Antes de irme de vacaciones, pude ver “El origen del planeta de los simios”. La última escena de la versión protagonizada por Charlton Heston (1968) permanecía imborrable en mi memoria, con la imagen de la Estatua de la Libertad que emergía en un desierto de desolación. ¿Qué había sucedido con la civilización de los hombres? ¿Qué misterio se escondía tras esos simios que desconfiaban de los humanos? ¿Cómo habían podido cambiar las tornas de tal manera, y cómo era posible tal regresión de humanidad? En la película de Rupert Wyatt íbamos a encontrar respuesta a éstas y a otras cuestiones, a descubrir el comienzo de una nueva era en que el propio hombre se presentaba como origen y la causa de su decadencia. A pesar de ser conocido el desenlace de esta precuela, la cinta logra mantener la atención del espectador, con momentos de suspense, drama y emoción bien alternados. Buen ritmo narrativo y espléndidos efectos especiales para una puesta en escena atractiva donde una tragedia individual se trasforma, sin quererlo, en universal.
El dolor al contemplar la degradación de una vida querida y próxima, con la pérdida de memoria y de contacto con la realidad, empujan a un joven científico a experimentar una vacuna que pueda frenar el Alzheimer. De alguna manera, la enfermedad hace que el sentido de paternidad se vaya diluyendo a la vez que la identidad del progenitor, y que Will esté dispuesto a todo para no perder su condición de hijo. Y ahí entra en escena el simio César, un adelantado revolucionario y un Einstein en ciernes que asiste perplejo a este concierto de des(humanización). Pero, a diferencia de su amo, en él prima una misión universal en favor de los suyos y no el interés particular: mientras que Will arriesga el bienestar de la Humanidad –sin ser consciente de ello, evidentemente–, César relega sus sentimientos personales –ya no es un mono, sino un homínido que a aprendido a utilizar instrumentos… a pensar– y los somete a un interés superior, el bien de su naciente comunidad. En este pequeño detalle encontramos ya un principio de pérdida o de despertar de humanidad, pues el sentido social de dicho comportamiento animal les acerca a los humanos desde la consciencia de un actuar que busca un bien mayor, mientras que el individualismo de éstos hace que se presenten como seres incapaces de sobrevolar lo inmediato para dirigir su mirada hacia un objetivo ulterior.
Junto a ese sentido individualista, interesado, egoísta de nuestro ingenuo investigador, otro factor que determinará el devenir de los acontecimientos es la ausencia de una ética en el actuar. Sin duda, cualquier investigación biomédica contempla ciertos riesgos al experimentar con nuevos fármacos… pero este proceso exige el respeto de unos protocolos, la sensatez y proporcionalidad de cada paso, la humildad para dar marcha atrás si es necesario. Prescindir de esa prudencia ética supone, en sí mismo, un acto de inhumanidad que necesariamente conduce al precipicio y a la degradación. Porque el hombre debe ser consciente, en todo momento, de que es hombre y no debe jugar a ser Dios –las figuras de Pigmalión o Frankenstein son conocidos ejemplos de esa tentación–, y de que por tanto no está en su mano alcanzar la eternidad ni el dominio absoluto de la realidad. En la película, lo contemplamos en la misma reacción de los primates en el Centro de Investigación o en las jaulas, donde la situación se les va de las manos a sus responsables. Y es que la vida es demasiado rica como para querer encerrarla en unas fórmulas científicas, y su belleza demasiado grande como para que quede expuesta a unas voluntades mezquinas.
Por último, en la película estrenada se vislumbra también cómo el misterio del hombre no puede ser reducido a categorías mecanicistas o bioquímicas… por muy avanzadas que sean las teorías o conclusiones alcanzadas, sencillamente porque la esencia de esa “hominización” parte de un quid espiritual e intangible que ha arraigado en la materia del cuerpo animal para dar origen a algo nuevo, y ahí está su grandeza. Cuando el hombre pretende dejar de ser criatura y no acepta sus límites y su precariedad, acaba convirtiéndose en simio, en animal desorientado (des-ordenado)… y eso es lo que nos cuenta Rupert Wyatt. Por eso, en el momento en que Will y sus colegas alteran el orden ético establecido en el propio hombre, los avances conseguidos se vuelven contra ellos y les conducen a la auto-destrucción… y entonces se hace necesario un reinicio y recomenzar, asistir a una nueva evolución en que otros simios vuelvan a aprender a vivir, con la esperanza de que en esta ocasión sea con un orden moral de valores más firmes y profundos.
&En las imágenes: Fotogramas de “El origen del planeta de los simios”, película distribuida en España por Hispano Foxfilm © 2011 Twentieth Century Fox, Dune Entertainment y Chernin Entertainment. Todos los derechos reservados.
Publicado el 2 Septiembre, 2011 | Categoría: 7/10, Año 2011, Ciencia-ficción, Hollywood, Opinión
Etiquetas:bioética, Charlton Heston, El origen del planeta de los simios, humanidad, Rupert Wyatt