Revista Arte

El nudo gordiano de Europa

Por Peterpank @castguer

El nudo gordiano de Europa

“Alejandro Magno cortando el nudo gordiano”
por Jean-Simon Berthélemy
(1743-1811)

Resulta  oportuno recordar uno de esos mitos helenos sobre los que descansa nuestra cultura.

Según una conocida tradición tardíamente recogida por diversos cronistas romanos como Quinto Curcio o Plutarco, cuando Alejandro Magno se encontraba conquistando Asia Menor, entró en Gordión, antigua capital de Frigia, donde se guardaba un legendario carro que, según la leyenda, había transportado a Gordio, un campesino que allá por el siglo VIII antes de Cristo llegó a reinar la ciudad por cumplimiento de un oráculo según el cual el primero en entrar con su carro en el templo de Júpiter sería nombrado rey. Era, además, tradición que aquel que consiguiera desatar el inmenso nudo que amarraba el yugo al carro llegaría a ser el dueño de Asia. Alejandro, siempre en busca de su destino, aceptó el reto, pero al ser incapaz de desentrañar aquella maraña, decidió propinarle diversos cortes con su espada, pues, según él, lo importante era deshacer el nudo, y no el medio que se emplease para tal fin.

Aunque esta leyenda admite diversas lecturas -algunas tan hermosas como la pieza musical de Henry Purcell, video que os dejo-, podríamos decir que el nudo gordiano resulta ser una metáfora perfecta para la situación en que ahora nos encontramos, no solo en España sino también en Europa. Un lio fenomenal que nadie consigue desenmarañar y si alguien lo consiguiera podría terminar siendo el “dueño de Europa”.

En este complejo nudo se entremezclan a modo de cabos entrecruzados muchos aspectos de esta realidad poliédrica y contradictoria. Por un lado, libertades  públicas, derechos consolidados y generalización de unos niveles mínimos de bienestar para la mayor parte de la población en cuanto a su educación, sanidad y seguridad social fruto de un largo periodo de paz, relativa estabilidad social y de creación de riqueza; pero por otra parte, prácticas y conductas perversas e ineficaces tanto en lo político como en lo económico; postergación de los valores tradicionales del trabajo, el mérito y el esfuerzo, por otros basados en el relativismo postmoderno y “el todo vale”; consolidación de prácticas corruptas o clientelares de sesgo localista que en su mayoría quedan impunes; el predominio cada vez más intenso de intereses particulares contrapuestos con el interés general y, desde hace un par de décadas, un imparable proceso de transferencia de rentas de las clases medias europeas hacia unas oligarquías cada vez más poderosas que solo la acción de redistribución articulada desde los Estados consigue paliar parcialmente, evitando que nuestra sociedad termine siendo tan desigual como la existente en los países emergentes. Todo ello, trufado, como no, por intereses transnacionales, nacionales y localistas, muchas veces contrapuestos entre si y que deben entenderse en el complejo marco de las relaciones y alianzas del mundo actual.

Estos nudos están profundamente entrelazados entre si. En muchos casos, las prácticas clientelares se encuentran entremezcladas con determinadas políticas sociales de los Estados europeos incluso de manera institucional; el nepotismo y la corrupción en la provisión de empleos públicos salpica y encuentra su apoyo en amplios sectores de la población que se integra en ella a través de las diversas redes por las que se materializa el reparto del poder (partidos de un signo o de otro, sindicatos, asociaciones empresariales, corporativismo funcionarial o profesional, etc) cumpliendo el aserto de que “la corrupción genera empleo”; el reparto de las subvenciones y la adjudicación orientada de la contratación pública soslayando los principios comunitarios de publicidad, libre concurrencia y proscripción de las ayudas de Estado encuentra su coartada en las finalidades perseguidas por las primeras, en la buena acogida entre la población que tienen la puesta en servicio de nuevas infraestructuras y las falacias proteccionistas; los exigentes marcos regulatorios si bien garantizan una creciente calidad de los productos y servicios, al mismo tiempo tienden a excluir de los grandes negocios a los pequeños actores consolidando a los grandes grupos empresariales, etc…

Los ejemplos de interactuación entre los factores positivos del sistema con sus vicios y defectos son innumerables y a todos se nos viene enseguida alguno a la cabeza. Toda la sociedad en mayor o menor medida es responsable de la situación presente.

Hasta ahora, la solidez del sistema construido en Europa a mediados del siglo XX, ha impedido que el edificio se haya desmoronado, pero cada vez falta menos para que la estructura colapse de repente, como ya ocurrió con la Unión soviética.

Ayer Grecia, Portugal e Irlanda, hoy España e Italia, mañana Bélgica y Francia…, parece que la prima de riesgo no nos deja ver el bosque ¿Estaremos aún a tiempo de deshacer este follón sin tener que recurrir a la drástica solución de cortarlo con la espada como hizo Alejandro? Puede que si, pero para ello no basta con intentar encontrar la punta de las cuerdas para ir tirando del hilo y deben buscarse soluciones que vayan más allá que la actual de aplicar aprisa y corriendo cuidados paliativos sobre los síntomas en cada uno de los países, a veces soslayando elementales principios éticos.

Una buena parte del problema de esta Europa con 27 cabezas está, precisamente, en la dispersión de los centros de decisión y de la mencionada contraposición entre intereses localistas, regionales o incluso nacionales a corto plazo y sin tener en cuenta los efectos estratégicos que las decisiones que se van a tomar ahora pueden tener en el futuro. Del mismo modo que en España el descontrol autonómico ha terminado por ser catastrófico, en Europa, la parálisis en la construcción europea tras el fracaso de su proyecto de Constitución motivada por la resistencia de los Estados a perder soberanía (o mejor sería decir de las élites dirigentes de los Estados a perder parte de su poder), podría terminar siendo trágica.

Sólo una Europa unida puede salvar nuestro modo de vida. Europa, en ese sentido, es mucho más que territorio, poder y población es, igual que llegó a ser Roma durante un tiempo, un lugar donde la mayor parte de su población puede vivir con una seguridad y tiene la posibilidad de realizar un proyecto de vida como en muy pocas partes del mundo es posible hacerlo. Puede que para mantener ese singular modo de vida, en estos momentos, la única solución implique deshacer los lazos que vinculan a las antiguas naciones-estado europeas y lanzarnos decididamente a la construcción de una única Europa, con unos poderes legislativo, ejecutivo y judicial efectivos en todo el territorio, con un sistema fiscal común y con modelos homogéneos de protección social.

La unión fiscal y bancaria postulada ahora por nuestro Gobierno y sobre la que están trabajando estos días en Bruselas no es suficiente. Es necesaria una reforma profunda que rompa esta decadente inercia, nos ayude a cambiar el paradigma y sobre cuya base puedan transformarse muchas otras cosas, no solo en lo económico sino también en lo político y en lo social, que son necesarias para que la Europa que nosotros conocemos no desaparezca.


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