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En el prólogo a su libro Conocimiento prohibido, Robert Shattuck recoge la siguiente anécdota:
Una dama victoriana, esposa de un obispo anglicano, se hizo célebre por su comentario sobre la evolución, no tanto referido al circunspecto Origen de las especies (1859) de Darwin como al beligerante libro de T. H. Huxley El lugar del hombre en la naturaleza (1863). Este joven campeón de Darwin se descolgó con que los hombres no están “separados de los brutos por estructuras mayores que las que les separan entre sí”. Cuando se enteró de aquello, la dama exhibió un perfecto diapasón social: “¡Qué descendemos de los simios! Santo cielo, esperemos que no sea verdad, pero si lo es, roguemos para que no se divulgue”.
Desde que el hombre es hombre, el miedo a las consecuencias del conocimiento es uno de los compañeros más fieles del se humano, no sólo desde una perspectiva social, como forma de control, sino desde un lugar mucho más profundo e íntimo, absolutamente personal: es un miedo inexplicable, intuido, a alcanzar una verdad última cuyo encuentro no sea agradable ni favorezca el bienestar de la propia existencia.
Como castigo por robar el fuego de los dioses, Prometeo no sólo sufrió en sus propias carnes la ira de Zeus, sino que la humanidad toda hubo de padecer el dolor y las preocupaciones salidas de la caja de Pandora, una criatura modelada expresamente para vengar la afrenta del héroe.
El cristianismo promovió un antiintelectualismo según el cual fue el afán de conocimiento lo que provocó la caída del hombre, de modo que la inocencia basada en la ignorancia era el estado natural y deseable.
Esta postura hacía que se considerara que el conocimiento, en especial el de los sabios y poetas paganos, era superfluo; además Dios siempre había escogido a gente sin letras para predicar su palabra. Esa postura era parte de la ideología del De contemptu mundi, título de obras de varios autores significativos, como Eucherio de Lyons (finales del siglo IV), cuya obra fue publicada por Erasmo, Bernardo de Cluny o de Morlaix (primera mitad del s. XII), Anselmo de Canterbury (1033-1109) o Lotario di Segni, después papa con el nombre de Inocencio III (1160-1216).
(Prat Ferrer, “Las edades del hombre y las utopías: del pensamiento mítico al lógico”)
Para Ambrosio de Milán, el plan divino es la multiplicación de la humanidad y su educación progresiva, de manera que el conocimiento prematuro fue el origen de la Caída. El buen cristiano tiene que ser, por tanto, inocente como un niño y huir de la razón. Su discípulo, Agustín de Hipona, vería en Adán un estado humano de inocencia inmaculada.
En esta línea, Lactancio adaptó al cristianismo el mito pagano de la Edad de Oro, refiriéndose a una Edad de Saturno caracterizada por el monoteísmo, la caridad y la inmortalidad. La Edad de Oro como comunidad de amor libre donde todo se comparte sería algo propia de colectivos cristianos como los Adamitas, en el s. II, y sus ideas se reavivaron en el siglo XIII a través de los Hermanos del Espíritu Libre, en Holanda, y los begardos, en Alemania.
Resulta significativo que el siglo XX viera nacer estas mismas tendencias que asocian la vida natural con la ignorancia voluntaria, en una repetición exacta del miedo a que el conocimiento destruya el paraíso prometido de la Nueva Era. El dios cristiano fue sustituido por fuerzas pensantes, ya fueran heraldos de ese mismo dios en la forma de seres de luz, o ya fueran criaturas pertenecientes a civilizaciones extraterrestres con mayor nivel de conciencia, o ambas cosas juntas; el terrícola aspirante al Edén había de limitarse a yacer gozoso y dejarse inundar por las energías cósmicas portadoras del conocimiento necesario y suficiente que, en forma de canalizaciones, le sería suministrado de manera que ningún exceso pudiera alterarlo y provocar una nueva “Caída”.
Puesto que se ha citado la Nueva Era, habrá que contrabalancear y recurrir a quienes la “fundaron” en contraste con quienes se la apropiaron para convertirla en la religión del capitalismo consumista. Así, en un pasaje de su libro El vencimiento de la ilusión, el teósofo Gerard Van der Leeuw escribe:
El hombre aún no despierto sólo conoce hechos, no misterios; para él las cosas se explican por sí mismas; allí está el mundo, y, ¿qué otra cosa hay por conocer? Tal es la perspectiva del bruto. Para la mente de las reses bovinas, los pastos pueden ser buenos o malos; pero no demandan explicación.
A la res bovina, le basta con existir en las emociones:
Y si ocasionalmente percibe un vislumbre del misterio de la vida se apresura a encubrirlo y aun a negarlo, para no perturbar la comodidad de su modorra intelectual.
[...] Sin embargo, para la mayoría de nosotros llega tiempo en que el infortunio y el sufrimiento nos lanzan fuera de la rutina habitual, y queda destruido nuestro mundo sin esperanza de restauración.
El misterio de la vida no se resuelve, se experimenta. Si la vida se resuelve, deja de ser vida. Si encaja en un sistema, sería muerte y no vida. “La vida está siempre cambiando, siempre en perpetuo devenir, y sin embargo, eterna en su esencial realidad”. Es el movimiento, la asimetría venerada por los pitagóricos.
En palabras de Raimon Pannikar extraídas de El mundanal silencio:
Los Dioses, por decirlo así, no entran subrepticiamente por la puerta trasera para explicar lo (todavía) inexplicable; no se les ha pedido que llenen las lagunas que la ciencia no ha sido capaz de explicar.
Sin embargo, aunque está condenado al fracaso el intento de resolver el problema de la vida y explicarlo lógicamente, todavía el ansia de comprender más, de conocer nuestro propio significado y propósito es tan irresistible que ni la idea del fracaso la puede invalidar.
He ahí la clave que pocos se atreven a enfrentar. Lo sagrado, dice Pannikar, no viene a resolver los problemas de la modernidad, ni a dotar de coherencia racional nuestra imagen del mundo, sino que se trata de “una dimensión de ultimidad, y por tanto de misterio, que no tiene ulterior explicación y de una vida inescrutable en el corazón mismo de cada cosa y acontecimiento; es un elemento de libertad inherente a todo ser que existe”.
La convivencia entre el misterio y la búsqueda de conocimiento es el gran reto del siglo XXI, dicen los que se ocupan de estos asuntos de las tendencias y evoluciones del pensamiento. En este camino, los movimientos espirituales al uso parecieran haber perdido toda oportunidad, encerrados en su “oscurantismo” intelectual y su anverso complementario de “iluminación” casera, despreciadores de la ciencia que no comprenden y a la que sólo recurren cuando parece confirmar sus supersticiones para asentir con gesto paternal (este blog está lleno de ejemplos propios, descarriándose por un lado u otro según la época).
Pero el oscurantismo no es único de los ambientes en que se confunde espiritualidad con superstición y falta de pensamiento crítico, sino que también inunda, y gravemente, los cimientos sobre los que se levanta el humanismo más respetado por el siglo. En un artículo sobre el nuevo humanismo, Jordi Pigem sentencia sin vacilar: “el humanismo que da la espalda a la ciencia se vuelve necio (literalmente: sin ciencia) y la ciencia empobrece su perspectiva al quedarse iletrada (privada de saber literario)”.
Y tan graves resultan el humanismo necio y la espiritualidad supersticiosa como la ciencia que se contenta con sus éxitos utilitarios, sus divulgaciones amenas pero ya desfasadas, que sólo viven porque gozan del atractivo de los grandes titulares y el poco esfuerzo intelectual de los resúmenes populares, pero que se niega a aceptar que, como dice Pigem, “la letra pequeña de cada disciplina científica está llena de interrogantes”.
La energía y materias oscuras, como otros parches matemáticos con los que cubrimos lo que no encaja, traen a la memoria los poco elegantes ecuantes de la astronomía tardomedieval, que intentaba apuntalar su ya frágil edificio de epiciclos. Tal vez la ciencia está no menos en crisis que otras instituciones de nuestro tiempo. Tal vez, como en la astronomía tardomedieval, los interrogantes se multiplican porque estamos en medio de un gran cambio de paradigma.
En los años 90, John Brockman se propuso promover una serie de actividades y encuentros para fijar “la tercera cultura” de que hablara C. P. Snow en su libro Las dos culturas, allá por los años 60, en que expresaba sus esperanzas en una nueva cultura que cubriera la brecha entre científicos e intelectuales. Desde entonces, se ha ido gestando y ampliando el grupo de investigadores que buscan esa reunión de disciplinas.
Pero, tal y como afirma Brockman y en contra de lo que se pudiera esperar, los puentes hacia un conocimiento integral, e íntegro, no están siendo tendidos desde la orilla humanista, como pensaba Snow, sino desde el lado científico. Aquí se cumple aquello de que los humanistas se encierran a discutir sobre sí mismos para luego lamentarse de que el mundo peca de “cientifista”; pero no hacen nada por remediarlo y mucho menos por ofrecer motivos a la defensa de la afirmación de Brockman de que, frente a la endogamia intelectual de los humanistas académicos, cerrados en sí mismos y en defensas de ideas ajenas a todo empirismo, los científicos son más abiertos:
Quizá sus egos sean tan colosales como los de los icónicos representantes de las humanidades académicas, pero su forma de lidiar con ese orgullo desmedido es muy distinta. En cualquier momento un argumento puede zarandearlos, porque trabajan en un mundo empírico, de hechos, un mundo basado en la realidad. No tienen posturas fijas, inamovibles; son a la vez creadores y críticos de la empresa que llevan a cabo en común. Las ideas surgen de ellos, y son ellos quienes ponen en tela de juicio las respectivas ideas. A través del proceso de creatividad, crítica y debate, deciden qué ideas es necesario erradicar y cuáles pasan a formar parte del consenso que conduce al siguiente nivel de descubrimiento. A diferencia de los academicistas de humanidades, que hablan unos acerca de otros, los científicos hablan del universo.
(Brockman, El nuevo humanismo)
Quizás sea por ello por lo que ese humanismo proyecta sus sombras reduciendo “la otra orilla” a un cientifismo tan cerrado y endogámico como aquél, sin abrirse a la Ciencia, con mayúsculas, ajena a egos e intereses personales y que tan rechazada es por unos y otros.
En contra de esta actitud, hay quienes, como Salvador Pániker, reconocen que el acceso a la metafísica exige el paso por la física, pues la ciencia, “a medida que va profundizando en la estructura de la realidad material, va arrojando también bastante luz sobre los condicionamientos de nuestro pensar”. Esta frase pertenece al prólogo que Pániker escribió para el libro de Brockman donde aclara:
Mística viene del griego mýein, “cerrar” (los ojos o la boca), y quizá no sea el vocablo más adecuado para referirse a esa experiencia de suprema lucidez que nos hace vislumbrar –sólo vislumbrar—el último misterio de la realidad y que, en sí misma, poco tiene que ver con las religiones. Aunque, por otra parte, algo de “ojos cerrados” sí tiene la experiencia mística, pues su valor epistemológico es nulo. Si la conceptualización es obra del yo, trascendido el yo se trasciende también el concepto: la experiencia mística no enseña nada conceptualizable. La gente cree que la iluminación es un estado en el que al fin se comprende todo; la verdad es más bien la contraria: la iluminación es un estado en el que, al fin, ya no se comprende nada.
La ciencia, “con su aproximación cada vez más misteriosa a la realidad, contribuye –a diferencia de otras épocas— a reencantar el mundo, a propiciarlo para la vivencia trascendente”, convergiendo sus metáforas con las visiones de los místicos en una región de claroscuros donde queda suspendida la dualidad sujeto-objeto. “Es una zona también “poética” en la que las fronteras entre disciplinas se hacen tenues, y nuevas metáforas emergen”.
El denominador común a todas las tradiciones místicas y a la ciencia moderna es, según Pániker, la idea de lo infinito:
…quienes poseen el pathos de lo infinito saben que la ciencia es una aventura interminable. Más aún, saben que no hay una “respuesta última” para el misterio de la realidad. Lo que ocurre es que el mismo lenguaje, que sólo puede concebir lo infinito como una negación – a-peiron, an-anta, in-finitum, un-endlich, etc—, nos induce a creer que lo incomprensible es lo infinito, cuando en rigor es lo contrario: lo que no se entiende es lo finito. La gratuidad absoluta de las cosas limitadas.
Pero ésta no es ni mucho menos la única vía: frente a la experiencia mística, hay otra forma de enfocar lo infinito que lo presenta como algo monstruoso, lo sublime que abruma y desasosiega. Lo absoluto es “mucho más profundo e indigerible que las versiones edulcoradas de una cierta tradición”. ¿Será ese el miedo profundo que impide lanzarse a conocer a pecho descubierto?
En resolución. Un nuevo humanismo debería comenzar abjurando del mismo y arrogante concepto de humanismo, el que coloca al animal humano como centro y referencia de todo lo que existe. Un nuevo humanismo es compatible con la sensibilidad mística y metafísica. Un nuevo humanismo, por otra parte, no puede ponerse de espaldas a la ciencia. Naturalmente, no se trata de incurrir en el oscurantismo pseudocientífico denunciado por Alan Sokal y Jean Bricmont en su conocido libro Imposturas intelectuales. No hay que usar la jerga científica en contextos que no le corresponden. [...] Ni de buscar síntesis atolondradas entre Ciencia y Mística. La tarea es previa y más respetuosa con la autonomía de la ciencia. Se trata de conocer de verdad nuestros condicionamientos esenciales.
El primer paso a dar es, según Pániker, la reforma del lenguaje de manera que nos permita sustituir los objetos por las relaciones.
Recordemos, por ejemplo, lo mucho que nos sigue condicionando todavía el viejo constructo aristotélico hecho de sujeto, verbo y predicado, que es también el modelo cartesiano de cognición sujeto-objeto. Esta convención es responsable –como ya denunciaran tanto Buda como David Hume—de incurrir en la falacia de creer que hay mente cuando lo único seguro es que hay actos mentales.
En otras lenguas, como el chino, “cuesta poco advertir que el mundo es una colección de procesos más que de entidades”. Siguiendo al neurólogo Peter W. Nathan, dice Pániker que “es lícito usar el adjetivo mental, pero no lo es tanto referirse al sustantivo mente”:
La mente, el alma, la substancia, el yo, todas esas entelequias son inventos de la gramática y sólo tienen utilidad funcional si nos sirven como trampolín para saltar más allá del yo, más allá de la mente y más allá de la substancia, hacia lo místico, allí donde las dualidades se diluyen. Allí –dicho sea de paso—donde la muerte es mera anécdota.
La transformación lingüística debe profundizar, por tanto, en lo poético.
Sí, es la hora de acostumbrarnos a los límites del sentido común y de la intuición. Por otra parte, ¿por qué la realidad habría de ser completamente inteligible? De entrada, el teorema de Gödel impugna la noción misma de una teoría completa de la natura: cualquier sistema de axiomas moderadamente complejo plantea preguntas que los axiomas no pueden responder. De otro lado, la Teoría de la Evolución ilumina nuestra oscuridad. Veámoslo a propósito del más racional y universal de los lenguajes, el lenguaje matemático. Galileo Galilei proclamó que “el gran libro de la naturaleza” viene escrito en caracteres matemáticos; Albert Einstein dijo que lo más incomprensible del Universo es que sea comprensible; Eugene Wigner habló de “la irrazonable efectividad de las matemáticas en las ciencias naturales”. Ahora bien, quizá la cosa no sea tan irrazonable. Probablemente, ha sido el mismo proceso evolutivo del cerebro humano el responsable de haberse adaptado al descubrimiento de la dimensión matemática de la naturaleza. Lo que ocurre es que esta dimensión no tiene por qué ser la única. Y nada nos obliga a pensar que el mundo ha de ser completamente inteligible. Al menos para nosotros, simios pensantes. Al menos en relación a lo que nosotros, simios pensantes, entendemos por inteligibilidad.
Pániker defiende la trascendencia, “ni que sea para escapar a la insoportable sensación de claustrofobia que genera la idea de estar encerrados en un mundo de sueños”:
Porque aún admitiendo lo de la encerrona, el “saber” que estamos encerrados (en las construcciones cerebrales, en el lenguaje, en un mundo tridimensional, etc.) ya es “trascender”, ya es “apertura” a lo desconocido. Que no importa que sea “desconocido”: lo que cuenta es que haya una “apertura” a ello.
Lo desconocido es lo que está fuera del condicionamiento, la nada mística. Es significativo que lo espiritual de hoy no se atreve a enfrentar esa nada de que ya hablara Meister Eckhart como culminación de la experiencia trascendente y que, al igual que hicieran los padres de la mecánica cuántica, hayan de ser esos terrícolas tan presuntamente apegados a la materia los que nos acaben descubriendo las esencias del ser humano, ganándole así la partida a los humanistas que viven de serlo.
Puede que la clave a tanto “desorden” intelectual esté en la siguiente cita de María Zambrano sobre el fin de la era de la razón y las certidumbres:
Pero hay un instante peligroso y difícil en que podemos percibir el horizonte en unidad que nos deja y del que no acabamos de desprendernos por superstición e inercia, también por desamparo. Es el tiempo del desamparo, del triste desamparo humano de quien no siente su cabeza cubierta por un firmamento organizador. Tan sólo cúpulas, las falsas, mentirosas, cúpulas de la impostura.
(Pensamiento y poesía en la vida española)
Y es que sólo los desamparados por la razón y el espíritu son capaces de adentrarse sin miedo en los sombríos dominios de la incertidumbre en busca de la Verdad, aún sabiendo que no la habrán de encontrar.
Los otros, los protegidos por la certeza, dormitan satisfechos antes de ser aplastados por las cúpulas de un palacio de cristal que se derrumba.