Editorial Malpaso. 168 páginas. 1ª edición de
2004; ésta es de 2013
Me había fijado en los libros de Pablo Ramos (Buenos Aires, 1966) que
estaba publicando Malpaso. Los había
hojeado en las librerías y también había leído alguna reseña sobre ellos.
Intuía que me podían gustar. Cuando me llegó al correo electrónico el dossier
de prensa de Malpaso anunciando que iban a publicar En cinco minutos levántate María
(2010), la tercera parte de la trilogía iniciada con El origen de la tristeza
(2004) y que continua con La ley de la ferocidad (2007), me
apeteció pedirle que me enviara los libros a José Montfort, el actual encargado de prensa de la editorial. A los
tres días los tenía en casa, y En cinco
minutos levántate María unas semanas antes de que llegara a las librerías.
Así da gusto.
En El origen de la tristeza conocemos a Gabriel Reyes (aunque en este
libro sólo se llamará Gabriel –apodado Gavilán- y aún no tenga apellido), una
suerte de alterego de Pablo Ramos, que, como él, crece en el barrio bonaerense
de Avellaneda.
Gabriel tiene doce años cuando
empieza la novela y, si suponemos que tiene la misma edad que su autor, debemos
situarla por tanto sobre 1978.
Me ha gustado la estructura de la
novela: está dividida en tres partes, que podrían ser casi relatos
independientes. La primera se titula El regalo y en su narración destaca
con fuerza la peripecia de la historia: Gabriel necesita 30 pesos para
comprarle un collar a su madre como regalo por el día de su cumpleaños. Para
conseguir el dinero decide ayudar a Rolando, un hombre de unos cincuenta años,
al que considera su amigo, y que trabaja en el cementerio de Avellaneda (donde
también duerme) cumpliendo con pequeños mandados que le encargan los visitantes
de las tumbas. El relato está organizado como una pequeña aventura picaresca.
Así enseña su trabajo Rolando a su discípulo Gabriel: “Uno se toma el trabajo
de poner un palito de madera, vulgarmente denominado escarbadientes, en una de
las cerraduras de la bóveda; de modo tal que estorbe el accionar de la llave
pero que, con algo de maña, resulte sencillo librarse del problema. Entonces,
cuando alguien como este señor, dueño de una cripta clase uno, intenta hacer
girar la cerradura, se le traba la llave. Es el momento exacto en que nosotros
pasábamos por ahí.” (pág. 39)
El padre de Gabriel es dueño de
un pequeño taller de bobinas metálicas, allí trabaja a veces Alejandro, el
hermano mayor de Gabriel, que le lleva un año. A Gabriel le gusta entrar al
taller cuando no hay nadie, busca la botella de vino dulce que ha escondido
Alejandro y: “Cuando me sentí entonado me puse a repasar los almanaques de las
minas desnudas. Tuve que hacerme una paja enseguida, para poder mirarlos con más
tranquilidad” (pág. 19). Por escenas como ésta, El origen de la tristeza me ha recordado a La senda del perdedor de Charles Bukowski; e imagino que la
lectura de Bukowski es una influencia real sobre la obra de Ramos, ya que
comparten algunas características: la creación de un alterego del personaje
(Gabriel Reyes-Pablo Ramos y Charles Bukowski-Henry Chinaski), y la mirada
descarnada, pero a la vez tierna y humorística, sobre la realidad que les
rodea, además del deseo de plasmar el absurdo y la crueldad del mundo, y la
iniciación en el sexo o el alcohol.
Y hablo de Bukowski, pero también
debería hablar de Roberto Art, ya
que el libro se abre con una cita suya (“¿Cómo describir mi llanto… mi odio… la
desesperación de haber perdido el paraíso?”), y si en la literatura argentina
aún sigue vigente la disputa literaria del conflicto que se llamó «de Boedo y
Florida» (realismo frente a vanguardia), estaría claro que Ramos se sitúa
dentro de las filas de Boedo e imagino (me gustaría preguntárselo) que no debe
apreciar demasiado la obra de, por ejemplo, César Aira.
La segunda parte se titula El
incendio del arroyo y nos muestra la relación de Gabriel con su grupo
de amigos. Ha pasado un año desde la primera parte y aquí la aventura es otra:
el grupo de amigos ha recaudado dinero, mediante una rifa, con la escusa de
comprar unas camisetas para un equipo de fútbol, pero con la intención de
debutar con una puta. El barrio de Avellaneda es descrito con profusión, y el
escenario, las calles, los bares y las personas que lo habitan, constituyen un
impactante aguafuerte porteño. “La villa de Atrás del Arco se llamaba así
porque quedaba atrás del arco de la tribuna visitante. Todos los villeros eran
hinchas del Arse y como nunca los dejaban entrar habían hecho una montaña de
tierra tan alta como la pared y, parados ahí, todos los sábados, miraban el
partido. Era como un hinchada cualquiera: con banderas, cantitos y todo lo que
tiene que tener una hinchada, pero afuera de la cancha. Un día los filmaron
para la televisión. Dijeron que arriba de la montaña se subían como doscientos
villeros, y que eso era mucha más gente que la llamada hinchada oficial que
estaba adentro.” (pág. 76)
Además de querer gastarse el
dinero en debutar con una puta (como no hay dinero para todos, van a tener que
echarlo de alguna manera a suertes) también querrán comprar vino de la costa en
una bodega a las afueras del barrio. Ir hasta allí acabará convirtiéndose en
toda una aventura. He leído en una entrevista que Ramos cita a Robert L. Stevenson como inspiración, y
me parece acertada esta posible filiación. Además en el barrio, como telón de
fondo, se ha incendiado el arroyo que lo atraviesa, cargado de contaminación.
El agua en llamas será un poderoso símbolo que recorre este relato de amistad y
aventuras, contado con un ritmo estupendo.
El estaño de los peces es
el título de la tercera parte y en ella cambia el tono frente a las dos
anteriores: el afán de narrar la aventura de la infancia cede aquí su hueco a favor
de hablarnos de los grandes espacios de melancolía que van llenando una
existencia. Así habla Gabriel de su casa: “Es que al fondo jamás llegaba la luz
del sol. Mamá decía que nos había tocado la peor parte y siempre se quejaba de
lo mismo: de «vivir en el fondo». No sé, pero cuando uno llegaba de la calle –y
sobre todo si era un día de sol- tenía que hacer un gran esfuerzo para no
entristecerse.” (pág. 144). La mirada de Gabriel en este relato ya no es tan
inocente como en los otros dos y puede percatarse perfectamente de los
problemas que tiene la relación de sus padres, acuciados por la mala marcha del
taller de bobinas al que el padre trata de aferrarse más allá de lo razonable.
En esta tercera parte, el lector, igual que el narrador, tiene la impresión de
estar asistiendo al final de una época para el protagonista. “Y entonces lo
supe: era el final, yo estaba viviendo el final de esto que acabo de
contarles.” (pág. 168)
El origen de la tristeza me ha parecido una gran primera novela. El
libro de alguien que tiene algo que contar y que ha encontrado de forma clara
los mecanismos para hacerlo. Una narración con un gran sentido del ritmo,
plagada de un potente sabor porteño (pese a que yo leo muchos libros
argentinos, en éste –que recoge la jerga juvenil de finales del los 70- me he
encontrado con alguna expresión que no había escuchado nunca, como por ejemplo
“zapucai”). Ramos levanta aquí un mundo, el de su barrio de Avellaneda a
finales de la década de 1970, y lo hace tangible y vital para nosotros, a la
vez que como buena novela de iniciación nos habla de un debut vital, con toda
la pasión y la melancolía de las primeras veces, de su protagonista Gabriel,
tan tierno y tan feroz.