Curiosa paradoja, la de una película cuyos títulos original y en castellano (Barney’s version; El mundo según Barney) anuncian la recreación subjetiva de una vida, pero cuyo desarrollo termina ofreciendo una biografía sin la prometida impronta del “yo” narrador. De hecho, como los docudramas de E!, el trabajo de Richard J. Lewis (de trayectoria catódica más que cinematográfica) se limita a girar en torno al personaje retratado, dejando de lado el sesgo personal de quien recuerda su propia historia.
El desacierto es compartido con el guionista Michael Konyves, encargado de reducir la novela original de Mordecai Richler a un patchwork de sucesos donde priman una acusación de homicidio, tres matrimonios fallidos (el último, producto de un gran amor), las primeras manifestaciones de Alzheimer y muy de refilón algún dolor de cabeza laboral.
Para botón de muestra vale detenernos en la aproximación a la enfermedad del olvido que se hace presente hacia el final del largometraje con síntomas de libro (confusiones espacio-temporales y conductas agresivas), y que sin embargo en ningún momento incide en la reconstrucción del pasado (en este punto se hace aún más evidente la paradoja de un relato que se anuncia subjetivo pero que es contado con ecuanimidad).
Dicho de otro modo, el Alzheimer que presenciamos como corolario de una vida accidentada no influye en la manera de recordarla. En este sentido, podríamos ir más allá de la paradoja y reprochar cierta incongruencia.
Algunos espectadores se contentarán con asistir a las actuaciones de Paul Giamatti, Dustin Hoffman, Rosamund Pike, Minnie Driver, Scott Speedman (atención, fanáticas de Felicity), Mark Addy. Otros preferimos evocar películas como ésta, consecuentes con la fuerza narrativa de las biografías que se permiten transgredir la forma convencional (impersonal) para apostar a la singularidad de un “yo” no sólo protagonista sino también narrador.