No hace falta ser un premio Nobel para merecerlo, mucho menos si se trata de economía, esa ciencia inexacta, interesada y poco fiable, visto lo visto, lo intuido y lo que se esconde. Así que son muchos los que llevan un premio Nobel de Economía dentro. El que lo fue en 2001, Joseph Stiglitz, ha cargado en Sitges esta semana contra los duros ajustes que arrastran, no sólo el crecimiento sino la simple recuperación, hacia el fondo de esta ciénaga. Y no es el único ni el primero en hacerlo: cualquier persona razonable ha llegado a esa conclusión.
Son tantas las fichas que han caído ya del tablero, condenadas al olvido como meros espectadores de la partida, que hace hoy 20 días empezaron a moverse y, juntos, cambiar las reglas de este juego. Ni un premio Nobel como Stiglitz se explica cómo han tardado tanto. Sea como sea, la semilla ya está plantada. La fina lluvia de la corrupción y el abono de los recortes no hacen sino alimentar esta semilla indignada, que ha empezado a enraizar y empuja los cimientos de las torres de ladrillo levantadas aquí y allá de un día para otro.