Apenas una referencia como antecedente europeo de "Love in the afternoon" (no precisamente una de las más aplaudidas obras americanas de Billy Wilder) es todo lo que queda de la fama que tuvo en su día "Ariane", primera película sonora del húngaro Paul Czinner.
Prestigio pasajero como adaptación fluida y encantadora de un best seller - reforzado además, como fue norma habitual durante esos años, por una triple versión para los mercados alemán, inglés y francés -, pero que hubiese merecido mayor eco: es la mejor película (pero no la única valiosa) de una filmografía que virará cuando llegue el nacionalsocialismo y judíos como Czinner y su mujer Elisabeth Bergner, huyan de Alemania.
Y es que casi desde cualquier latitud se ha perdido de vista hace mucho la estela de la que es también una de las grandes películas europeas de principios de los años 30 y prueba concluyente del funcionamiento de un nuevo lenguaje sin adaptaciones ni brumas de ninguna clase desde el perfeccionado hasta entonces, tan depurada y rápidamente como lo hicieron Sternberg, Griffith, Dwan, Dreyer, DeMille, King, Borzage, Wellman, Stahl, Lang, Gallone o Dieterle.
Equidistando del cine del más afinado, del más inalcanzable quizá de todos ellos, Ernst Lubitsch y de uno de los primeros grandes cineastas que ya debutaron con palabras, Max Ophüls, "Ariane" es tan sencilla y parece tan fútil como la mirada de esta aniñada estudiante de matemáticas ávida por vivir la primera independencia, tratando de asimilar que su primer romance
será a un aprendizaje para el futuro y eso la hará tan mundana como
su aventajado partenaire.
Nunca la devoción absoluta de Czinner por su actriz fue tan
adecuada como cuando la filma en esos interludios encadenados en elipsis donde se
escenifican sus encuentros con este conquistador, siempre alerta ambos para no caer en algo tan
inconveniente como el amor, unas escenas con perfume de comedia y un melodrama agazapado en los silencios y los fundidos a negro.
Bromean en un descanso de "Don Giovanni". Pobre tipo, coinciden, un perdedor.
El vértigo a compartir, que se tensa a lo largo del film, Czinner lo planifica sin aproximarse físicamente a su pareja y será en los momentos más ligeros o solitarios cuando los delinee mejor, una clase de pudor olvidada que Chaplin practicó siempre y que Richard Quine seguirá renovando treinta años después en "The world of Suzie Wong".
Y no es precisamente sencillo el equilibrio porque el "combate" de ella está en primer plano pero el de él es interior.
A la espontaneidad y la juventud, al tiempo (para rectificar y olvidar) en definitiva, se opone un personaje misterioso que no puede ser turbio, un experto que no parezca ya de vuelta de todo, un hombre íntegro para desgracia de su proclamado hedonismo.
La aparente imposibilidad para aislar el estilo de Czinner, cineasta con los ojos bien abiertos, nada preocupado por distinguirse con recurrencias o adornos, capaz de poner en pantalla una coreografía armoniosa y al instante siguiente capturar imágenes en cafés, estaciones o calles conservando toda su frescura, no podría ser menos importante mientras se asiste al suspense "máximo" como dijo Fuller, el de la verdad de los sentimientos.