Revista Coaching

El muro

Por Jlmon
EL MURO
Este verano que ya comienza a desaparecer en el horizonte he tenido la oportunidad de recorrer de nuevo las calles berlinesas que un día se encontraban atravesadas por un muro, el Muro. Berlín siempre ha sido una ciudad viva, inquieta, en continua ebullición para bien o para mal y así continua aunque los cientos de grúas que trabajan a destajo en Mitte y algo más tímidamente en Prezlauer Berg y Friedrischain anuncian una nueva capitalidad, no sólo alemana, sino también posiblemente europea que no acaba de convencer a los berlineses. El número 8 de la famosa Prinz Albrecht Strasse, ahora Niederkirchnerstrasse, tuvo el dudoso honor de albergar la sede de la Gestapo así como otras dependencias de los servicios de seguridad nazis en las adyacentes  Wilhelmstrasse y Anhalter Strasse. Recuerdo que en mi última visita el proyectado centro de documentación histórico continuaba en el alero y tan sólo podían contemplarse una serie de murales cochambrosos a la intemperie. Esta vez, tuve la oportunidad de visitar el nuevo centro y realmente merece la pena. Los murales continúan en el exterior junto a un fragmento del Muro original que en su día dividió el solar como si las dos alemanias quisieran repartirse a partes iguales el cáliz de la expiación de la memoria. Al contemplar el fragmento del muro casi veinticinco años después de su caída, me ha venido a la memoria el pensamiento que paso por mi cabeza el uno de enero de 1999 con la llegada del euro: el muro pone fin a la timorata moral aliada y su caída anuncia una nueva tormenta. Por supuesto, entonces desconocía la fecha de arribada de la tormenta y menos aún su dimensión, pero no había que ser un lince para darse cuenta de que la unión monetaria era una aventura atractiva, pero que conducía a un sendero sinuoso al borde del precipicio. ¿Se puede concebir una unión monetaria sin una unión política previa? Sinceramente, no. Pero la creación de la moneda única no fue una estrategia ideada por oscuros círculos financieros. Simplemente se trató de una solución de compromiso derivada de la caída del Muro. El 9 de noviembre de 1989, Günter Schabowski, miembro del Polítburo del Partido Comunista de la RDA, anunció la derogación de la legislación que prohibía los viajes al extranjero aunque por error lo hizó “ab sofort”, es decir con aplicación inmediata, desatando así un fenómeno popular que acabó con la caída del Muro sin plazos ni protocolos. La construcción del Berliner Mauer en agosto de 1961 puso fin al sueño milenarista de Hitler, su caída supuso el fin del sueño comunista y el inicio del sueño de una nueva Alemania, pero también el renacimiento de una vieja pesadilla. Casi de forma inmediata Margaret Thatcher comentó: “hemos vencido dos veces a los alemanes y aquí están de nuevo”. François Mitterand fue algo más prudente, pero albergaba la misma desconfianza que los británicos.  Ambos sabían que la caída del Muro era el primer paso de un proceso que acabaría con la reunificación y, en consecuencia, con el regreso de Alemania al “gran juego” de liderar Europa. Esta vez el peligro no era un resurgimiento belicista en busca del lebensraun, sino algo más sutil y evidente como el liderazgo económico sobre el continente. La lógica del problema era aplastante. ¿Dónde residía el origen del peligro alemán? Sencillamente en su moneda y su banco central, el sólido Deustche Mark y el envidiado Busdesbank. En consecuencia, la solución pasaba por disolver estas señas de poder en el contexto de una unión monetaria europea que las hiciera controlables. Tan sólo existía una pega: ¿cómo afrontar una unión monetaria sin asegurar una unión política previa? Simplemente no era posible y las consecuencias de ignorar esta realidad no eran otras que juntar churras con merinas. Integrar en un mismo paquete a economías profundamente desarrolladas con otras en ciernes, políticas financieras de bajo tipo de interés con otras basadas en fluctuaciones continuas, legislaciones laborales flexibles con otras obsoletas en su rigor, estados con una larga tradición de laxitud en el control de la deuda con otros concentrados en conseguir una contabilidad nacional al céntimo. Aquello era como intentar maridar las fabes asturianas con el apfelkuchen, pero las circunstancias jugaban a favor. Francia deseaba la unión monetaria como puente para lograr el eje franco alemán de liderazgo europeo. Alemania era consciente de que debía sacrificar su moneda y su banco central como peaje inevitable hacia la reunificación. Países periféricos  como España, Italia, Irlanda o Portugal veían con buenos ojos la unión monetaria que pasaría a convertirlos en europeos de igual rango que alemanes o franceses y, finalmente, los británicos observaban impasibles desde sus acantilados de Dover. Pero no todo fue tan alocado. Los alemanes transigieron con el intercambio, pero exigieron garantías, temerosos de tener que pagar la cuenta de los desmanes financieros de los países del arco mediterráneo, el Club Med por otras señas.  Todos los países que se integraran en la unión monetaria debían cumplir con unos objetivos de reducción de déficit. Por supuesto, esto no fue ningún obstáculo para países como Grecia inmersos en una larga tradición de anarquía financiera. Todo llegó a buen puerto gracias a una arquitectura financiera con unas dosis de creatividad nunca antes vista. Las cuentas se hicieron cuadrar de una forma u otra y el uno de enero de 1999 los europeos quedamos unidos por una misma moneda y un solo banco, eso sí con sede en Frankfurt y plenamente inspirado en la filosofía del Bundesbank. Es una historia sencilla, no encierra mayores misterios y, menos aún, conspiraciones absurdas. Todo lo que vino después fue simplemente un cumulo de despropósitos gestionados por los distintos gobiernos, amparados por la ausencia de una unión política, pero reforzados por una unión monetaria que permitía acceder a financiación barata sin apenas garantías y aún menos control sobre la inversión final. La especulación privada llegó inmediatamente después acompañada del fomento incontrolado del gasto y endeudamiento de millones de ciudadanos europeos de segunda que, de la noche a la mañana, se vieron ricos, afortunados y, sobre todo, tan europeos como un alemán. El 9 de noviembre de 1989 no sólo cayó el Muro de Berlín sino también los muros que separaban a unas economías europeas saneadas de otras que comenzaban a despegar tímidamente. La desintegración final de la Unión Soviética permitió extender la democracia más allá del Elba y el Danubio y con el tiempo amplió la locura del sueño de poder moverse libremente por Europa pagando en todos los lugares con la misma moneda aunque resguardando la capacidad de decisión política y, en consecuencia, financiera de cada uno de los socios. Todo lo que siguió ya es historia…
2013
La mal llamada crisis económica se ha prolongado en Europa a lo largo de los seis últimos años. No todos los países de la Unión están afectados y los que lo están, no la sufren con igual intensidad. Sin embargo, si existe un factor común: la incertidumbre sobre el futuro de la Unión. Incluso los campeones del europeísmo, los alemanes, acumulan dudas crecientes sobre  la oportunidad de mantenerse unidos. Ya no es una crisis puramente económica, tampoco lo es política, al menos a nivel de la Unión al no existir tal unidad. Hablamos de una crisis de identidad si alguna vez la hubo, pero sobre todo de una crisis aguda de liderazgo. Todos sabemos que sólo un liderazgo sólido puede salvar a Europa de un declive de consecuencias incalculables. Todos sabemos y prácticamente aceptamos que debe ser Alemania quien asuma ese reto, pero el problema reside en la forma en la que los alemanes están intentando ejercerlo que no es otra que la de un liderazgo estructural o lo que es lo mismo, la imposición de una interpretación del problema así como de su solución única e incontestable. Esta interpretación es de sobra conocida y se basa en el gasto incontrolado de los países periféricos de la Unión así como sus bajos niveles de competitividad. La solución también es sobradamente conocida: austeridad, austeridad y más austeridad combinada con reformas estructurales de gran calado. Poco a poco, el modelo alemán se está imponiendo en una Unión que hasta ahora practicaba el anglosajón clásico.. El nuevo ordoliberalismo germano se basa en la presencia de un Estado fuerte que garantice una política presupuestaria equilibrada así como una baja deuda pública, huye de la inflación que debe ser controlada por un banco central y prefiere las exportaciones al consumo interno como motor de crecimiento. La cuestión no radica en el desacierto de la interpretación que, aceptémoslo, es correcta, sino en las formas de imponerlo dentro de un marco de cooperación entre supuestamente iguales como es el caso de la Unión. Una vez más, nos enfrentamos al fantasma de la unión política que nadie desea, pero sin ella será difícil aceptar los argumentos germanos sin caer en la tentación de percibir un “tercer intento”. Alemania debe descubrir de una vez por todas la sutil diferencia entre gestionar y liderar. Cuando lo haga, Europa comenzará a tener un horizonte y un nuevo muro habrá caído.
Posdata
Desayunar en las frescas mañanas de verano en Berlín siempre es un placer, pero lo fue aún más hacerlo en compañía de mi buena amiga y colega Astrid Moix, berlinesa de corazón.

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