Revista Viajes

El Olivo Milenario

Por Larami

Cuando se acerca la fiesta del Olivo Milenario (21 de marzo) transcribimos este artículo del libro de  Puebla de Valles.

¡Estoy harto de ser el atractivo turístico de Puebla!

Mucho símbolo y mucha leche, pero a mi lo que me gusta es estar con mis colegas en el campo. Sentir como los estorninos picotean mis olivas, ver crecer a los perdigones a mi sombra, acoger entre mis ramas los nidos de herrerillos y jilgueros,… ¡Quiero volver al olivar!

Que placer oír el canto de los verdoncillos y el revoleteo de los golondrinas. Como añoro las tertulias del atardecer con mis vecinos, presumiendo cada uno de su cosecha y recordando viejos tiempos. Y esos susurros de madrugada, avisando que se acercaban los jabalíes con sus gruñidos. ¿Y cuando se acercaban los corzos buscando mis brotes tiernos?

Manolo creerá que me hizo un favor, pero me ha hecho la puñeta. Nunca sabrá la vergüenza que supone para un olivo de mi estirpe acabar de adorno en una plaza, solo y aguantando las batallitas que se cuentan bajo mis ramas.

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¡Como si sólo sirviera para eso! Ni siquiera se dignan recogerme las aceitunas, que acaban pisadas sobre el cemento y dándome aspecto de enfermo.

¡A mí, con mil años de historia a mis espaldas! ¡A mi, que puedo presumir de un padre pionero en la ribera del Jarama y de un bisabuelo que vino de Fenicia para dar el mejor aceite de Iberia! (bueno, esto me lo contó mi padre, aunque nunca me lo creí mucho). ¿Por que no eligió a otro? ¿Por qué yo?

Según se dijo me tocó a mi por mi tronco fuerte, nudoso y por mis ramas poderosas. Fue la mejor elección que pudieron hacer si deseaban un olivo milenario representativo. Desde luego estoy mucho mejor hecho que esos vejestorios que agonizan por las laderas del arroyo, aunque ya quedan pocos. Y los jovenzuelos centenarios no me dan ni agua.

Todavía recuerdo cuando sacaron al aire mis vergüenzas con un tractor (que por cierto les costó lo suyo, porque aunque esté mal decirlo, tengo las raíces muy bien puestas). Tardó varias horas, tampoco era cuestión de caparme en lo más profundo. ¡Me hubiera muerto de pena!

Luego en un remolque me trajeron a la plaza. Habían traído tierra del valle y rellenado en parte la hoya donde iban a plantarme. Todo el pueblo estaba presente. ¡Qué espectáculo! Me metieron en el hoyo, me taparon mis partes más intimas, me colgaron un letrero y me bautizaron como “El olivo milenario”

Hasta hicieron una fiesta en mi honor, la fiesta del olivo, que cada año se celebra bajo mis ramas a mediados de marzo. Comer, beber y risas, es lo que entienden por fiestas la gente de este pueblo. Luego, a la tarde, el chocolate. Y tuve un cartel indicador en el cruce de Tamajón, que no sé porque leches de Obras Públicas tuvieron que quitar. Debería sentirme orgulloso. No todos los olivos pueden presumir de esto.

Pero me encuentro sólo. El botarate de la esquina de la fuente no cuenta, es un adolescente maleducado que apenas saluda. Y a mi lo que me gusta es estar en el olivar con mis colegas. ¡Qué tiempos! En la besana, alineados como escolares, disfrutando del sol, del viento, de la lluvia, en compañía. ¡Sintiéndome vivo!

En febrero te quitan los varetones inútiles que solo sirven para chuparte la savia. En abril que si te airean las raíces, que si te quitan las malas yerbas. En verano te labran otra vez y te miran como va la cosecha. ¡Joder, te sientes querido!

Y luego a finales de Noviembre las risas y el jolgorio de la recogida de las olivas. Para recoger las mías ya les costaba medio día de trabajo, hasta tres sacos he dado en mis mejores tiempos. Luego te enterabas que en el molino (de prensa y con mulas, que aquí siempre hemos estado muy adelantados) se había comentado que buena había sido tu cosecha y sentías una satisfacción que pa qué. Aunque según el molino, que había de todo.

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Los cuatro molinos de Puebla se disputaban mis aceitunas. El molino viejo, donde las cuadras, era el más grande. Desde mi sitio puedo ver sus ruinas y veo reflejado mi destino. Los dos del arroyo ya desaparecieron, aunque sus muelas sirvan hoy de mesas del merendero ó estén tiradas en cualquier sitio. Triste final para molinos tan gloriosos.

El del rulo, frente a mí, reconstruido con acierto, sigue pareciendo un molino y conserva en su interior la prensa. Ha sido el que ha tenido mejor final; ya no se utilice más que como casa y su interior es un museo de lo mejor de mi época. Pertenece a Manolo (para mi que me trajo a la plaza para que su molino tuviera de compañía alguien de confianza), el culpable de mis desdichas ó mi benefactor, según se mire.

No sé que pensar. Cada vez que oigo bajo mis ramas que las olivas se pudren en el árbol sin cogerlas se me abren las carnes, más de diez mil kilos este año. Y se entiende, esto de coger las aceitunas, que se las lleven a un molino lejano sin saber el precio y que tardes seis meses en cobrar desanima a cualquiera. Luego cuando te enteras que ya no se labran los olivos, ni se talan, ni se cuidan y que se están muriendo de pena, hace que te sientas un privilegiado.

Viendo como está el panorama tengo que reconocer que no estoy tan mal. Después de todo, entre mis ramas vuelven a anidar jilgueros y herrerillos, en la plaza siempre hay gente, incluso niños el fin de semana. Los turistas se acercan con respeto. Veneración según dicen algunos del pueblo. ¡Y además soy el símbolo de Puebla¡

¡Mi padre se sentiría orgulloso!

Lar-ami


Archivado en: Actualidad, Rincones de la Ribera Tagged: actualidad, Costumbres, Fiestas, Historia, naturaleza, Puebla de Valles
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