Revista Psicología
Un esmirriado estudiante universitario de 21 años de edad acude a la consulta. Se le nota inquieto, tenso, urgido. Las preguntas iniciales de la entrevista, introductorias, destinadas a 'romper el hielo', parecen impacientarlo más. Tamborilea con los dedos sobre su muslo, un botón de su camisa es estrangulado cada veinte segundos. Al grano:
- Un amigo médico me recomendó un test y he salido positivo. Tengo TDAH.
Me muestra una hoja. La recibo y guardo silencio unos instantes sin mirarla aún. Contemplo su rostro angustiado. TDAH: Trastorno por déficit de atención e hiperactividad.
- ¿Y cómo así llegaste a aplicarte ese test?
Parece incomodarse ante la pregunta: eso no es lo importante, me dice su rictus. Sólo espera de mí una receta, me parece entrever.
Le explico que un test no es un instrumento diagnóstico como tantas veces suele pensarse y le felicito por haber buscado una orientación profesional. Le explico también que necesito conocerlo un poco más a fin de tener una idea de quién es él y en quién se ha suscitado la idea de que era necesario dicho test.
El me explica, dejando respirar al fin el botón desfalleciente de su camisa, que ha bajado su rendimiento académico, siempre desde la primaria él coleccionaba cartones-diploma y ahora no alcanzar semejante performance lo agobia. Su mente vagabundea y rumia preocupaciones mil, su memoria se esfuerza en retener acumulativamente como estilaba antes, se autorreprocha y dentro de esos autorreproches precisamente se halla el ser 'distraído', y dentro de sus aprensiones, el que indiscutiblemente tendría TDAH.
¿Alguna vez ha consumido drogas? Nunca. Indago sobre datos de impulsividad y hallo solamente compulsividad flagrante, prevalente, omnímoda en este buen muchachote en trance de adultez. Desde pequeño ha sido un escolar modelo, derrochador de agradabilidad, apreciado por profesores y, pese a cierta timidez, poseedor de buenos amigos. ¿Problemas legales? Ninguno, nunca. ¿Entorno familiar? Nada en especial salvo el compartido anancasmo. No veo por dónde el supuesto TDAH. Esa supuesta distraibilidad suya no tiene que ver con el cuco del TDAH. Le explico cómo y porqué.
Ha cesado su tamborileo y noto que va distendiéndose mientras me cuenta que su pasatiempo favorito es la lectura y que ahora tiene entre manos 2666, de Bolaño. Detectives salvajes no ha leído aún, y le comento que ambas novelas están en internet pero que es poco práctico leer semejantes librotes en una pantalla, y sonrío. Empiezo a resumir mis impresiones, ahuyento al cucote, nos reímos al leer esa hoja doblada que es su test -cualquier persona aprensiva podría dar un alarmante positivo en ese test y en otros, incluyéndome también-. Ahora él sonríe. Le planteo una explicación abarcativa de lo suyo. Globalmente, no tan sólo su malhadada 'distraibilidad' -más bien un estilo inseguro y reasegurador de asumir ciertos contenidos mentales.
Al final, reiterando y abundando en los malabarismos de los dichosos tests y el TDAH del adulto y en la insidiosa ansiedad que puede corroernos y sorprendernos pese a que forma nuestra naturaleza y llegar hasta a desmoralizarnos un poquitín tantas veces - o un pocotón-, le digo que estoy llano a escuchar su opinión mientras compruebo con una rápida mirada que su botón ha sobrevivido. Lo oigo:
- Doctor -me dice- le creo...
Luego el trámite final, las formalidades de rigor, el retorno a los roles estereotipados y previsibles. Ha terminado la consulta.
Estremecido pienso cuánto, cómo es cada vez más inusual que un paciente a un psiquiatra le diga eso.
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