Confieso de antemano que soy una lectora poco familiarizada con la fantasía épica. A parte de Tolkien y de Homero, a quienes leí y releí en mi infancia y adolescencia, he pasado muchos años alejada de este género, leyendo toda clase de ficciones, en ningún momento dentro del campo de la llamada “fantasía”.
Fue en un foro literario, Tierra de Leyendas, donde descubrí que, después de la obra de Tolkien, la más mencionada y valorada por los participantes era Canción de Hielo y Fuego, de George R.R. Martin. La curiosidad me espoleó y decidí encargar a Amazon los primeros tomos de la saga, en su versión original inglesa.
Cuando abrí Juego de Tronos lo hice con la curiosidad y la expectación de una lectora que entra en terreno desconocido; quizás también con algún que otro prejuicio, esperando encontrarme un relato de proezas fabulosas y exageradas, o una secuela manida de Tolkien y otros autores…
Y me topé con un mundo. Un mundo tremendamente verosímil, imaginario pero a la vez tan creíble que me cautivó. En él, fantasía y realismo forman una amalgama maravillosa, hasta el punto de borrar las fronteras entre lo fabuloso y lo real. Lo sobrenatural invade el plano natural, y los seres míticos palpitan con tanta vida que el lector acaba viendo y creyendo en los dragones.
La narración, espléndida, fluye a través del alma de un elenco de personajes perfilados con maestría, y esto convierte la obra en una novela peligrosamente adictiva. Pocas veces he luchado tanto contra el sueño, en mis ratos de lectura nocturna, para seguir leyendo una página más.
Humanidad y magia
La humanidad de los personajes de Martin es tal vez el aspecto más fascinante de la obra. Son tan humanos, y el lector llega a conocerlos tan a fondo, que en esta obra es imposible trazar esa línea maniquea de “buenos y malos”, aunque algunos personajes nos resulten más simpáticos y otros detestables. A lo largo de la saga, al lector se le van cayendo los prejuicios y las aversiones. Martin es tan capaz de meterse en el corazón de un bravo adolescente como en el de un anciano, un guerrero, una madre, una niña de diez años o un gnomo de mente brillante y cuerpo maltrecho. Y esto, a mi ver, es destreza literaria, arte y capacidad de penetración en el espíritu humano, en las pasiones, deseos, miedos y anhelos que muchos podemos reconocer en nosotros mismos. En definitiva, es gran literatura.
Otra nota a destacar es el detallismo preciosista con que Martin nos pinta este mundo imaginario. Es tan creíble, tan real, que uno puede oler la fragancia de los bosques del Norte y sentir el aguijón de la escarcha; o puede perderse en los olores y el bullicio variopinto de una ciudad como Kings’ Landing; puede escuchar el oleaje rompiendo contra los acantilados de Dragonstone; sentir la libre inmensidad de la pradera esteparia o dejarse envolver por el misterio de un bosque de dioses.
Y en este mundo, mágico a fuer de tan vivo, quiero detenerme un poco, intentando trazar pistas hacia las fuentes de inspiración de Martin.
La tierra
A menudo oímos decir que la realidad supera la ficción, y que posiblemente no hay nada más inspirador para la fantasía que el mismo mundo real y la historia de la humanidad.
Westeros, o Poniente, como es traducido al español, es un país que, de entrada, viendo su mapa, me recordó la isla británica. Incluso la cultura de ese reino y las casas nobiliarias me remiten a la Inglaterra del medievo y el renacimiento. No deja de ser curioso que los nombres de dos de las principales casas, Stark y Lannister, recuerden, al menos fonéticamente, a las de York y Lancaster, eternas rivales en la historia de la Inglaterra medieval.
El entorno geográfico también nos evoca el viejo continente: el norte es frío e inhóspito, encubriendo un misterio amenazador que se cierne sobre el sur. El centro es boscoso, con zonas pantanosas, páramos antiguos y llanos alternando con sierras de altas cumbres. El sur, cálido y exuberante, como la ribera mediterránea y el norte de África. Un estrecho separa Westeros del continente y, más allá de las ciudades libres, se extiende la estepa, la frontera oriental, el mar de yerba donde habitan las tribus nómadas y salvajes. También las tierras más allá de la estepa nos remiten a las culturas asiáticas de nuestro mundo.
Como les ocurría a Tolkien y a Lewis, Martin ha caído en el hechizo del norte. El norte como lugar de frontera, donde acecha un peligro ignoto que amenaza a todo el mundo y donde, al mismo tiempo, palpita la esperanza que puede salvarlo. Allí donde la naturaleza es más agreste y, quizás, más bella, y donde el ser humano se ve obligado a decisiones extremas para sobrevivir. En el norte, inmenso y despiadado, las trifulcas de los pueblos del sur son pequeñeces humanas, batallas absurdas entre hombres ciegos que no ven lo que se les avecina… Se acerca el invierno.
Lenguas, culturas y detalles
Martin, inspirándose en un sustrato histórico real, crea sin embargo otro mundo original y prolijo. Tomando elementos de diversas civilizaciones no sólo engendra países imaginarios, sino idiomas, cada uno con su sonoridad, su música y su nomenclatura. Sin llegar quizás al detalle riguroso de Tolkien, también logra que esos lenguajes, su léxico y atisbos de su gramática nos resulten creíbles y evocadores.
Otro aspecto singular: las religiones. La fe de Westeros es una mezcla de Cristianismo y politeísmo de raíz indoeuropea, con esos dioses arquetípicos que representan a toda la humanidad. Del Cristianismo toma elementos rituales para recrear otras dos religiones, la del agua salada, entre los pueblos isleños que no siembran, y la del fuego, con sus sacerdotes poseedores de una magia temible. Algunos ritos y signos de estas religiones, así como sus fórmulas y sentencias, son distorsiones y reinterpretaciones muy peculiares de símbolos y frases cristianas. En el primer libro de la saga quizás el elemento religioso es todavía muy discreto, pero en los siguientes, veremos como Martin desarrolla mucho más estos aspectos.
Finalmente, contribuyen a dar cuerpo a este mundo las minuciosas descripciones de edificios, barcos, ropaje e incluso de la comida. “El demonio está en los detalles”, dice Martin, en la nota explicativa al final de Juego de Tronos, parafraseando la célebre frase de Mies van der Rohe: “Dios está en los detalles”. Yo diría que el genio artístico del autor, sea duende, diablo o ángel, brilla especialmente ahí, en esos detalles que visten con riqueza toda la obra.
Valores
Más allá de culturas, religiones, tierras y mitos, como lectora atisbo ciertos valores siempre presentes en esta saga. Siendo un relato de acción trepidante, con intriga, misterio, multiplicidad de personajes y tramas entrelazadas, cualquier lector avisado podrá vislumbrarlos.
Uno de ellos es el valor de la comunidad, de la manada. Quien permanece en el grupo, sobrevive; el que se pierde, perece. Los lobos que acompañan a los hermanos Stark son mucho más que personajes: son un símbolo de esa unidad, que los avatares de la vida amenaza con romper. Hay un mensaje implícito en toda la obra: en el momento en que la manada es disgregada, cada miembro se encuentra solo ante el peligro, sufre y debe hacer acopio de todo su valor para sobrevivir. Y así lo hacen estos personajes, cada cual a su modo, según su carácter y con resultados dispares, a veces trágicos. A medida que la separación se acentúa, crece también en todos ellos el anhelo de reencontrarse, de recuperar la unión, de volver al hogar. No les será fácil. Algunos nunca lo conseguirán.
Otro valor latente en la novela es la naturaleza. El mundo antiguo, encarnado en las leyendas y en esa misteriosa raza extinguida, los hijos del bosque, ha sucumbido ante una civilización belicosa y las gentes han perdido el vínculo sagrado con la tierra. Aunque en algunos lugares este vínculo se mantiene, como entre los hombres del norte, que aún adoran a sus dioses árbol; y entre los pueblos de los pantanos. Aquí se puede atisbar la influencia de la mitología celta y una manifestación de la mística ecológica de nuestros días. En cierto modo, el lazo con el mundo natural es también un factor de humanización; el hombre que se sabe limitado y formando parte de la naturaleza se muestra respetuoso, ante los dioses y ante sus semejantes.
Cabe notar que el lema de los Stark es el único que no se refiere a los miembros de la familia, alardeando de una cualidad o aspiración del clan: Se acerca el invierno es una frase con tintes proféticos, dirigida a todos, con el halo ominoso de un peligro que se atisba y el apremio de un aviso: estad alerta, observad…, escuchad los signos que nos envía la naturaleza.
La dignidad y el honor son otros dos valores continuamente presentes en esta novela. Casi todos los personajes, desde el más noble hasta el más villano, poseen honor. Aunque a veces muy escondida, tienen su veta de nobleza y una porción de alma límpida y secreta, humanísima, que en el fondo es el móvil de sus acciones. Así lo vemos en algún personaje que aparentemente se nos muestra cruel y depravado, como El Perro, cuya bondad oculta sólo es descubierta por una niña soñadora de corazón transparente. También hay excepciones, y así nos encontramos con algunos individuos embrutecidos, perturbados y de un egoísmo monstruosamente hinchado. En todo caso, son un buen contrapunto del resto de personajes que los rodean.
Otro aspecto que cabe destacar, aunque en el primer libro de la saga el tema no aflora con tanta rotundidad como en los siguientes, es el valor de la libertad y el rechazo de la esclavitud.
Magia, ciencia, religión
Siendo una obra de épica fantástica, no podía faltar un elemento omnipresente en todas las del género: la magia. Es interesante ver que el mundo de Westeros es una civilización que ha dejado de creer en la magia. Sus sabios son médicos, alquimistas, consejeros y diplomáticos. Han entrado en una era científica, por decirlo de algún modo.
También la religión se ha extendido, de forma institucionalizada, a toda la población, como un conjunto de creencias y rituales que los habitantes de Westeros han adoptado como parte de su cultura cotidiana. Posee sus sacerdotes, sus órdenes de hombres y mujeres consagrados, sus normas y sus templos. La religión oficial, de dioses antropomórficos y cuya liturgia está muy estructurada, convive con otras, también organizadas, y con una más antigua, la de los dioses árbol, cuya divinidad se halla en la naturaleza, sin templos, estructuras ni jerarquías.
Y, ¿qué ocurre con la magia? Los sabios de Westeros afirman que la magia murió, que los milagros son imposibles, que ese poder que antaño dominaban los iniciados ya ha desaparecido sobre la tierra. La magia, como los dragones, pertenece a un pasado remoto que ya no volverá.
Sin embargo, a lo largo de la novela vemos que esa fuerza sobrenatural continúa existiendo, y se manifiesta de muy diversas formas. Los huevos de dragón aún cobijan una semilla viva; en el norte acecha un poder temible que reta a la muerte; en lo más profundo de los bosques se refugian criaturas con poderes desconocidos; también existen magos que controlan otras fuerzas oscuras, capaces de dominar la voluntad humana o quitar vidas.
Sí, la magia está presente, y tal vez esta es la reivindicación más honda de Martin en su obra: la magia no ha muerto y regresará, con los dragones, desafiando la racionalidad de la ciencia y de la religión, la fuerza de las armas y la arrogancia de los reyes. Hay algo más allá de las leyes de la naturaleza y de las limitaciones humanas. Una fuerza terrible capaz de curar o de matar. Y los personajes de esta saga acabarán encontrándose ante ella.
Curiosidades y símbolos
Como lectora un poco curiosa e imaginativa, estudiando las casas nobiliarias que aparecen en la novela, sus lemas y sus insignias, no dejo de hacer asociaciones pintorescas.
Los animales o símbolos vinculados a algunas casas también son significativos. Los lobos representan la nobleza y la unión, propias de la casa Stark. Los Lannister son realmente leones; fieles a su manada, pero mucho más individualistas que los lobos. De hecho, cada Lannister es un rey, o aspira a serlo, y no tiene muchos escrúpulos a la hora de morderle la yugular al resto para conseguir su propósito. Los Baratheon son ciervos peleones, con más ímpetu que inteligencia, que alardean de su corona, como el macho dominante de sus astas. Los Tully son supervivientes, luchadores cuando conviene y diplomáticos cuando es necesario, habituados a nadar entre aguas turbulentas, como las truchas. La casa Arryn, casi extinta y con un vástago débil y degenerado, fue un linaje noble en el pasado y hoy es volátil y etéreo, como la sombra de un águila. Los Tyrell son plantas trepadoras de fuertes raíces: buscan tierra y apoyo para medrar, donde y como sea. Los Greyjoy, cuyo signo es el monstruoso pulpo gigante, son piratas que viven atacando, una recreación peculiar de los pueblos vikingos. Y los Targaryen, los reyes de los dragones, son una raza misteriosa con poderes que rayan lo sobrenatural; entre divina y humana, capaz de heroísmo y de perversión, de mostrar la mayor nobleza y también la vileza más miserable.
Hielo y fuego
El título de la saga, evocador en sí mismo, resume quizás el nudo interno de toda la trama: el choque entre dos mundos, entre dos fuerzas, entre dos maneras de vivir. El norte y el sur, el hielo y el fuego, la naturaleza y la civilización, la ciencia y la magia, el poder de dar o el poder de arrebatar… No es esta una obra maniquea sobre la lucha entre el bien y el mal pero sí es una obra sobre la eterna batalla por el poder, la pugna por sobrevivir de quienes se ven atrapados en esta refriega, la guerra que se libra dentro de cada ser humano entre sus aspiraciones y las circunstancias que le toca vivir; la que se libra entre semejantes y en el gran escenario del mundo.
Por esto, porque es en el fondo una historia profundamente humana, relatada con la belleza y el dramatismo de una tragedia épica, nos hallamos ante una gran obra.