con sus formas. Pero, sólo una puede llegar a rozar más allá de las estrellas. No es mucha quizá la diferencia, no deviene siquiera en algo especial, ni en otra cosa; es el matiz, la pequeña consistencia de una obra. Aquí, ahora, en saber expresar el gesto, la mirada, la forma en que la emoción se transmite en los rasgos, en las arrugas, en la tersura y la fuerza tamizada ya de un rostro, cualquier rostro, sea éste frágil, sobresaliente o vanidoso.
Cuando el gran poeta francés, decadentista y simbolista, Arthur Rimbaub, pasó ya una temporada en el infierno, quiso derrumbar del alto pedestal en donde estaba la solitaria Belleza, clásica, desdeñosa y alejada, esa que sus contemporáneos ya habrían encumbrado poderosa. Para ello escribiría en 1873 su gran obra, Una temporada en el infierno, del cual son parte estos versos:
Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían.
Una noche, senté a la belleza en mis rodillas.
Y la encontré amarga.
Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Huí. ¡Oh hechiceras, oh miseria, oh cólera, a vosotras os he confiado mi tesoro!
Logré desvanecer de mi espíritu toda esperanza humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz.
Llamé a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las plagas, para ahogarme con la arena, la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y le di buenos chascos a la locura.
Y la primavera me trajo la horrenda risa del idiota.
Aquí, como en muchos otros lugares parecidos, la imagen y la palabra se confunden ahora en una misma disposición creativa. Porque es lo mismo ya, porque dicen lo mismo. Unas veces, usando los colores, otras, los verbos. Ambas herramientas son -sirven- para todos, porque son universales, ágiles y permanentes; pero, no siempre todos hacen con ellas ya lo mismo: la mayor virtualidad escondida tras el genio. Eso es lo que consiguieron Ribera y Rimbaud. Traspasar la frontera de lo expresivo con el sencillo -¡y complicado!- discernimiento milagroso de lo único: alcanzar el alma emotiva de los otros.
(Detalle del óleo de José de Ribera, San Jerónimo Penitente, 1652, Museo del Prado, Madrid; Obra completa San Jerónimo Penitente, 1652, José de Ribera, Museo del Prado; Cuadro Magdalena penitente, 1611, José de Ribera, Museo Capodimonte, Nápoles; Óleo Demócrito, 1630, José de Ribera, Prado, Madrid; Obra San Pedro, 1622, José de Ribera, San Petersburgo, Rusia; Óleo Judith y la cabeza de Holofernes, 1640, Massimo Stanzione; Obra La Sibila cumana, 1620, Domenico Zampiere, Galleria Borghese, Roma; Cuadro Santa Cecilia, primer tercio XVII, Cavalier Arpino; Óleo La Caridad, 1630, Guido Reni, Museo Metropolitan de Nueva York; Cuadro Salomé, 1620, Caracciollo, Galería de los Uffizi, Florencia.)

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