Revista Cine
No me digan que nunca, jamás de los jamases, han sentido la imperiosa necesidad de renombrar algo para adecuarlo a la sensación íntima que ha causado, un apelativo que coincida con el recuerdo que deja, sea una persona, sea un libro, sea una película.
Los adjetivos se inventaron para eso y la malicia popular hace siglos que inició un camino sin retorno en el que el doble sentido reside para goce de propios porque los extraños se pierden en los vericuetos que la rica lengua proporciona al momento de caricaturizar jocosamente al prójimo.
Basar el humor en las palabras, jugando con ellas, tiene dos graves adversarios: el primero es que el verbo, esquivo, pertenece a sus usuarios cotidianos y por tanto no es generalizable; el segundo es que la broma debe ser inteligible e inteligente porque, siendo zafia, acaba por cansar su evidencia: nos gusta que nos sorprendan desde que nacemos hasta que morimos y por ello pagamos en ocasiones incluso un precio alto.
Siempre ha habido y me temo que siempre habrá personajes de la farándula que, recolectado un cierto éxito, se creen capaces de concitar todas las gracias del universo en su figura, poseedores de la fórmula aúrea que apenas alcanzan a divertir a sus más fervorosos seguidores siempre y cuando no haya un buen partido de lo que sea, vaya. Uno de ésos parece ser Seth Roger que a pesar de su juventud cae en el viejo vicio de pensar que cualquier personaje se puede desarrollar con un poco de jeta, dos muecas y tres chistes facilones marca de la casa.
Tampoco es que la empresa intentada por Seth revistiera una dificultad especial ni mucho menos: en la senda de traslaciones a la pantalla de las aventuras que sedujeron al público de mediados del siglo pasado, le tocó el turno a un serial que nació en la radio y se aposentó luego en el tebeo y en la televisión: las aventuras del llamado The Green Hornet (El avispón verde) tuvieron su momento en 1966 coetánea de Batman y con no pocas similitudes pero una distinción honorífica: el protagonista, Britt Reid, es sobrino nieto de John Reid y será por mantener la tradición familiar por lo que la última traslación cinematográfica de sus aventuras, titulada también, cómo no, The Green Hornet (El avispón verde) no alcanza a ser mucho más allá que un buen intento: "nice try, Seth" debe haber oído el amigo Rogen que aparece en los créditos como guionista y productor ejecutivo: demasiadas ocupaciones para tan poco talento, chico.
Porque sin conocer más que muy de pasada las aventuras de ese ricachón enmascarado que se hace acompañar de su mayordomo hábil en la lucha -personaje que cimentó la fama de Bruce Lee- la caracterización de Rogen es un lastre pesadísimo que entorpece el sentido de la acción que la serie televisiva pretendía tener.
Siendo malvado y recordando que esos antihéroes empataron con Batman y Robin hace medio siglo, el intento de resucitar ese avispón ha resultado infructuoso porque así como el hombre murciélago ha encontrado la hucha repleta a base de ofrecer su lado más siniestro, ese avispón que atemorizaba a los criminales con sus aguijones mortíferos se ha visto convertido, por obra y gracia de su protagonista y guionista principal en un moscardón que da la lata y poca cosa más.
Los cinéfilos malévolos y sobre avisados seguramente me dirán que ya había un anticipo de mala suerte en la función al comprobar en el cartel quién es la estrella femenina, una Cameron Diaz que lleva camino de convertirse en gafe para las taquillas, pero la estimulante presencia de secundarios como Tom Wilkinson y Christoph Waltz convence y soporta por momentos la película, aunque no llegan a salvarla, como es natural: el malvado es un estrafalario hijo de puta asesino y traidor pero el héroe está hecho de pastilina sobada mil veces y uno, en más de una ocasión, siente el deseo que le peguen dos tiros ya y se acabe la función, porque el tío resulta de lo más cargante.
Es una pena que Michel Gondry se muestre incapaz de superar el escollo de las gracias de Seth porque es de reconocer que la producción es cuidada, los efectos son útiles sin pesar y el malvado corresponde al supuesto tono paródico de la película que no se toma en serio: pero así como Christoph Waltz demuestra conocer su oficio y sabe que hacer reír es cosa muy seria, las payasadas, muletillas y frases de mameluco del protagonista acaban por malmeter todo el invento y lo mandan al carajo, quedándose uno con la sensación que han malgastado tiempo y mucho dinero para conseguir una intentona fallida, un quiero y no puedo que se archivará en la misma carpeta que The Lone Ranger, su tío abuelo.
Una buena muestra de lo importante que resulta confiar más en los directores de reparto que en los representantes artísticos.
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