Nuevo orden (2020) es la película del momento: por sus imágenes, por el argumentario implícito que late tras sus escenas más fuertes, por el momento político mundial en el que se ha estrenado, por el buen oficio que demuestra su director, Michel Franco. Un filme que llama la atención desde todos los espectros ideológicos: hay quien piensa que es una carga de profundidad parafascista, como si el caos social que se avecina sólo pudiera ser domesticado con tiranía y violencia; otros una impugnación rabiosa de la izquierda radical ante los excesos de las elites adineradas y la tremenda desigualdad que exhiben las democracias formales representativas, incapaces de corregir esa deriva de injusticia y explotación (algo especialmente visible en México, donde se ambienta la historia). Sea lo que sea, nadie sale indiferente después de verla, pocos renuncian a reflexionar sobre su significado, aunque la mayoría la etiquetará como la típica ficción distópica indie realizada con ingenio por un cineasta emergente. Lo que es seguro es que en Nuevo orden el contenido eclipsa al continente, dejando en segundo plano los hallazgos visuales y los recursos de estilo. Señal de que ha dado en la llaga...
Estamos ante un filme político al cien por cien que narra unos sucesos plausibles que enlazan directamente con miedos atávicos de nuestra sociedad y variaciones de acontecimientos disruptivos que ya hemos vivido muy recientemente y que hacen temer lo peor (atropellar a personas que se manifiestan pacíficamente, asaltar Capitolios, disfrazar de protesta acciones sincronizadas de saqueo y vandalismo). Escribo esto desde Barcelona, donde desde hace varias noches asistimos inermes a disturbios de una minoría desbocada con la excusa de reivindicar la libertad (de expresión) de un rapero con problemas de control de la ira; donde a los responsables institucionales les preocupan únicamente los excesos policiales, obviando escandalosamente (por miedo a perder su pureza ideológica, hecha de un insufrible buenismo voluntarista e ilusorio) la violencia y el abuso de poder de una patulea de cafres que se afeitará con agua fría toda su vida. El elefante en la habitación. La película de Franco, especialmente en mi latitud, obliga más que nunca a la reflexión, a (re)plantearnos los objetivos no declarados de ciertas ideologías, a revisar las utopías comunitaristas que todavía creen que deseando con fuerza cualquier cosa, ésta se convertirá en realidad, sin esfuerzo y al instante. Gente que aplica a la política la misma basura que ha hecho fortuna en la autoayuda: cuando te sientas Dios, serás Dios. Un río revuelto que tolera excesos por miedo a aplicar medidas impopulares y que desemboca casi siempre en una nueva variante del populismo; y al final, cuando todo se sale de madre y los que están hartos de esperar asaltan el poder, la receta de los privilegiados es siempre la misma: justificar la violencia y permitir la llegada al poder de dictadores. Nuevo orden se ha estrenado en el mejor contexto posible para alimentar un debate que amenaza con explotar en varios lugares del planeta.
En lo cinematográfico, aparte de encajar en una actualidad mundial muy convulsa, Nuevo orden plantea su deriva posibilista a partir de unas coordenadas y unos problemas perfectamente diagnosticados para el caso mexicano: desigualdades sociales y económicas cada vez más acusadas, violencia contra las mujeres enquistada en una cultura enferma de machismo, mafias de narcos que campan a sus anchas, secuestros, corrupción... Un caldo de cultivo donde la violencia extrema ya es un recurso habitual, lo único que añade el filme es que se ejerce contra el statu quo, sin miramientos, sin proyecto político, con la intención de convertirse en un nuevo poder. Eso es lo que acojona y provoca los debates desde polos opuestos que antes mencionaba sobre el significado último de la historia. El propio Franco contribuye a la controversia sobre su punto de vista de los sucesos en una de las entrevistas que concedió con motivo de su estreno en España: admite un desequilibrio en el guión a la hora de mostrar las motivaciones y las acciones de ambos bandos, y el hecho de alinear la narración en uno de ellos es un valioso indicio de cómo se plantea el conflicto que describe.
Desde que nos dio por vivir en sociedad hay dos constantes que han marcado los cambios políticos y económicos: el terror atávico de los ricos a que les roben y la rabia que acumulan contra ellos quienes les sostienen con su trabajo sin que ven compensados sus esfuerzos. Cuando el equilibrio se quiebra la reacción es siempre la misma: un ciclo imprevisible de venganza que cree compensar o acortar así las desigualdades, cuando en realidad es el inicio del fin de la democracia y de las sociedades abiertas. Revertir eso es muy, muy difícil; cuesta años, vidas, sacrificios, errores. Y si no, que se lo digan a todos esos países que han cerrado en falso toda clase de conflictos civiles: Afganistán, EE UU, Honduras, Polonia, Siria, Ucrania, Venezuela... Desde esa perspectiva, la película es un contundente aviso a navegantes, uno más, y muy valiente, porque se hace desde un país que vive inmerso en un equilibrio de poderes --enquistados, emergentes, inesperados-- muy precario.
Tolerar la violencia para restablecer un orden artificial es allanar el camino a una sociedad con una nueva estructura feudal y una economía de la explotación naturalizada. Nuevo orden explora una cadena de acontecimientos que podría poner en marcha esa peligrosa deriva, pero seguramente el origen de la controversia que ha provocado este filme es la reacción de cada cual ante la rabia y la violencia que mueve a los falsos revolucionarios: o comprensión o intolerancia. A partir de ese primer posicionamiento es fácil deducir el resto... Vale la pena verla y aceptar el reto.