Revista Cultura y Ocio

EL ORDEN NATURAL, por David Bombai – Arte por Francis Denis

Publicado el 24 enero 2014 por Javier Flores Letelier

Cuando se altera el orden natural, se escucha por fin el rumor del bosque.
Nathaniel Hawthorne, escritor y diseñador gráfico

Teniéndose por una persona cuya vida merecía ser contada, Alexander van Leyk quería disponerlo todo para que ahora, a la edad de 86 años y con sus facultades mentales aún en perfecto estado, un biógrafo diera buena cuenta de sus incontables logros en la vida y en el trabajo. “He sido la figura más importante del teatro internacional”, le repetía una y otra vez a su cansada mujer, desgastándose las palabras en su oído mientras las escuchaba. “Sí, lo has sido”, mascullaba siempre ella en un tono inaudible, y no por falta de ganas de hacerse oír.

Van Leyk, antes de dos operaciones de cataratas y una prótesis de cadera, revolucionó el Grand Palais caracterizado como Fausto; nunca se vio un Willy Lohman más emotivo en la Scala de Milán; y la platea del Pavillion se vino abajo cuando, como Hamlet, juró vengarse de su maquiavélico tío Claudio. Fue Vania, fue Cyrano, fue Estragon, fue Falstaff… Había actuado junto a los más grandes, y después los hubo dirigido. Laurence Olivier dijo de él en sus memorias que “nunca hubo un actor que pisara las tablas con similar gallardía”. Ralph Richardson se negó a recoger un premio a toda su carrera si antes no se reconocía primero la de su gran amigo Alexander van Leyk. John Gielgud quiso que él le dirigiera cuando se enfrentó por primera vez al texto de “Ricardo III”. Él se regocijaba de ello; casi tanto como de la crítica de Harold Bloom en la que, haciendo repaso de las grandes figuras de la escena de todos los tiempos, lo encumbraba como “el actor más carismático de su generación y un caballero sin igual al no haber vendido su talento al banal celuloide”. “Si todo eso no fuera cierto, ¿por qué lo habría de decir nadie?”, pensaba. Creía. Postulaba.

A estas alturas, era un crimen que su vida no se hubiera impreso ya en blanco y negro, con fotografías de su archivo personal, edición en rústica y más tarde, después de 20 exitosas ediciones, en bolsillo para que los más jóvenes tuvieran también la oportunidad de conocer y amar a uno de los actores de teatro más importantes de los años 50 y 60.

Qué lástima que ese proyecto de reivindicación mitómana se le ocurriera iniciarlo ahora que el reuma estaba dilapidando sus huesos y debilitando sus extremidades hasta lo indecible, imposibilitándole la opción de escribirla él mismo. “De haber dado el salto al cine, como hicieron todos, alguien habría escrito mi biografía mucho antes –decía, y su mujer tenía que escuchar–, pero al mantenerme firme en mis ideales me convertí en un proscrito de la fama y en un escapista de la celebridad”.

Alexander necesitaba un biógrafo fiel, un hombre que dispusiera en palabras escritas los hechos más importantes acaecidos a lo largo de toda su vida. “Tiene que corregirse esta injusticia casi centenaria”. Comenzó buscando en las páginas amarillas, pero el nombre de la persona que te ayudará a alcanzar la inmortalidad no puede encontrarse escondido entre fontaneros, lampistas y fabricantes de persianas. Intentó preguntar a sus antiguos colegas, para darse cuenta después de que, desafortunadamente, estaban ya todos muertos; de Olivier a Richardson, hacía ya muchos años que todos habían pasado a escribir sus autobiografías sentados a la derecha del Señor.

“¿Y qué vas a hacer ahora?”, preguntó su mujer, no sin una pincelada de sarcasmo en su voz, borrada inconscientemente por el ego preocupado de Van Leyk. “No sé, quizás tenga que hablarlo directamente con un editor”. “Ah, muy bien”, zanjó desinteresada la esposa, volviendo apesadumbrada a sus quehaceres.

Malva era una jovencísima asistente de vestuario del Teatro Victoria de Londres. Tenía un padre alcohólico y marcas de nudillos en los brazos. Permanecer las 24 horas del día entre bambalinas era su única salvación. Allí pudo disfrutar de las mejores adaptaciones de las obras más celebres de la historia del teatro, antes de que los musicales coparan la cartelera mucho tiempo después. En aquellos días, un Rey Lear alto, guapo y presuntuoso llenaba cada noche la sala, consiguiendo 35 minutos de enfurecidos aplausos al finalizar cada representación. Ese Rey Lear presumido robó su corazón y le pidió matrimonio el 16 de noviembre de 1945. Se casaron y fueron felices durante más de 40 años, pero ahora Malva ya hacía bastante tiempo que tenía que hacer memoria para recordar qué fue lo que le atrajo de Alexander van Leyk. “No quiero pensar que me enamoré para huir de casa; eso no”, se decía Malva mientras miraba con tristeza al viejo Alexander rebuscar entre sus papeles el teléfono de alguien de la profesión que conociera a alguien que conociera a alguien que conociera a alguien que pudiera ponerle en contacto con alguien que conociera a un editor que fuera de fiar.

El editor de fiar resultó ser Nicodemus Strickenburg, uno de esos profesionales con muchos kilos de papel impreso a sus espaldas y un pase especial para personas importantes en cualquier club de golf de aquí a Dubai. Con un handicap de 3, y 97 best-sellers en 30 años, Nicodemus no tenía intención alguna de entrar ahora en los anales de la mejor literatura. Después de la llamada de un tal Van Leyk, que se anunciaba actor en busca de biógrafo, “un tipo pomposo y recalcitrante con voz de anciano malhumorado y seguramente olor a naftalina”, no quiso investigar demasiado y le consiguió el teléfono del primer nombre que le vino a la mente, sin querer saber nada más del asunto. “Esta tarde, llueva, truene o relampaguee, bajo mi handicap a 2”.

Como un crío de 5 años la noche de Reyes, nervioso y errabundo, se descubrió a sí mismo Alexander 15 minutos antes de que el hombre que le conseguiría un pase eterno a las enciclopedias de medio mundo entrara por la puerta de su casa. “¿Quieres estarte quieto, por favor?”, insistió Malva, con un deje de tristeza en el finísimo hilo de voz que sus cuerdas vocales dejaron escapar.

Se pasó los minutos previos puliendo a conciencia la suela de sus zapatos sobre el parquet de madera de Isherwood, comiéndose las uñas y maldiciendo al tiempo por avanzar tan y tan despacio. Miró por la ventana infinidad de veces, deseoso de que el biógrafo llegara y pudiera comenzar a llenarle los oídos de aventuras, de anécdotas y de historias que inspiraran una prosa que se derritiera en el paladar como un dulce o un caramelo.

Sonaron golpes en la puerta de la casa sin mayordomos del actor de teatro que no se vendió al banal celuloide; unos golpes secos y sordos; tres o cuatro, no más. Los provocó un puño cansado que quiso dejar muy claro que no le apetecía en absoluto llamar. Alexander saltó como una colegiala que se ha topado con el capitán del equipo de fútbol y corrió a abrir apartando a su paso muebles, sillas y mascotas. En el quicio de la puerta apareció un individuo con un terrible dolor de cabeza, ojos enrojecidos quizás por el humo del cigarrillo que se le filtraba por los lacrimales y un portafolios negro bajo el brazo. Alexander se atrevió finalmente a preguntar: “¿Le envía Nicodemus Strickenburg?”. El individuo, después de asentir pesadamente con la cabeza mientras se deshacía del pitillo tirándolo al suelo, añadió con voz quejumbrosa: “Necesito una copa”.

No quiso Neville Blumberg, el biógrafo, que Alexander guardara la botella. “Mejor déjela aquí, hombre. No vamos a desperdiciar un whisky tan bueno, ¿verdad?”. Neville intentó dar unas cuantas vueltas por la habitación, pero la gravedad pareció ponerse en su contra, o las horas de sueño, y tuvo que acabar volviendo a tomar asiento.

-  ¿Y bien? ¿Por dónde quiere que empiece? ¿Le cuento cuando representé “Peer Gynt” para nuestros chicos en las Malvinas? –preguntó nervioso Alexander, intentando disimular unos enormes goterones de sudor que recorrían sus ancianas manos como caballos desbocados.
-  Luego, por favor –respondió un desinteresadísimo Neville, dejando muy claro que no se iba a dejar impresionar– ¿Podría darme algo de comer primero? Me muero de hambre. Me conformo con las sobras de lo que sea. Será un manjar para mí. Hace dos días que no tomo nada sólido… –rogó el sufrido biógrafo.
-  Oh… Sí… En ese caso… Por supuesto –respondió Van Leyk, envuelto en una vorágine de dudas, noqueado por el aprieto. Por eso corrió al cuarto en vez de a la cocina; por eso se personó ante su esposa como un chiquillo que ha roto el jarrón del comedor y no sabe cómo confesarlo de la manera menos traumática. “¿Y qué quieres que te diga? El chico tiene hambre”, respondió Malva despreocupada, doblando las camisas con arte matemático de entregada ama de casa.

Alexander se atrincheró en la cocina para preparar el suntuoso piscolabis que su invitado merecía. En plena búsqueda de alimentos le asaltaron las dudas, y el nerviosismo; le vino a la mente el penetrante y molesto humo del tabaco y la botella de whisky de 40 años que había dejado desprotegida junto al díscolo biógrafo. Finalmente, se conformó con prepararle un simple bocadillo de atún en escabeche.

El trayecto hasta el despacho, en donde permanecía un inerte Neville, ahora maravillado con un gorrión que se había posado en el alféizar y silbaba éxitos de los años 80, se le hizo eterno al improvisado camarero. Alexander transportaba precariamente, casi haciendo malabarismos, una bandeja con el sándwich y un vaso de agua con gas, mientras se preguntaba qué clase de inquietante personaje había dejado entrar en su egregia casa.

Entre el salón–comedor y la puerta del despacho le asaltó una terrible duda que hizo zozobrar la inconsistente barca con víveres: ¿y si era un impostor? ¿Y si no era el biógrafo enviado por Nicodemus? Al fin y al cabo, ¿qué sabía de él? Se había presentado sin más, como cualquier otro, y no le había dicho nada que Alexander ya no supiera. Se había limitado a asentir, a reconocer nombres que él mismo le había enunciado y a beber como un cosaco de una botella que le regaló Peter Brook cuando estrenaron juntos un “Tartufo” demoledor.

-  Tenga un bocadillo y… si no es mucha molestia, ¿podría darme referencias? –se decidió Alexander, que emitió un sonido agudo al final, producido por la impresión de ver la amada botella al borde de la aniquilación total.

Neville no se dejó amedrentar, se sirvió el whisky que quedaba, para disgusto fatal de Alexander, y moviendo la mano despreocupadamente comenzó a decir nombres, uno detrás de otro, quizás al azar, en ningún caso pretendiendo tranquilizar a su interlocutor.

-  Bueno… En fin… Maximilian Schell… Aquel tipo, ¿cómo se llamaba?… Von Bülow… Adlai Stevenson… Indira Gandhi… El actor que hizo de Léntulo Batiato en “Espartaco”, no recuerdo el nombre… Isaac Asimov…
-  ¿Isaac Asimov, el escritor? –preguntó sobresaltado Van Leyk– ¿Por qué tuvo usted que escribirle su biografía?
-  Perdón. Quise decir Jean–Paul Sartre –se excusó Neville, sin interés alguno, ni fingido siquiera – Y no sé… Muchos más. La mayoría de ellos viejos. Pero buena gente.
-  Vaya, es un currículo impresionante –aseguró Alexander, sin impresión alguna, tampoco ni fingida siquiera–, teniendo en cuenta que es usted un hombre muy joven.
-  Sí, bueno; se me dan bien las manualidades –zanjó Neville, levantándose del sillón y dirigiéndose hacia la puerta–. Ha sido muy divertido, pero ahora tengo que irme, señor…
-  ¡Van Leyk! –gritó ofendido Alexander.
-  Exacto. Pues lo dicho: tengo que irme. Ya volveré mañana; ahora debo asistir a una fiesta –dicho lo cual, giró sobre su eje, como ejercitando un paso de baile, y desapareció mucho más animado de lo que había llegado.

Alexander temblaba aún como una hoja cuando oyó la puerta cerrarse de golpe. Sentía los latidos de su corazón como tambores de guerra, pues se había alterado tanto por la extraña visita que un ataque al corazón no le hubiese resultado en absoluto inapropiado. Malva apareció entonces, tranquila y despreocupada, portando un fajo de sábanas dobladas. Van Leyk la asaltó sin miramientos: “¿Has oído lo que ha pasado? ¡Ese tipo no es de fiar, Malva! ¡Ese tipo no es trigo limpio!”. Ella no quiso saber nada más y con un desagradable chasquido de sus dedos hizo callar a su marido: “¡Querías un biógrafo y eso es lo que tienes! ¡Te guste o no, vas a tener que trabajar con ese chico!”, chilló la esposa, antes de revisar a fondo la habitación. “Y, por favor, dile que no tire las colillas al suelo”.

La mañana siguiente llegó, para desagrado de Alexander, que hubiese preferido que el mundo desapareciera por culpa de una explosión nuclear con tal de no tener que volver a abrirle la puerta a su horrendo biógrafo. Antes de que esto sucediera, hizo una serie de llamadas solicitando información sobre Neville, infructuosas todas ellas ya que nadie parecía conocerlo o querer hablar de él. Nicodemus Strickenburg ni siquiera se puso al aparato. “¡Increíble! ¡Hoyo en un solo golpe!”.

Conforme avanzaba el día, Alexander se convencía de que el singular Neville no volvería a aparecer; lo que, por otra parte, suponía un desgraciado contratiempo: la memoria de su increíble vida se perdería para siempre traspapelada entre otras tantas de mediocres y asépticas. Por suerte, el timbre de la puerta sonó hacia las diez de la noche, aunque para su desgracia, el visitante se presentó con un requerimiento aún más atroz si cabe.

-  Necesito que venga conmigo y que me preste dinero –dijo Neville, con los ojos fuera de sus órbitas, con toda seguridad bajo el efecto de alguna potente droga– Es cuestión de vida o muerte.

En el taxi rumbo a no se sabía dónde, Alexander se preguntaba cómo era posible que se hubiera dejado convencer para embarcarse en tan esperpéntica empresa. En el incómodo asiento de atrás, Neville parecía ahora más tranquilo, mirando distraídamente por la ventanilla; incluso podría decirse que se estaba divirtiendo.

-  ¿A dónde estamos yendo? –no pudo evitar preguntarle a Neville el excelso actor– Llevo siete mil libras en esta bolsa y me gustaría saber qué vamos a hacer con ellas.
-  Pagar una deuda de juego –respondió el biógrafo– Luego podemos tomarnos unas copas, si le apetece.
-  ¿Qué es lo que pasa contigo, chico? ¿Es que todo te da igual?
-  No. Simplemente es que soy un jugador de póquer realmente malo.

Recorrieron media ciudad hasta un bar de las afueras y allí el taxista casi los hizo bajar en marcha por no parar el coche. Una nube de polvo y arena los envolvió mientras el taxi se alejaba a toda velocidad, volviendo por donde había venido. Alexander, con la bolsa entre los brazos, miraba perplejo a Neville que se tapaba la boca para no respirar el humo… O quizás estuviera aguantándose las ganas de desternillarse de risa. Un letrero luminoso relampagueaba en mitad de la noche, provocando al mundo con un obsceno nombre que no hacía apto aquel lugar para menores de siete años. Entraron en el bar, Alexander detrás de Neville pisando el suelo con las puntas de los pies como un gatito sorprendido por el calor de la arena en verano. Había saltado a mil teatros por todo el mundo, observado por millones de personas, pero en ninguno de ellos se sintió tan a disgusto como en ese rijoso bar de carretera, maloliente y cuna de perdedores. Un hombre salió a su encuentro y Neville le quitó a Van Leyk la bolsa con dinero de las manos para dársela, como si tal cosa. El hombre volvió por donde había venido y Neville, impertérrito y despreocupado, hizo lo propio, camino de la puerta de salida, sin ni siquiera preocuparse por si Alexander le seguía.

Volvieron al punto de partida, iluminados por el neón ahora rojo, ahora azul, ahora rosa, ahora verde, ahora amarillo. Alexander se sabía incapaz para entender lo que había pasado, como si lo ocurrido hubiese sido fruto simplemente de su atribulada imaginación.

-  ¿Qué ha sido todo eso? –preguntó Van Leyk cuando ya no pudo resistir más la pasividad de su acompañante, que miraba al oscuro horizonte, tal vez en busca de un camino de retorno, o de otro antro en el que agazaparse hasta que se hiciera de día.
-  Ya. Lo sé. Ni tomarnos una copa siquiera hemos podido. ¿Conoce usted algún sitio por aquí?
-  Pero, ¿qué dices? –se sobresaltó Alexander, horrorizado por la pesadilla de haber regalado dinero a un criminal, además de porque a su alrededor no veía más que negrísimo bosque enfundado por la luz de la luna– ¡Le has dado mis siete mil libras sin mediar palabra!
-  ¿Qué quería usted que le dijera? Es la segunda vez que le veo.
-  ¿Pero no ves que esta no es forma de vida? –seguía resoplando el viejo actor– Hombres a los que debes dinero a medianoche. Alcohol. Tabaco. ¿Qué edad tienes, chico? ¿Treinta y tres? ¿Treinta y cuatro?
-  Creo que en esa dirección hay un sitio en el que nos tratarán bien –insistía Neville, como ausente, empeñado en no acabar la noche parapetado en una vulgar cama, y menos solo.

El chico bajó el camino ante la mirada atónita del actor, desapareciendo en la espesura de la noche cerrada, sólo iluminada de soslayo por el neón parpadeante. Alexander paró un taxi que acababa de dejar a un pasajero, ¿otro extraño biógrafo que venía a pagar una deuda?, y aunque Van Leyk estuvo llamando al chico para que volviera a la ciudad con él, el esfuerzo no dio resultado. Muy lejos debía ya de estar, o muy perdido, porque Neville ni volvió ni dio señal de vida alguna. Alexander se rindió a la evidencia y abandonó el maldito bosque lo más rápido que pudo.

Mientras hacía tintinear la cucharilla contra la taza, removiendo el café del desayuno con más dudas que su añorado Edipo, Alexander se distraía con parsimonia pensando en que un hombre de su edad no debería verse envuelto en semejantes andanzas. Malva hizo amago de asomar la cabeza, pero el ambiente recargado la ahuyentó como una mariposa sobre el capó de un coche que arranca.

Todavía sin entender qué estaba pasando, Van Leyk tuvo que volver a enfrentarse a su estrambótico biógrafo cuando éste llegó hacia las nueve de la noche, sin haber dormido apenas, y se repantigó en el sofá del salón, con una cerveza en una mano y en la otra, un cigarrillo que parecía haber pasado 15 años en un pantalón.

-  Hijo, no llegarás a viejo –vaticinó un Alexander realmente preocupado por el bienestar del joven– A saber qué anduviste haciendo anoche…
-  Tranquilo. Mi conciencia está limpia. Casi tanto como mi cartera –aseguró Neville.
-  ¿Necesitas más dinero? –preguntó Alexander, mientras un sudor frío recorría su cuenta corriente.
-  Bueno, para eso estamos aquí. Usted me ha contratado.
-  Yo diría que ayer te pagué el sueldo de cinco biografías.
-  ¡No, hombre! –dijo Neville quitándole hierro– Lo de ayer tómeselo como una inversión. Va a quedar contentísimo con mi trabajo.
-  No sé cómo. Aún no me has permitido que te cuente… –pero antes de que pudiera acabar la frase, Neville ya había brincado del asiento y se había dirigido a la puerta de la cocina para ayudar a Malva con los platos de la cena.
-  Muchas gracias –dijo la mujer, halagada por el gesto, mirando de reojo a su marido que ni esa noche ni las 14.600 precedentes había dado un salto similar para ayudarla con las tareas.
-  No hay de qué… –respondió Neville, apagando el pitillo en un cenicero del mueble-bar.
-  Tenemos pescado. Espero que te guste –confirmó Malva, sonrosada y alegre por los buenos modales de su invitado.
-  Oh… No se moleste. Yo no como mucho –aseguró el biógrafo.
-  No hace falta que lo jures… –refunfuñó finalmente Alexander, levantándose para rebuscar en su escritorio algún álbum de fotos que enseñar o recortes de periódico con los que fanfarronear ante el chico– ¡Aquí están! Estos son los reportajes más importantes que se han escrito sobre…
-  ¡Deja eso ahora! –ordenó molesta la esposa– Vamos a cenar. Luego ya jugarás a lo que quieras.
-  Sí, por favor –rogó Neville– Me duele un poco la cabeza. Cenar algo me vendrá bien. Eso puede esperar –zanjó finalmente el biógrafo, para desagrado de Alexander, que a partir de ese momento los miraría a ambos con el ceño fruncido.

Transcurrió la cena con inusitada tranquilidad, entre risas de Malva, cigarrillos de Neville y repiqueteos constantes con los dedos sobre la mesa, de Alexander. La mujer observaba al anciano malhumorado, que no cedía en su empeño de querer ser el centro de la conversación, para aburrimiento de la esposa e indiferencia de su propio biógrafo, más preocupado por el desgaste de la piedra de su mechero que por la excelencia de una vida dedicada al teatro y la cultura.

-  Estrenamos “Un tranvía llamado deseo” en el 56. Tennessee quiso que yo fuera Stanley, por supuesto…
-  Una cena riquísima, señora Van Leyk –dijo Neville, sin aguardar al final de una historia presumiblemente aburrida, lo que fulminó a Alexander, y maravilló a Malva, tan acostumbrada siempre a que nunca se le reconociera ningún mérito.

Alexander se rindió a la evidencia y se recogió en su despacho. Después de un par de horas de repasar en soledad los recuerdos de toda una vida, Neville se dejó caer una vez la animada conversación con Malva hubo finalizado.

-  Qué mujer tan divertida. Y qué inteligente –certificó el joven biógrafo.
-  Ya lo sé. Vivo con ella.
-  Por supuesto. Qué voy a contarle que usted no sepa.
-  Exacto –masculló Alexander, cerrando de golpe un álbum añejo repleto de recortes de periódico, antiguos y ajados como chistes malos– ¿Y bien? ¿Trabajamos, pues?
-  Sí, claro. Pero no ahora. Es tarde, estoy cansado… y me esperan al otro lado de la ciudad. ¿Puedo llevarme estas dos botellas de vodka? –cogiéndolas Neville sin esperar respuesta y abandonando el hogar con un cordial portazo.

Cuando se metió en la cama, al insigne actor le ardía la cabeza de tantas vueltas como le había dado a su rocambolesca historia con Neville. Malva, en cambio, descansaba plácidamente con una sonrisa en la boca, orgullosa como hacía mucho tiempo que no lo estaba. “¿Qué opinas del chico?”, preguntó Alexander al percatarse de que el sueño de su esposa era leve como el vuelo de una pluma, “Es un biógrafo pésimo”. “Tranquilo. Hará bien su trabajo”, respondió Malva. “¿Y cómo estás tan segura de eso?”, quiso saber el actor, sin estar realmente preparado para la temible respuesta. “Porque sabe escuchar”, aseguró tajantemente su esposa; aunque quizás Alexander no se percatara de ello; quizás Alexander estuviera más preocupado por las horas malgastadas sin ninguna página escrita, que por entender realmente el auténtico significado de esta extraña situación.

¿Qué era lo que olía a podrido en Dinamarca, y que estaba haciendo tan desgraciado al anciano actor? ¿Por qué mientras todos sus difuntos colegas disfrutaban en la tumba de las mieles del éxito, él no era capaz siquiera de tener un biógrafo competente? ¿Negarse rotundamente a hacer cine fue su suicidio profesional? Quiso plantearle estas dudas a Neville a la mañana siguiente, cuando por arte de magia se personó en casa de los Van Leyk para desayunar. Aún llevaba la ropa de la noche anterior, lo que no auguraba precisamente un nuevo día de duro trabajo. Alexander ya sufría pensando en el momento en que el joven hiciera mutis por el foro alegando jaqueca, falta de sueño o cansancio. De momento, eso sí, se limitaba a engullir los huevos con beicon que Malva le había preparado, a toda prisa, como si fuera la última comida que se iba a llevar a la boca. Cuando hubo rebañado todo el plato, a conciencia hay que decir, se encendió un pitillo para alargar quizás el martirio del insigne intérprete. Van Leyk lo miraba con aburrida expresión, aguantándose la cabeza entre las manos, pensando quizás “¿Qué habré hecho yo para merecer semejante castigo?”. Para su sorpresa, Neville, además de fumar, también decidió hablar.

-  Estoy enamorado de una chica. Se llama Margaret –dijo, mirándose las puntas de los dedos, como certificando que sus uñas se mantenían en perfecto estado pese a la dura vida que se estaba autoinfligiendo– No sé si ella siente lo mismo, pero yo sólo disfruto la vida si estamos juntos. ¿Qué consejo me podría dar?
-  ¿Perdón? –ahora sí que Alexander estaba fuera de combate.
-  Bueno, como hombre de mundo… Como persona que tiene un recorrido vital… ¿Qué consejo le daría a una persona que, como yo, languidece de amor?

Alexander miró a derecha y a izquierda, como buscando la cámara oculta que certificara que estaba siendo objeto de una broma cruelmente maquinada. Su mujer estaría implicada, por supuesto; y el gancho sería ese jovencito provocador que un buen día llamó sin ganas a su puerta para hacerle la vida imposible. Al darse cuenta de que la ceniza del cigarrillo había sido paralizada por las leyes de la química a la espera de una respuesta por su parte que no llegaba, Van Leyk tuvo que rendirse a la evidencia.

-  Pues no sé qué decirte… –confesó finalmente, avergonzado por lo inocuo de su comentario.
-  Algo tendrá usted que opinar, ¿no? –pero por toda respuesta, Neville sólo recibió un movimiento negativo de cabeza.

El silencio explotó en la habitación, aplastando sus cabezas, por el peso de la culpa en Alexander, y por el de la incertidumbre en Neville. Éste último se quedó mirando fijamente al actor, muy serio, casi molesto. “No me merece usted ningún respeto”, podría haber pensado. El biógrafo se levantó, apagó violentamente el cigarrillo en el plato del desayuno, cogió su chaqueta y desapareció sin despedirse. El actor se descubrió temblores en las manos, como zarandeadas juguetonamente por un dios invisible que gustaba de divertirse con ellas. Eran los nervios; los nervios al sentirse despojado de vida; los nervios al comprobar que, a su avanzada edad, y a pesar de haber sido Vania, de haber sido Cyrano, de haber sido Estragon, de haber sido Falstaff, no tenía nada que contar.

Una niña dibujaba animales prehistóricos de color rosa en un muro de la casa vecina. Alexander la observaba con tristeza, hasta que al fin huyó corriendo alertada por los gritos de una criada gruesa que salió a espantarla blandiendo su afilada escoba. Cuando se acabó el espectáculo, el que más le había divertido desde hacía ya muchos años, volvió a la Tierra, junto a su esposa, que lo miraba como él miraba a la niña.

-  Voy a salir –dijo Malva– ¿Necesitas algo?
-  Tienes una voz preciosa –confirmó Alexander– Hacía mucho tiempo que no la oía…
-  Eso es porque tú siempre hablas muy alto. Gajes del oficio, supongo –respondió la mujer, comprobando los enseres en el interior de su bolso antes de salir de la casa, para desgracia del anciano.

A eso de las seis de la tarde, cuando el sol comenzaba a ponerse en este febrero gris y traidor, el timbre desganado sonó y tras la puerta apareció de nuevo el biógrafo, más apático si cabe, y para su sorpresa, más sobrio.

-  Bueno, tengo que hacer un trabajo, ¿no? –preguntó Neville con desagrado– Empeñé mi portátil hace dos meses, pero puedo apañarme con una máquina de escribir, si tiene.
-  ¿Y qué es lo que voy a explicarle yo a nadie? –preguntó el actor.
-  No sé. Usted es el que paga. Explique lo que quiera.
-  A ti no te importa lo que yo tenga que decir, ¿verdad?
-  Si en verdad tuviera algo que decir… Aunque la verdad es que eso tampoco significa mucho para mí. ¿Acaso le importa a usted lo que un tipo como yo tenga que decirle? No mienta. Tengo muy claro que no le gustan mis excursiones.
-  Entonces –coligió el actor–, supongo que esto es una despedida.

Neville encendió un último pitillo ante la puerta de la casa sin mayordomos del ilustre actor de teatro que nunca quiso vender su arte al banal celuloide. El fracasado biógrafo dio un par de caladas irrespetuosas y desenfadadas que Alexander recordaría con agrado años después en su lecho de muerte, rodeado de sus seres queridos, entre ellos Malva, que con el tiempo recuperaría al hombre pomposo pero amable que le hizo perder la cabeza. El chico esbozó un saludo al actor con la mano y bajó con indisimulada parsimonia los cuatro escalones hasta la acera, rumbo a otro bar, o a otra fiesta, que reclamara de su despreocupada presencia.

 
Referencia biográfica
http://revistalairademorfeo.net/index/wp-content/uploads/2014/01/CV-david-bombai.pdf


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