Revista En Femenino

El moro de los huevos de oro

Por Expatxcojones

El moro de los huevos de oro

Mfeddal, Tánger, 2015. expatriadaxcojones.blogspot.com


Su madre ignoraba sus planes. Al no regresar a casa ese día, asustada, preguntó a sus amigos, llamó a las comisarías, buscó en los hospitales… nadie le supo decir donde se encontraba su hijo. Tenía dieciséis años y acababa de dejar Tánger en un barco, de polizón. Un mes después la llamó. Le dijo que se encontraba bien, que había emigrado a España y que no pensaba regresar.
   —Fui a Barcelona. Tenía un primo allí que trabajaba de comercial. Me instalé con él en una pensión de la Plaza Real. Pagábamos cien pesetas mensuales. Un día, paseando por la playa, se me acercaron unos chicos. Eran argelinos. Me preguntaron: ¿Estás trabajando? Les respondí que no. ¿Quieres trabajar con nosotros? Les dije que sí. Me llevaron a un callejón. Me explicaron que iban a robar un coche y que yo tenía que vigilar por si venía la policía. Me negué. No había dejado mi país para convertirme en un ladrón.
Gracias a la dueña de la pensión encontró un empleo de pintor, en Rubí. Le pagaban trescientas pesetas al mes. De allí se fue a Gerona, a trabajar en el campo. Pasaron un par de años y, ya mayor de edad, se sacó el pasaporte.
Cuando tenía veinte años su madre le buscó esposa, como manda la tradición. En verano vino a Tánger de vacaciones y se casó con ella pero no se la llevó. Ella nunca ha estado en España. Tienen cuatro hijos fruto de esta unión.
   —Siempre he estado en movimiento; buscando trabajo. Si en un sitio no lo encuentro, me voy a otro lugar. Me fui a Ibiza porque me dijeron que allí lo había. Empecé a como ayudante en una pequeña empresa de pintura y acabé siendo la mano derecha del jefe.
Mfeddal, que así se llama, trabajó día y noche hasta ahorrar lo suficiente para poder comprarse un pisito. Se había ganado la confianza del patrón, que lo apodó, El moro de los huevos de oro, y ahora lo destinaba a las tareas más peculiares, con clientes un tanto especiales.
   —Un día en casa de un alemán encontré droga. Un montón de paquetes, puestos decualquier manera, encima de una mesa. Yo los cubrí con una manta y me puse a lo mío. Pero la siguiente vez lo que había no era droga sino fajos y más fajos de dólares. Dentro de una bolsa de deporte. En cuanto lo vi, salí por la puerta. No quería hacerme responsable. Allí había demasiado dinero. Lo llamé, vino a recogerlo y, nunca se me olvidará, al terminar el trabajo me dio un millón de pesetas de propina. Me compré uncoche.
Después de nueve años en Ibiza, sufriendo la soledad y el frío del invierno, vendió el piso, recogió sus cosas y se marchó a Madrid.
   —Lo primero que hago cuando llego a un lugar nuevo es ir a la mezquita. Allí conoces a gente, te ayudan a establecerte, a encontrar trabajo… te sientes arropado. La que hay en la M30, cerca de la Plaza Castilla, es muy grande. La financiaron los saudíes…
Gracias a los contactos que hizo en la mezquita, pudo alquilar una habitación en un piso compartido, en el barrio de Fuenlabrada. Pero uno de los inquilinos, también marroquí, bebía y fumaba. No le gustó y decidió buscarse otro sitio. Encontró un pequeño estudio frente al Rastro. Vendió el piso de Ibiza y continuó trabajando de pintor. Pasaron otros cinco años. Y un día, que había ido al consulado para hacer unos trámites, la encontró. Llorando. Ella le pidió ayuda y él no pudo negársela.
   —Era muy joven, estaba sola y muerta de miedo. Se había fugado de casa con su novio que, al saber que estaba embarazada, la había abandonado. No quería regresar a Marruecos. Allí una madre soltera no vale nada. Y aunque en España tenía un hermano, era un radical. Ella temía que le hiciera algo por haber deshonrado a la familia.
Mfeedal se la llevó a su casa, acababa de mudarse a un piso más grande, y la instaló en una de las habitaciones. Con el tiempo, descubrió que era una buena chica y la convenció para llamar a sus padres diciéndole que estarían muy preocupados. Durante la conversación, ellos le pidieron, por favor, que cuidara de su niña.
Así lo hizo. Y pasó el tiempo. Nació el bebé. Llegó la fiesta del cordero. Fueron a celebrarlo a la mezquita. Él, con los hombres; ella, con las mujeres. Al ir a recogerla descubrió que les había dicho a las demás que él era su marido, el padre del niño.
   — Me pidió que me casara con ella. Yo pensaba: ¿qué hago? ¿qué hago? Por aquel entonces, ya había cambiado la ley. Para coger una segunda esposa necesitas el beneplácito de la primera y la mía no sabía nada de nada. Fui a Tánger, se lo conté y empezamos a pelear. Ella me preguntaba: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Le dije que no se preocupara, que seguiría ocupándome de ella y de nuestros hijos. Al final, aceptó y en 1999 me casé con mi segunda esposa. Adopté al niño y empezamos a luchar por los papeles. Ella estaba ilegal. Le daba miedo salir a la calle y que la policía la arrestara. Tardamos un año en arreglarlo todo. Después tuvimos dos hijos más.
Pero nada dura eternamente y la felicidad de la familia se vio afectada por la crisis. Cuando Mfeddal quiso renovar la residencia, se la denegaron. Puso un recurso. Volvieron a denegárselo. Durante un tiempo no había cotizado a la Seguridad Social. Para resolver el asunto le pedían tres mil euros. Mientras pensaba cómo lo haría le caducó y pasó a convertirse en un sin papeles. Pidió cita con un abogado. Cogió el metro en Alcobendas para ir al bufete y fue entonces cuando, al salir del vagón, un policía le pidió la documentación.
   —Yo me extrañé. En el montón de años que llevaba en España no me había sucedido nunca. Se los di. Hicieron unas llamadas de comprobación y me pidieron que fuera con ellos a comisaría. Les dije que antes debía resolver un asunto, que luego les acompañaría. El policía se puso chulo. Me cogió por los hombros. Me insultó. Me cago en tus muertos, me dijo, y entonces… le pegué. Me arrestaron. Me encerraron en el calabozo. No me hicieron juicio ni nada. Me llevaron a Barajas, de allí a Jerez, a Ceuta y de vuelta a Marruecos.
Lo condenaron a estar cinco años sin poder volver a España. De eso ya hace un par. Ahora vive en Tánger y trabaja conduciendo un Petit Taxi. Así lo conocí yo, un día que lo paré cerca de la playa para que me llevara con los niños de vuelta a casa.
Después de tantos años viviendo en el extranjero reconoce que le ha costado adaptarse a la vida en Marruecos. Dice que aquí la gente es mentirosa, que son unos liantes y que te dan muchos problemas. Me explica que conduciendo el taxi te das cuenta de lo que les queda por aprender.
   —Si me paro en un semáforo que está en rojo los coches de detrás me pitan, me insultan o directamente me adelantan y se lo saltan. Aquí nadie respeta nada. Ni los conductores, ni los peatones, que cruzan por todas partes sin mirar. Pero no me quejo. La peor parte se la lleva mi mujer. Ella y los niños, que se han quedado solos. Viven con una ayuda de 300 euros y del dinero que yo les mando. Mi mujer lo está pasando mal. No puede trabajar ¿Quién cuidaría a mis hijos si lo hiciera? Pero yo tengo miedo de que vengan los de servicios sociales y nos quiten a los niños. Le he pedido que venga a Marruecos conmigo. Dice que jamás. Que sólo volverá cuando esté muerta.
Justo en este momento se oyen unos cánticos que vienen del exterior. Miro hacia fuera. Veo a una multitud de hombres andando y cantando. Es un cortejo fúnebre. Cuatro de ellos llevan a hombros el cuerpo del difunto, envuelto en una sábana blanca. Se dirigen a la mezquita, que está al final de esta misma calle. Mfeedan hace un gesto con la mano pidiéndome silencio mientras él susurra bajito las mismas palabras que ellos. Sólo cuando sus voces suenan lejanas, continúa hablando.
   —Hasta el 2017 no podré regresar a España de forma legal. Ahora cuando quiero ir a ver a mis hijos me las tengo que ingeniar. Si me pilla la policía me volverán a deportar. Ayer hablé con mi hija, que tiene once años. No sabe nada de lo que ha pasado y me preguntaba: ¿Papá por qué nos has abandonado? Me puse muy triste. Oír esto me pone triste.   —A pesar de todo lo que me cuentas, te veo muy sonriente…   —¿Y qué voy a hacer? Darle vueltas a la cabeza no te lleva a ningún sitio. Son cosas de Dios…  

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