Alfred Jarry describe en su Gestas y opiniones del doctor Faustroll una extraña máquina ubicada en el Palacio de las Máquinas de París. La ‘máquina de pintar’, un diseño del pintor Henri Rousseau, estaría fabricada de elementos inmateriales y se encargaría de cubrir de manchas los lienzos en ausencia del ser humano. Porque, todavía no lo hemos dicho, la tarea de dicha máquina sería la de producir arte en un mundo donde ya no quedase ningún ser humano y los alrededores de dicho palacio no fuesen sino un amontonadero de escombros. Sin duda la máquina de Rousseau que es la máquina de Jarry representa como ningún otro artefacto la culminación del destino de occidente, el dominio absoluto de la técnica, el gestellen heideggeriano llevado al último extremo, donde la disposición de las cosas (ya no seres, ya no ‘entes’) hubiese prescindido del último destinatario: el hombre. Podemos ver en la máquina de Rousseau la cifra del destino de la metafísica del arte: el olvido del ‘ser artista’, el arte convertido en un automatismo capaz de prescindir del autor (algo que ya sugiere Mallarmé en su alegato a favor del azar en Un coup de dés -¿qué es el azar sino un modo aparentemente trascendente de prescindencia autorial?- y que llega hasta el shooting into the corner de Anish Kapoor). Sin duda este olvido del ‘ser artista’ no es sino una sinécdoque de la matraca heideggeriana del olvido del ser, una matraca que es el ruido de fondo de la ontología de al menos el último siglo. El artista replica a pequeña escala y de modo secularizado la cuestión teológica del dios trascendente alejado de su creación. Sólo era cuestión de dejar pasar el tiempo, el secreto de todos los contagios, incluso de los contagios poéticos. Digamos que el dios trascendente es al artista como el mundo es a la obra de arte. El hombre se retira del arte y abandona la producción de la obra a un automatismo (llámese azar, cut-up, algoritmo o liso y llano -programado, eso sí- zambombazo) para dedicarse placenteramente a su contemplación, del mismo modo que el dios trascendente contempla su creación desde la comodidad de su trono celestial, como si el destino del ser no fuese sino algo tan prosaico y humano como la vagancia. La técnica se ha revelado como el medio de conseguir que las cosas hagan cosas a las cosas. El arte es un producto más de esta cadena de la que el hombre ha dimitido para mejor poder contemplarla. Tarea cumplida. Well done. Con un par. Somos la hostia.